Revelli, Marco - 8 Tesis sobre el Posfordismo

En periodos de decadencia, como el actual, de poco sirve la routine intelectual. Los pequeños cabotajes del pensamiento. En estos periodos, vale la pena intentar, de algún modo, reflexionar sobre la crisis en términos radicales. En nuestro caso, intentar pensar la reorganización productiva y social en curso, presuponiendo que este fin de siglo -este tumultuoso desenlace del Novecento, no es una simple «expresión cronológica», ni un reajuste coyuntural dentro de la normalidad, sino que toma, de principio a fin, la forma de ruptura histórica. De un «salto de paradigma» que, por así decirlo, señala, como tal, una discontinuidad profunda a todos los niveles: cultural, social, político. Y nos obliga a reconstruir desde los cimientos, modelos organizativos, identidades colectivas, categorías interpretativas, lenguajes. ¿Es posible «pensar políticamente» una transición tan radical cuando, como ahora, no ha hecho más que comenzar? ¿Cuando falta incluso el vocabulario para «nombrarla»? Creo que sí, pero bajo tres condiciones. La primera pasa por ser conscientes del riesgo implícito en una operación de tal envergadura. Pensar radicalmente el futuro implica una dosis «desproporcionada» de experimentalidad, de simulación, ser iconoclastas en ciertos momentos; un desapego «irresponsable» con respecto a las contingencias de lo existente, como si eso estuviera ya deshabitado en un momento en el que, sin embargo, el antiguo conflicto no ha sido todavía resuelto, y la partida continúa, por así decirlo, jugándose formalmente (y nunca como ahora tan dramáticamente). ¿Cómo imaginar las hipotéticas líneas de acción del mañana sin vaciar de sentido las formas concretas de la resistencia del hoy? La segunda condición pasa por ser conscientes del carácter fragmentario, provisional, sistemáticamente autocontradictorio de los análisis a proponer. En un contexto en el que lo inédito y lo gastado se entrelazan de modo inextricable, conviviendo lo uno al lado de lo otro, cada fragmento de discontinuidad puesto al descubierto puede ser nuevamente enterrado y desmentido por continuidades mucho más fuertes, cualquier brizna de novedad puede ser puesta en entredicho por infinitas confirmaciones de eternos retornos. Y cuando, si lo que buscamos es confirmación, ni la praxis puede venir en nuestra ayuda, se hace necesario apostar. Y apostando, apostar también, desde el momento en que, en la movilidad absoluta de lo real, es necesario para empezar -aunque sólo fuera como opción de método- un punto fijo, por un punto de apoyo -y esta es la tercera condición- para nuestro análisis. Por un lugar arquimédico desde el que fijar la mirada. 1.Por lo que a mí respecta, la apuesta (doble) es ésta. Pienso que, en el «hundimiento de todos los valores», puede mantenerse como mínimo un elemento de la «vieja» lectura de la relación marxiana entre estructura – superestructura: la opción por continuar buscando, a pesar de todo, en aquello que se llamó la «composición técnica del Capital», y en su articulación con la «composición política de clase», el sentido y la dirección de la actual mutación, el «lugar» de un análisis racional de lo existente. Aunque también pienso que, el respeto de este particular punto de vista -«continuista», no lo niego, por lo que hace al método-, nos lleva, sin embargo, a excluir cualquier posibilidad de continuismo político – institucional. Permanecer, pues, en un marco consolidado, para confirmar, no obstante, la rápida e irreversible disolución de «nuestro mundo» (del contexto en el que se constituyó la «política social» del siglo XX), y la emergencia de un nuevo escenario, en el que la interrelación entre capital, trabajo, Estado y formas organizadas de la política y del conflicto se dan de un modo absolutamente inédito. En el que, por encima de todo, parece consumarse actualmente la crisis de las dos culturas mayores de nuestro siglo: aquella «técnica» del Capital en su forma «fordista-taylorista», y aquella política del Movimiento Obrero, en su acepción «socialista», y del «compromiso social» que ambas culturas establecieron entre sí. La hipótesis de trabajo es la siguiente: nos encontramos frente a una de esas crisis que Gramsci definiría como «orgánica» (con razón se