Negri, Toni - El Arte y la Cultura en la Época del Imperio y en el Tiempo de la Multitud

Traducción: Emilio Sadier, Buenos Aires, Argentina. Septiembre de 2004

La crítica de la cultura frecuentemente se repite. ¿Con razón o injustamente, respecto a nuestro actual posicionamiento? Cuando en 1947, al término de la segunda guerra mundial, Max Horkheimer y Theodor W. Adorno publican la Dialéctica del Iluminismo, un nuevo modelo crítico, tan singular como capaz de ser reproducido, diferente y dispuesto a ser repetido, sale a la luz. Reflexionando acerca de la Europa devastada del fascismo que habían dejado tras sus espaldas y sobre la sociedad norteamericana que los había acogido exiliados, Adorno y Horkheimer consideran la tendencia del Iluminismo a volcarse en su contrario, no sólo en la abierta barbarie del fascismo sino también en el sometimiento totalitario de las masas a través de las nuevas adulaciones de la industria cultural. Fascismo europeo y mercantilización norteamericana eran puestos en el mismo plano. Desde entonces (fines de la segunda guerra mundial) hasta hoy, aquel juicio sobre la cultura occidental se ha confirmado a medida que el Imperio se ha ido constituyendo. La conversión del fascismo en la mercantilización de la cultura se realizaba sin solución de continuidad: se distribuía sobre toda la faz del planeta y las telecomunicaciones desde allí devenían el instrumento de difusión fundamental… A la corrección de la imagen, seguía la universal prostitución del turismo, y miles de otras desfiguraciones del gusto. Miren los canales de Murdoch y tendrán la verificación de que el modelo adorniano de crítica de la cultura ha verdaderamente descubierto la ontología del nuevo mundo. La reconversión de este mundo al fascismo, su reconstitución según módulos de guerra, su corrupción a través de imágenes degradantes: bien, todo esto conoce hoy exponentes multiplicativos… ¡Finalmente la TV se ha vuelto interactiva, produce cultura trash y construye una audiencia adecuada! La escucha requiere nuevas producciones trash y así el círculo se perfecciona. La neutralización de la información sigue las mismas leyes del aplastamiento de las pasiones: si el romanticismo y el clasicismo son ambos reducidos a signo insignificante, la verdad o es controlada o es vulgar. El modelo adorniano se ha exasperado: los elementos de innovación, en la crítica de la cultura, que él contenía a fines de la segunda guerra mundial, se han hecho banales. La indignación no es más algo posible. Aquí entonces la crítica de la cultura necesariamente se repite. Dentro y contra esta máquina infernal, que globaliza la cultura en el momento mismo en el cual desgarra y pervierte sus valores, se alza siempre un alma. Sin embargo, mientras el círculo de la comunicación cultural es perfecto y autosuficiente, el recorrido del alma puede sólo nutrirse de otro: del deseo de los cuerpos, de la libertad de las multitudes, de la potencia de los lenguajes. En el abstracto cascada de la comunicación telemática algo se subjetiviza: es el alma de la multitud. En el mundo de los signos pervertidos algo produce simples signos de verdad: Miren Basquiat, signos infantiles, descripciones utópicas… Si la producción es lingüística, es a través de la lengua que la subjetividad se coloca. Lo abstracto de la comunicación deviene el cuerpo de las singularidades… Así nace la multitud.