podría evocar el espíritu de americanismo y fordismo para dar cuenta de la dimensión de los niveles implicados en ella). Un tránsito «epocal», en el que se entrelazan, en la actualidad, el fin de un largo ciclo técnico y organizativo de acumulación del Capital y, al mismo tiempo, el fin -la ruptura histórica- de la «tradición del movimiento obrero» (por lo menos en su «tradición» política más reciente, que se remonta, aproximadamente, al primer conflicto mundial). Esto es: la disolución de la «forma» que la producción capitalista se ha dado a sí misma en nuestro siglo (fundada en la centralidad absorbente de la gran fábrica y en el despliegue de un dominio de su racionalidad estratégica sobre toda la retícula social), y el agotamiento de la experiencia histórica del movimiento obrero (combinación de partido de masas y de «Estado social», de organización general y de estatalización). Es significativo que un técnico del capital como Taiichi Ohno, el padre de la denominada «producción flexible», de la fábrica integrada y del espíritu Toyota, y un intelectual «orgánico» de lo que queda de la izquierda europea como André Gorz, coincidan, en el fondo, desde puntos de vista contrapuestos, en la misma constatación radical: la necesidad de penser à l’envers [pensar al revés]. En hacerse eco de una brusca ruptura en relación con los respectivos modelos de referencia, uno constatando -desde el punto de vista del capital- el fin del modelo productivo basado en la «producción de masa» y la necesidad de subvertir completamente la vieja filosofía productiva fordista-taylorista; el otro constatando -desde el punto de vista del movimiento obrero- la consumación del «fin del socialismo» como «orden social existente» y como «modelo de sociedad realizable». El primero para proclamar el imperativo, por parte de la empresa, de subsumir integralmente la subjetividad del trabajo, convirtiéndolo en un factor directamente productivo; el segundo para constatar el eclipse del trabajo como factor constitutivo de la subjetividad obrera; su disolución como elemento básico de la identidad colectiva. La lectura paralela de ambos autores nos dice cuán efectivamente el salto hacia delante de las capacidades productivas, determinado por el cambio tecnológico de los años setenta y ochenta, y la sucesiva revolución organizativa sintetizada en la fórmula de la «calidad total» -aquello que sintetizadamente se ha dado en llamar tránsito al «postfordismo»- ha modificado las condiciones generales de la producción capitalista. Su mismo «paradigma productivo». Y, al mismo tiempo, hasta qué punto todo esto ha transformado radicalmente las condiciones del conflicto social y sus formas políticas. 2.Pero, en primer lugar, ¿cuál es la naturaleza efectiva del postfordismo? ¿Y cuál su discontinuidad real con respecto al modelo productivo precedente? Sin duda, creo que llevan parte de razón aquellos que leen, en la transformación tecnológica y organizativa en curso, una radicalización del modelo fordista-taylorista. Un llevar al extremo algunas de sus características de tipo «integrista» y más opresivas. En el modelo de la «fábrica integrada», del just in time, en la fábrica que funciona a zero stock, sin almacenajes residuales, con tiempos totalmente sincronizados en cada uno de sus segmentos, se cumple, en efecto, el sueño «inacabado» de Henry Ford: la idea de un flujo productivo continuo y total que abarque todas las fases de la producción al mismo tiempo, que haga palpitar el entero entramado del aparato productivo al mismo ritmo. Idea que lleva a sus últimas consecuencias el principio de conversión absoluta de los «tiempos de vida» de la fuerza de trabajo en tiempos productivos. Idea que acentúa, más que reduce, el grado de dependencia del trabajador con respecto a la dimensión sistémica del proceso productivo. Y que reconduce a una lógica «taylorista» -esto es: a someterse a tiempos formalizados y predefinidos en un ámbito de total sincronía entre todas las funciones productivas- sectores tradicionalmente «externos» al «sistema de fábrica» (piénsese en los empleados en transporte de unidad productiva a unidad productiva, o en el personal del sistema logístico). O que dramatiza más que alienta, en fin, la cuestión del «dominio» sobre la fuerza de trabajo (el «sistema» es aquí mucho más vulnerable que el precedente a cualquier «asincronía», por mínima que ésta sea). En este sentido puede hablarse de una forma de «implementación» del viejo modelo productivo y no, ciertamente, de su superación. Esto, además, es especialmente cierto en Italia, y más específicamente en la Fiat, donde el tránsito a la nueva filosofía productiva conlleva un elevado grado de compromiso, sin menospreciar fuertes «resistencias» estructurales, con la antigua (un modelo productivo que, de siempre, ha forzado el carácter centralista – burocrático del fordismo-taylorismo, una estructura jerárquica sin lugar para la autonomía y fundada en una cultura obsesiva del mando y de la desconfianza). Y allí donde, durante más de un decenio, se ha creído poder llevar a cabo una revolución tecnológica radical sin cambiar la estructura organizativa preexistente. Dicho eso, es decir, permaneciendo todos estos elementos de «continuidad», creo, por otro lado, que puede afirmarse también que, al menos en dos aspectos, la nueva filosofía productiva marca una fuerte discontinuidad con respecto al modelo precedente.

3.El primer aspecto hace referencia a la relación «fábrica-sociedad». O si se prefiere, a la relación con el mercado. El fordismo se fundaba en el dominio absoluto de la fábrica sobre la sociedad. En cuanto forma de organización típica de la «producción de masa» (del modelo productivo donde quien produce «sabe» tener a su disposición un mercado casi ilimitado en el que la oferta siempre será inferior a la demanda), ésta no debía «obedecer» al ambiente externo sino que, por el contrario, podía permitirse «modelarlo». Definiendo tipos de productos y volúmenes de producción «autónomamente» y exclusivamente en base a los propios parámetros productivos. La programación de empresa podía, así, pensar la sociedad como una variable dependiente, como objeto de programación, según la idea de un flujo lineal que del centro de dirección de la fábrica, del corazón de la producción, descendería a lo largo de todo el ciclo productivo y daría, finalmente, forma al mercado, «subsumiéndolo» a la propia racionalidad técnica del mismo modo como subsumía la fuerza de trabajo. Así funcionaba el fordismo: de la fábrica a la sociedad, flujo de sentido único. La misma ciudad fordista, la company town, no era más que una prolongación de la fábrica. Latía con el corazón de la fábrica, seguía sus ritmos, sus horarios, asumía sus estilos de vida y sus formas de dominio. El nuevo modelo productivo, en cambio, debe enfrentarse a una situación totalmente distinta: un mercado «maduro» y de límites bien definidos; un mercado «finito», por así decirlo, saturado en sus segmentos fuertes y donde la oferta debe medirse con la variabilidad de una demanda cada vez más selectiva y a menudo imprevisible. Así ha sido en los últimos años. Años en los que la mundialización del mercado no ha conllevado, paradójicamente, una extensión ilimitada de la capacidad de absorción de mercancías por éste, sino al contrario, ya que lo que ésta ha puesto de manifiesto ha sido más bien su rigidez, la saturación tendencial implícita en su desarrollo (también por causa de la manifestación de umbrales «naturales», ecológicos, que perjudican estructuralmente al Tercer Mundo, a la mayoría de la población mundial, bloqueando su acceso a las formas y a los niveles de consumo de Occidente). Y así será en el futuro donde, este nuevo modelo productivo, deberá enfrentarse, cada vez en mayor medida, a la crisis de consumo que ya empieza a darse en la actualidad, al «nuevo desorden» mundial consecuencia de la improgramable movilidad de los mercados: causa real de la «derrota histórica» del fordismo y elemento que ha destruido el sueño de una simple evolución del modelo por vía tecnológica. La fábrica debe enfrentarse ahora a una sociedad que ya no absorbe todo lo que ésta produce, que no permite la maniobra tradicional de disminuir costes aumentando el volumen de la producción. Una sociedad que «resiste» al dominio de la racionalidad instrumental propia de la esfera productiva, no consintiendo una programación lineal y obligando la estructura productiva a adecuarse una y otra vez al «capricho» del mercado. Y, determinada por las modificaciones del «ambiente