La TV busca reconstruir, a imagen y semejanza del patrón, en general, de la función de comando, el mundo visible. Ella es interactiva hacia la base, la domina, la desintegra, finalmente la produce. Las guerras son narradas según lenguajes que van desde el oscurecimiento de la realidad a la narración de globales fantasías. La documentación de la guerra se vuelve videojuego. Sin embargo cuando la multitud se descubre al interior de la neutralización de la vida, entonces toda aquella construcción tiembla y se viene abajo. Comenzó en Vietnam, la desmistificación multitudinaria de la verdad del poder: bastaron pocos fotógrafos, y algún soldado filósofo, para mostrar de qué lágrimas y de qué sangre chorreaba aquella guerra. Desde entonces el mecanismo de desmistificación y la capacidad de morder el mundo vivo, se han vuelto virus y se expanden con la violencia de una epidemia. Tomen Génova, donde (durante las manifestaciones contra el G8) la policía desarrollaba su guerra de baja intensidad contra pacíficos manifestantes, acusándolos –a través de los medios de información– de ser bandas de malhechores. En vano, la multitud poseía en efecto más máquinas de foto y video que la policía, infinitamente de más, en cada familia entraba la imagen del policía asesino… La multitud se rebelaba a través de su capacidad de producción de imágenes, haciendo rebelde la abstracción de los signos. No existía más la posibilidad de transformar el mundo sólo interpretándolo: el último proyecto de la filosofía, hecho propio por aquellos comunicadores que Adorno habría llamado fascistas, no se da más. Como decía un viejo barbudo, la única interpretación posible del mundo consistía en su transformación. Si así están las cosas, la Dialéctica del Iluminismo se ha finalmente agotado, extinta en la producción capitalista de imágenes repetitivas (“la historia se acabó”) y sustituida por la nueva producción del deseo. Lo abstracto que había sido mercantilizado, es ahora quizás redimido por la iniciativa de las multitudes. Adiós Adorno, adiós realismo y repetición del modelo crítico moderno: aquí la crítica de la cultura se instaura sobre un terreno nuevo, el de la multitud, el de la posmodernidad. Quizás la multitud no produce más utopía, sino disutopía, la capacidad de estarse dentro, la capacidad de excavar el lenguaje desde adentro, de hacer salir el deseo material de la transformación.

La disutopía de las multitudes no vive abstractamente sino más bien de manera biopolítica. Esto significa que la cultura es reconocible en formas estructuralmente densas, viventes. Cuando se habla de biopolítica se miran el comando y la violencia, por así decir, desde abajo, esto es, desde el punto de vista opuesto a aquel del cual emana el biopoder. Y sin embargo no existe aquí la posibilidad de aprehender una dialéctica de lo alto y de lo bajo, de un arriba o un abajo contrapuestos a un abajo o a un arriba. La multitud es un conjunto de singularidades, proliferantes, capaces de expresar nuevas determinaciones lingüísticas. La dialéctica clásica lleva a lo uno: esta nueva dialéctica es en cambio caótica –las multitudes son conjuntos de átomos que se encuentran según clinámenes siempre intempestivos y excepcionales. No existe dialéctica pues como contraposición entre el vivir dentro de las estructuras del biopoder y recorrerlas libremente, de manera antagonista, como sujetos biopolíticos. Hoy el único problema que nos toca, cuando miramos las nuevas determinaciones culturales sobre el espacio imperial, es el de aprehender el cruce, la determinación del acontecimiento, las innovaciones que recorren el conjunto caótico de las multitudes. Se trata de entender cuándo la expresión biopolítica gana contra la expresión del biopoder. No existe síntesis ni Aufhebungen, existen sólo oposiciones, expresiones divergentes, multiplicidad de tensiones lingüísticas que van en todos los sentidos. El pasaje de la modernidad a la posmodernidad es caracterizado por la desmesura que lo posmoderno introduce: desmesura como final de todos los criterios de medida que el racionalismo moderno había propuesto e impuesto. Aquella medida, aquella racionalidad instrumental que en la edad de oro de la modernidad (entre el humanismo y Descartes) se imponen espontáneamente; que en la edad plateada de la modernidad de Hegel a Bergson son expresadas como síntesis metafísica de un mundo ordenado; que en la fase de bronce de la modernidad son hechas valer con la violencia de la racionalidad instrumental a la Weber y de la planificación keynesiana –bien, aquella medida y aquella racionalidad han terminado. No es simplemente verdadero, como decía Adorno, que luego de Auschwitz la poesía no es más posible, y tampoco es simplemente verdadero que luego de Hiroshima, como decía Günther Anders, toda esperanza está muerta: poesía y esperanza son revividas por las multitudes posmodernas, pero ellas no tienen más medida homogénea con la poesía y la esperanza de la modernidad. ¿Cuál es pues el nuevo canon de la cultura posmoderna? Nosotros no lo sabemos, pero no está dicho que tenga que hacerse. Lo que sabemos es que esta gran transformación se agita en la vida y es en la vida que ella expresa nuevas figuras: figuras sin medida, desmesuras formales. Monstruos.