externo», a «vibrar», por así decirlo, con el mercado, modificando sus actitudes, la combinación de máquinas y hombres en la esfera productiva o incluso los mismos niveles de productividad, Ya no es el orden productivo lo que «coloniza» lo social, lo que reduce cualquier ámbito a la propia geometría, sino que es el desorden social (las volubles «preferencias del cliente») lo que irrumpe en la fábrica, forzando sus estructuras a una «movilidad» cada vez mayor. A una capacidad de respuesta cada vez más fluida. No es Marx quien naufraga aquí, sino Weber y su idea de la racionalidad instrumental como posibilidad de programación y cálculo, construcción de formas regulares al abrigo de las perturbaciones de la subjetividad; no es la crítica del XIX a la fábrica mecanizada lo que se agota, sino la absolutización en el XX de su estatuto técnico como forma universal de la racionalidad. 4.El segundo aspecto inédito hace referencia a la relación con la fuerza de trabajo. El taylorismo, como filosofía productiva, asumía como presupuesto la idea de una «resistencia» obrera estructural al empleo de trabajo. Partía de la existencia en la fábrica de un «segundo mundo», distinto y separado del orden de la empresa, gobernado por su propio código de honor y por leyes específicas no escritas, y determinado a negar cuotas de la propia fuerza de trabajo, a ralentizar las operaciones, a «ocultar», sobre todo, su potencia productiva real a la jerarquía de fábrica. Para contrarrestar esto debía servir, precisamente, la «ciencia del trabajo»: para vencer la «natural pereza» obrera; para restituir al patrón el conocimiento del proceso productivo, «horadando» el monopolio del conocimiento sobre los oficios detentado por los trabajadores. La fábrica taylorista era una estructura productiva feroz, despótica, agresiva, porque era «dualista». Porque se fundaba en la idea de una separación y de una contraposición estructural entre los principales sujetos productivos. La fábrica incorporaba, en su misma «constitución», el conflicto. La relación de fuerza. Para superarlo, ciertamente; para disolverlo en la universalidad objetiva de la ciencia, pero no sin un resto irreductible en su mismo planteamiento: la alteridad obrera dentro del sistema de máquinas ha sido, hasta el final, el principio oculto del taylorismo. La teoría de la «fábrica integrada», en cambio, presupone, filosóficamente, la idea de una estructura productiva «monística». De una comunidad de fábrica unificada y homologada en la que el trabajador debe consciente y voluntariamente «liberar» la propia inteligencia en el proceso productivo, conjugando funciones ejecutivas con prestaciones de control y de capacidad de proyectar, señalando los defectos en tiempo real y participando directamente en la redefinición de la misma estructura del proceso productivo en relación con las variaciones de la demanda. Entre sistema de la fuerza de trabajo y dirección de empresa debe establecerse una continuidad cultural, existencial, un sentir común, que no admita fracturas. Si la fábrica taylorista se fundaba en el «despotismo», ésta aspira a la «hegemonía». Si aquella usaba la fuerza, ésta juega con la pertenencia. Si una intentaba disolver la identidad obrera o, como mínimo, controlarla, ésta se propone mucho más: entiende «construir» una identidad colectiva totalmente nueva, enraizada en el territorio de la fábrica, coincidente, en sus límites, con el universo de la empresa. Aquí no se trata de forzar a una masa «inerte» a suministrar trabajo en bruto (energía productiva). Se trata más bien de recabar de ésta, fidelidad y disponibilidad. Se trata de llevar a cabo una «movilización total» de la fuerza de trabajo que active sus capacidades intelectivas y los residuos de creatividad. Se trata de subsumir al capital la dimensión existencial de la misma fuerza de trabajo. De identificar la subjetividad del trabajo con la subjetividad del capital. Así como de hacer de la pertenencia a la empresa la única subjetividad posible. Es, en muchos aspectos, el corolario inevitable de lo dicho anteriormente: si de hecho la fábrica debe «vibrar con el mercado», si su morfología (la misma estructura del proceso productivo, la organización de los equipos, las formas de la división técnica del trabajo) debe modificarse a cada modificación de la superficie móvil de la demanda, no puede encomendarse a una fuerza de trabajo «pasiva». Se hace imprescindible estimular su «autoactivación», comprometerla en la realización de las políticas empresariales. Se hace imprescindible politizar empresarialmente el trabajo directamente productivo. Ejercer «hegemonía» sobre el antiguo adversario «de clase». 