La innovación posmoderna es pues monstruosa. Dos son las características de esta monstruosidad: su ser en la falta de medida y su desmesurado devenir ontológico. Comencemos, por lo tanto, a hablar del monstruo siguiendo de manera específica estas dos características. Y comenzamos por su devenir ontológico. Ya ha sido indicado: las expresiones vivientes de la nueva cultura no nacen como figuras sintéticas sino como acontecimientos, intempestividades, devienen dentro de una genealogía de elementos vitales que constituyen innovación radical y formas de la desmesura. Algunos filósofos contemporáneos, siguiendo esta nueva fuerza expresiva de la posmodernidad, han buscado calificarla: ya en Lacan la ausencia de medida de la novedad y del arte, de lo significativo en general, era subrayada; en Derrida la productividad del margen, diseminándose, busca nuevos órdenes; Nancy y Agamben, de una u otra manera, cortan flores de estos prados del extremo límite… No existe nada que califique positivamente, en todos estos autores, la monstruosidad de la innovación, y sin embargo hay en ellos el sentimiento agudo y la intensidad de la exasperación ontológica. Cuanto más son improductivas y ausentes, tanto más las nuevas formas se dan y deslizan en el ser. Allí se hunden o se ahogan. Tratan de respirar entre arenas movedizas. Pero en realidad, lo que aquellos autores no perciben, es que esta materia en la cual han aceptado sumergirse es la arcilla constructiva de nuevos mundos. La dimensión ontológica no linda con el borde de la nada sino que se nutre de la constitutividad de los hombres que actúan, temerosos y sin alternativa, su vida en aquel margen imposible. La dimensión ontológica no se confía al comando de un capital cada vez más parasitario, sino que se desarrolla en la intelectualidad multitudinaria de los trabajadores inmateriales, móviles, flexibles, precarios, desesperados de poder ser. La dimensión ontológica sale de una serie de paradojas: el devenir–mujer del trabajo, la conjunción de la razón y de los afectos en la producción. Y podríamos continuar sin pausa definiendo esta ambivalente pero radical condición ontológica que implica siempre el posicionamiento de quien vive este pasaje de la modernidad a la posmodernidad. El monstruo nace dentro de la dimensión ontológica. Pero precisamente, esta dimensión ontológica del caos innovador tiene, como segunda característica, la ausencia de medida. El monstruo es la ausencia de medida, o bien una nueva medida: ¿pero quién sabrá decir, en la transición, lo negativo o lo positivo, el éxodo o la capacidad constituyente? Entre el 1600 y el 1700, en la indagación de la naturaleza, los hombres de ciencia buscaban curiosamente las deformidades y el Rey las coleccionaba en museos del horror. Atención sin embargo: para ellos la desmesura era apología de la medida: lo horroroso, como lo sublime, devuelven el alma al deseo de orden. Cuántas gallinas con tres cabezas, cuántos fetos plurigemelares o plurisexuados, cuántas distorsiones o deformidades físicas han sido coleccionadas en aquellos museos de lo extraordinario y de las desviaciones anatómicas. Geoffroy Saint-Hilaire nos ha dejado enciclopedias históricas de las anomalías de la organización natural y hasta de los intentos de determinar las leyes y las causas de la monstruosidad, de las varias edades y de los vicios de las formaciones naturales. Inclusive todo esto tiene un nombre: teratología. Ahora bien, hoy la nueva figura posmoderna de la monstruosidad no es teratológica. Es simplemente la vida que se expresa de otra manera, es el híbrido que máquinas singulares del existir en el caos desean construir entre géneros humanos y animales, es la esperanza y la decisión de una vida que no es jerárquicamente ordenada ni prefigurada por una medida. Aristóteles, y antes de él gran parte de la filosofía antigua (en todo caso, la que ha sido elevada a memoria de la humanidad) nos dice que el origen del ser es también el de su orden y su medida, que el arché es al mismo tiempo principio y comando. Este eugenismo ha sido retomado en aquella modernidad que en la antigüedad ha buscado la legitimidad de sus estilos. La indicación del monstruo es la negación del eugenismo clásico y moderno, es exposición de un proceso ontológica que ha abandonado la esencia como principio. Quizás nuestro camino nos lleva dentro de selvas oscuras y nuestra capacidad de orientación de tanto en tanto se confunde: pero es este caminar preguntando, es esta ausencia de origen ordenado y medido que no podríamos menos que reivindicar. Es una tensión que desquicia todo preconcepto; no sólo todo preconcepto sino toda prefiguración; no sólo toda prefiguración sino toda matriz unitaria, espacial o temporal; y es aquí que se abre una creatividad convulsa instaurada en medio del ser… No genealogías de vanguardia, sino historia concreta de multitudes, de singularidades. Monstruosidades antropológicas. Luego que un bosque es incendiado, el terreno se fertiliza. Han incendiado el bosque (pero él se mueve) y nos volvemos selváticos, libres como pájaros, a habitar una nueva naturaleza.

Las dimensiones de la globalización son vecinas a la desmedida. En todo caso, el mundo no tiene más “afuera”. no hay “afuera” así como no ha precedentes. Miremos la antropología cultural, así como se ha formado y ha venido luego desarrollándose: era el hombre europeo que la habitaba centralmente, y el que tenía dos afueras: el primitivo y el indígena, o sea el bárbaro. Un precedente antropológico y un afuera político. El hombre europeo constituía el punto central que todo el resto de la civilización ambicionaba. Tanto el mercado como las figuras estéticas, la moneda como el hábitat, el Welt como el Umwelt: la historia se desplegaba hacia un monopolio que era el del hombre europeo –aquel que le antecedía, era primitivo; aquel que el europeo dominaba, era bárbaro o indígena. Pero si con la globalización, el espacio humano no conoce más límites sino sólo un límite, uno solo, su externa circunferencia, entonces una vez alcanzado este límite, toda expresión ulterior no puede más que volverse hacia el interior. Hay un hilo rojo que da sentido a esta máxima extensión de la autorreflexión: es ciertamente el último prometeísmo, el último universalismo de la cultura burguesa, pero quizás podría ser también definido como la primer determinación del Gattungswesen de una humanidad liberada. Toda la historia que ha precedido a la mundialización nos ha conducido a aquel límite: él quería ser el signo de la extensión del dominio de la cultura occidental pero en al mismo tiempo revela el máximo, y a veces monstruoso, efecto de un proceso de contradicciones y de luchas, de la genealogía de un sujeto que se quiere incontenible pero está allí, dentro de aquellos límites. La escena del mundo no es por lo tanto simplemente un horizonte: es una verdadera y propia escenografía, y los materiales escenográficos (después de los Ballets Rusos) se han vuelto parte del drama. La escena del mundo es conjuntamente ilimitada y finita, vive de esta confrontación monstruosa. Encima de ella puede predicarse el fin de la historia y la total realización de ésta. Cada obra alcanza un significado estético cuando logra corroborar (afirmándola o negándola) esta paradoja. El mundo se ha vuelto enorme y al mismo tiempo muy pequeño, nos encontramos en una situación pascaliana. Pero no hay más Dios. El espacio es liso y superficial, la inmanencia del valor se confía solamente en las obras de los hombres. ¿Qué cosa quiere decir ser artistas dentro de esta situación?