5.No creo que el impacto de las «nuevas» características del postfordismo puedan limitarse al ámbito de la fábrica. Como ya ocurrió en el tránsito a la fase taylorista y fordista, también esta vez es más que probable que las tensiones generadas en el corazón de la esfera productiva tiendan a repercutir sobre todo el entramado social, desquiciando equilibrios consolidados, modificando instituciones, estructuras, comportamientos, formas de la mediación y del conflicto. El primer terreno en el que esto se producirá será -ya es perceptible en la actualidad- el del «mercado de trabajo». Aquí, la cuestión se pone en términos opuestos a aquellos del «mercado de las mercancías»: se pasa de una posición de «dependencia» de la fábrica con respecto a la estructura del mercado de trabajo a una posición de «dominio». Si en el modelo de la «producción de masa» el sistema productivo dependía, de hecho, de un mercado de trabajo tendencialmente en situación de «plena ocupación»; si la fábrica fordista debía enfrentarse a una oferta de fuerza de trabajo relativamente rígida, limitada en su dimensión cuantitativa y, sobretodo, «dada» en sus características profesionales, debiendo adaptar los propios códigos productivos a la «calidad» de la mano de obra disponible, ahora, en el nuevo modelo, el sistema productivo debe crear por sí mismo su propio mercado de trabajo ideal. Plasmar la estructura de la fuerza de trabajo, redefiniendo las relaciones internas y la estratificación óptima. Incapaz de determinar el mercado de mercancías, pretende, en compensación, «decidir» el mercado de trabajo, ayudado, en esto, por la actual situación en que, la voluntad de hacerlo se ejerce, en términos generales, «después» de la consumación de una derrota histórica de la clase obrera. Así sucedió en el microcosmos Toyota en su origen, donde el nuevo sistema productivo se implantó después de un durísimo conflicto laboral que destruyó al sindicato en su dimensión «universal» y lo redujo a mera estructura empresarial. Y lo mismo está sucediendo, ahora a nivel internacional. La nueva filosofía productiva es incompatible, en particular, con un mercado de trabajo unificado -plasmado en la idea de la universalidad de los derechos sociales-, como aquel que se dio en Europa en la segunda post-guerra. Por su naturaleza, esta filosofía presupone una estructura segmentada de la fuerza de trabajo y jerarquizada según niveles crecientes de fidelidad y ductilidad. Por lo menos, presupone una estructura polarizada en la que a un núcleo relativamente reducido de clase obrera empleado en las producciones centrales -cualificada por la pertenencia empresarial y con elevadísimos niveles de seguridad social garantizados por la empresa misma-, se contrapone un «ejército de fortuna» [las comillas son del traductor] de fuerza de trabajo «externa» a la comunidad de empresa, extremadamente móvil, en ciertos aspectos «nómada» y privada de garantías laborales: hombres privados de referencias identitarias, muchedumbre solitaria de freelances de baja cualificación, prestos a ser empleados, bajo la lógica de la subasta, no solamente en ocupaciones marginales (como ya ocurre en la actualidad), sino en segmentos significativos del ciclo productivo de la gran empresa. Codo con codo con los privilegiados, pero sin sus privilegios. De un modelo de mercado de trabajo, por así decirlo, «democrático», se tenderá a pasar a un modelo de mercado de trabajo «de casta», estructurado en «cuerpos separados», cada uno de ellos dotado de un estatus jurídico diferenciado. «Islas de trabajo» a crearse sobre las ruinas de la antigua universalidad. Matriz de un nuevo feudalismo industrial, del que pueden percibirse los primeros síntomas en el proyecto del gobierno Dini, y vendido como «medida para sostener la ocupación». 6.Pero el mercado de trabajo -segmento aún bastante próximo a la esfera de la producción- no es la única «institución social» implicada en la revolución productiva en curso. La misma «forma-Estado» está destinada a verse afectada por ello. El modelo estatal imperante en el siglo XX -social desde el punto de vista de las políticas públicas, keynesiano en el plano económico y nacional en el geopolítico-, se basaba en una fuerte sinergia con el modelo productivo fordista. El «compromiso socialdemocrático» que determinaba su naturaleza de Estado «asistencial», presuponía una imagen dualista de la estructura productiva. La «mediación social», que representaba su «constitución material», reenviaba inevitablemente a una idea polarizada del cuerpo social; a un fundamento clasista. Así como la opción keynesiana que focalizaba la función estatal en la gestión de la masa monetaria (en la producción de renta y en su regulación), presuponía, desde siempre, la idea de una demanda tendencialmente «infinita» desde el punto de vista sustancial -la lógica de la mercancía-, siendo su único límite la insuficiencia de medios monetarios a disposición de los consumidores. Dos características fuertemente representativas, como se ha visto, del modelo fordista y destinadas a ser puestas en entredicho con su, incluso parcial, superación. Y, en este sentido, también parece destinada a entrar en crisis la tercera característica distintiva del Estado del siglo XX: su carácter «nacional», obsoleto en muchos aspectos en razón de los más recientes procesos de reorganización capitalista. La «desterritorialización» de los centros significativos de decisión económica, como consecuencia de la mundialización de los mercados, parece hoy una tendencia consolidada. Así como parece consolidada la tendencia a la superación del modelo de «democracia de masas» que se ha revelado como el tipo ideal de gobierno en el último medio siglo. Los «lugares» y las instituciones en las que se definen las líneas maestras de una economía que no puede entenderse sino a escala planetaria son ya el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial, los organismos «técnicos» de la Comunidad Económica Europea, etc. Centros, a todos los efectos, sustraídos al mecanismo decisional «democrático», concebible, al nivel actual de la cultura política, en el limitado ámbito estructurado en torno al secular proceso de nation building (de formación de las identidades nacionales). El resultado es el tendencial vaciado «político» de la actual «forma-Estado»; el declive del weberiano monopolio legítimo de la fuerza y de la decisión por parte del Estado-nación ya sea por arriba: su transformación en órgano ejecutivo de decisiones asumidas en sedes «multinacionales», ya sea por abajo, hacia la «sociedad civil», que tiende a refragmentarse en sus identidades originarias. Un proceso, éste último, que allí donde la modernización se ha dado más débilmente, menos vinculada al mercado, va asumiendo la forma de insurgencia «étnica». Pero que allí donde, por el contrario, el contexto es industrialmente avanzado, con un mercado plenamente hegemónico respecto a cualquier otra forma de vínculo social, tiende a valorizar centros distintos de estructuración de la identidad colectiva, medios más adecuados (más «modernos») de organización extraestatal de una potencial nueva esfera pública, empezando por la misma empresa; por la estructura institucional de la unidad productiva capitalista. Los síntomas de esto son ya perceptibles, y creo que se acentuarán: la tradicional división del trabajo entre empresa y Estado está entrando en crisis. De manera cada vez más acentuada, la empresa «post-taylorista» va reivindicando y acaparando roles y funciones que anteriormente detentaba la institución pública: el de producción de «identidad», en primer lugar, fundamental en el modelo productivo japonés (si se quiere «movilizar totalmente» la propia fuerza de trabajo, se hace necesario proponer a la empresa como estructura de pertenencia decisiva en el aspecto de la identidad); pero también la asunción de una serie de «servicios sociales» esenciales en el plano de la reproducción de la fuerza de trabajo, empezando por la asistencia sanitaria y terminando en las pensiones, la formación profesional o la «garantía» de la renta. Es muy probable que la vía a la «fábrica integrada», a