¿Qué cosa quiere decir hacer actuar al monstruo sobre la nueva escena del mundo? Significa mirarlo obrar dentro de un proceso de metamorfosis antropológica, significa identificarlo en la mutación. Esta mutación es espacial –lo hemos visto– pero es también temporal: es en el tiempo que el fin de la historia, cuando la civilización occidental burguesa ha alcanzado el límite del mundo, se realiza. La síntesis espacial del aquí y del mundo quiere absorber la temporalidad del ahora y del infinito. La metamorfosis antropológica se despliega en torno a estas paradojas conjuntas. La posmodernidad es esto. Es una gran narración totalmente monstruosa… En efecto, la carne de los acontecimientos humanos no termina siendo realizada en aquella unidad de tiempo y lugar que la narración exige. La carne no se hace cuerpo. La carne rebasa sobre cada lado de la expresión artística, sobre cada borde del acontecimiento global. Existen enormes pasiones que corren dentro de esta imposibilidad de hacerse cuerpo de la carne. Una vez, durante la gran época que precedió el ’68, esta incapacidad de hacerse cuerpo de la carne era experimentada como apertura utópica. Utopía artística: las vanguardias literarias y estéticas debían crear utopía. El fin del mundo se avecinaba en la medida en que la utopía lamía la extrema capacidad de la praxis colectiva de construir lo real. Como para los grandes autores protocristianos, el objetivo, la obra maestra, era el Apocalipsis… Pero en la posmodernidad, aquí en nuestra casa, ahora, ya no es posible ser proféticos. Nosotros pensamos en el Apocalipsis sin ser profetas, hablamos de vanguardia sin ser utopistas: el mundo se ha realizado, la atención es totalmente interna, las vías de fuga se han interrumpido. Tenemos sólo la posibilidad de transformar el mundo desde adentro. “Otro mundo es posible” implica un éxodo que va hacia nosotros mismos. Cada vez que el límite es tocado (y es un límite que no tiene afuera, que no puede ser superado), no podemos más que reconcentrar la atención sobre el kairòs actual… ¿Pero qué cosa es el kairòs? En la cultura griega era aquel instante de tiempo que el lanzar de la flecha marcaba: aquella era una civilización que concebía aún un futuro y por consiguiente una relación entre el dejar partir la flecha y el verla llegar. La flecha lanzada en el cielo podía alcanzar las estrellas. Aquí en cambio kairòs es la flecha que nos toca el corazón, es la flecha que vuelve del límite estelar. Kairòs es la necesidad (pero también la posibilidad) de construir sobre sí mismos. Es la posibilidad de transformar los cuerpos, no tanto y no sólo de mestizarlos hacia el exterior, sino de construirlos y de hibridarlos en el interior. Es la posibilidad de hacer política volviendo a traer todos los elementos de la vida a una reconstrucción poética. En el concepto mismo de “biopolítica” está este proyecto constitutivo. En fin, cuando vivimos en la globalización, cuando vivimos dentro de un mundo de límites insuperables, cuando la revolución copernicana se ha definitivamente agotado, y Tolomeo y la centralidad del kairòs se han vuelto el exclusivo punto de referencia, cuando todo esto se ha dado, ¿qué significa desarrollar el espíritu creativo y constitutivo del hacer artístico? Cuando la única posibilidad de acción, artística y ética, consiste en el ponerse en acción desde dentro del ser, y es por consiguiente acción biopolítica, entonces cada hacer es un transformar la esencia misma, física y espiritual del cuerpo humano; cuando la estructura de lo social ha se ha vuelto tan central y el mundo se ha vuelto tan pequeño y limitado que no existe más posibilidad de salir de este hábitat y no se dan más ilusiones utópicas (de otros topoi); bien, ¿entonces qué significa hacer artísticamente? Significa construir nuevo ser, significa reflejar hacia el interior el espacio global, hacia la existencia de la singularidad. ¿Significará esto moverse para interrumpir la muerte, para disolver los límites interiores de la máquina global? El monstruo nos promete esto.

La multitud es el único sujeto que puede lanzar este desafío creativo a la muerte. La multitud es un conjunto de singularidades, pero también la singularidad es un conjunto de multitudes. La multitud es un conjunto de cuerpos pero cada cuerpo es una multitud de cuerpos. Esta máquina lucha por la vida, lucha en la vida, contra la muerte. La acción de la multitud no es otra cosa que esta proliferación continua de experiencias vitales que tienen en común la negación de la muerte, el rechazo radical y definitivo de lo que para el proceso de la vida. El mundo global, así como lo conocemos, así como el Imperio que lo custodia en el orden político, es un mundo cerrado: está sometido a la entropía del agotamiento del espacio y del tiempo. Pero la multitud que actúa dentro de este mundo cerrado ha aprendido a transformarlo pasando a través de cada uno de los sujetos, de cada una de las singularidades, que componen este mundo. Cuando creíamos que la historia era finita, dice en algún lado Foucault, percibimos que ella se renovaba sobre la vertical de nosotros mismos… Así es lo que sucede con nosotros, con nosotros multitud, con nosotros cuerpo de multitudes. Es únicamente en nuestra transformación, y en una lucha feroz contra la muerte, que se abre la acción de la multitud.

Esto me parece que es el significado del arte en la época del Imperio y en el tiempo de las multitudes.