la «empresa total» inscrita en el modelo japonés, pase a través de esta «publicitación» de la empresa (o privatización de la seguridad social). Y que veremos, en los próximos años, una multiplicación de mutuas empresariales, de fondos empresariales de pensiones, de asilos empresariales, de formas de asistencia social exclusivas y selectivas, reservadas a la «casta» de trabajadores fieles a cada empresa, y usadas como instrumentos esenciales para conseguir la conquista de la hegemonía de cualquier «capital», por pequeño que éste sea, sobre la propia fuerza de trabajo. Cuestión que constituye, precisamente, la esencia «política» del post-fordismo. Desde este punto de vista, las políticas desarrolladas en Italia del 1992 en adelante -de la durísima «maniobra Amato» del verano-otoño de aquel año a la más reciente reforma de las pensiones aprobada por el gobierno Dini- y que han conllevado un importante redimensionamiento del carácter de «socialidad» del Estado, la privatización no sólo de algunos «pedazos» de capital público sino incluso de los mismos criterios de algunas prestaciones que distinguían precisamente al «Estado asistencial», pierden el aspecto de «provisionalidad» y de ocasionalidad propios del «estado de emergencia», para asumir características de «fase». No se trata de medidas preventivas «coyunturales», sino estructurales. No sólo «parches» para remendar brechas abiertas en el pasado, sino arquitrabes del modelo por venir: un rasgo significativo de la «vía italiana al postfordismo». 7.Si de algún modo todo esto es plausible, es preciso concluir ahora que buena parte de las «formas» políticas asumidas por la izquierda en este siglo aparecen, si no disueltas, sumamente cuestionadas. Pietro Ingrao, en una significativa intervención en esta dura confrontación entre la izquierda y las insurgencias sociales de los nuevos tiempos, ha afirmado que «han sido alcanzados los lugares históricos donde se originaba la agregación colectiva». Donde se producía identidad y praxis colectiva del movimiento obrero. Y así es. El movimiento obrero asumió como lugares de la propia socialización tres ámbitos privilegiados: la Fábrica, el Partido de masas y el Sindicato. En estos momentos, los tres se encuentran fuertemente puestos en entredicho por la actual transición. Lo está la fábrica fordista -como se ha visto-, durante mucho tiempo mecanismo extraordinario de reproducción a gran escala de cultura antagonista, en la que la estéril serialidad de la producción vino recodificada, en la fatiga y en la opresión, de identidad múltiple hasta la formación de aquel sujeto colectivo que dominó la escena del conflicto social en la segunda postguerra y que, ahora, se ha convertido en terreno en el que éste se ha visto forzado a tener que luchar, ante la hegemonía del capital, por briznas de autonomía individual, enclaves de independencia asistencial. Pero lo están también los dos instrumentos organizativos tradicionales de la acción y de la consciencia obrera: el Partido y el Sindicato, que se constituyeron a partir del modelo del Estado nación. Y ahora, en el nuevo contexto productivo, cuando este modelo de escala se muestra inadecuado por demasiado «pequeño» y, a la vez, por demasiado «grande» -insuficiente en sus dimensiones para producir políticas económicas, excesivo para ejercer hegemonía-, tanto el Partido como el Sindicato siguen la misma suerte que la Fábrica, neutralizados, en su eficacia, por un capital que tiende a «descentralizar» -a reconducir hacia la propia empresa-, como mínimo, dos de las prerrogativas fundamentales que el Estado mantenía hasta hace poco: la sociabilidad y la territorialidad. Por un capital que tiende a convertirse, de alguna manera, en Estado, «produciendo», directamente, asistencia e identidad. 8.No creo que exista un viático absoluto capaz de sostener el tránsito del desierto de las referencias identitarias. Ni un «proyecto orgánico» susceptible de dotar de capacidad ofensiva la necesidad de resistencia. Por mucho tiempo aún, temo que nos debatamos todavía entre la defensa de un pasado que se va hundiendo y la búsqueda de una vía que rehuye mostrarse. Aún con eso, estoy convencido, dentro de límites razonables, de un par de cosas. La primera es que, en una situación como esta, uno no puede quedarse quieto. Mientras el mundo cambia bajo nuestros pies, organizar la resistencia no puede querer decir quedarse inmóvil en la trinchera. Significa, por el contrario, intentar salidas. Individualizar puntos móviles desde los que reivindicarse. «Inventar» nuevas formas de conflicto y de organización, lugares provisionales de la agregación, más adecuados a la nueva articulación fábrica-sociedad-Estado. La segunda, estrechamente vinculada a la primera, es que la respuesta a este nuevo tipo de enfrentamiento, la innovación organizativa a experimentar, no podrá asumir, en exclusiva, un solo ámbito. No podrá emplazarse solamente en el terreno de la fábrica (como sucedió en el ciclo de lucha de los últimos sesenta y los primeros setenta), ni sólo en el terreno social, sino que deberá intentarlo en un terreno intermedio: en el umbral entre producción y reproducción. Territorio fronterizo que constituye, justamente, el lugar de confluencia de las líneas maestras de la actual revolución productiva. Y que es, por su naturaleza, un ámbito «desnacionalizado», de radio infinitamente menor que aquel de la «política nacional», y hecho a medida de los entramados de microcomunidad en los cuales, precisamente, intenta darse la hegemonía productiva, social y existencial del capital. En definitiva, si el problema pasa hoy por resistir al poder hegemónico de un capitalismo convertido en totalizante, capaz de usar la gestión de lo «social» mismo como recurso productivo; si de lo que se trata es de combatir (y competir) en el poco practicable terreno de la constitución de identidad y en aquel técnicamente resbaladizo de la gestión de la cotidianeidad, entonces los viejos instrumentos organizativos -aquellos que han dado la identidad al movimiento obrero del siglo XX-, son hoy insuficientes. Tanto el partido de masa como el sindicato (el primero en tanto que detentor del monopolio de la consciencia y el segundo de la negociación), asumían, como condición, el conflicto (inscrito en la misma estructura dualista de la producción), y la mediación como fin, en un sistema de intereses de suma cero. Trabajando, el primero, para traducir la movilización en niveles crecientes de socialidad en el Estado y, el segundo, en formas limitadas de asocialidad en la fábrica (de independencia pactada con respecto de la socialización totalizante del capital). Permaneciendo ignorada y, en una fase en la que socialidad era sinónimo de estatalidad y la representatividad iba garantizada per se por el papel negociador, extraña, la constitución del sujeto colectivo en su autonomía cotidiana. Y hoy la tarea prioritaria parece pasar precisamente por ahí: por el intento de valorizar cualquier elemento de «autonomía»; por contrarrestar el proyecto hegemónico y, a la vez, «alienante» del nuevo modelo industrial, «inventando» circuitos de agregación no mediados por la «forma-mercancía» y, al mismo tiempo, localizados allí donde el «trabajo» hegemónico opera: en el territorio de una cotidianeidad que cuestiona, precisamente, los confines entre producción y reproducción, entre fábrica y sociedad. Formas de cooperación autogestionadas según criterios solidarios, capaces de emplearse y educar en y para el autogobierno de la propia vida cotidiana, fuera de las tradicionales burocracias delegadas; propuestas de revalorización de los oficios y de la creatividad funcionando en circuitos no «mercantiles», comprometidas con un criterio de gratuidad del «hacer» contrapuesto al intento empresarial de valorizar económicamente cualquier forma de creatividad, a la mercantilización de cualquier capacidad expresiva; acciones positivas, orientadas desde el principio del «hacer por sí mismo» hacia la gestión de aquellas áreas de socialidad en trance de ser abandonadas por el Estado y reserva tendencial de caza para el capital. Son sólo algunos ejemplos de un repertorio por ahora ampliamente insuficiente. Pero sobre los que vale la pena empezar a trabajar ya, y más en una fase en la que se da, estructuralmente, la posibilidad de una nueva y drástica reducción del tiempo de trabajo, y, por eso mismo, la posibilidad de un duro enfrentamiento cultural por la hegemonía sobre el tiempo social externo a la esfera del trabajo organizado.

. Marco Revelli, Le due destre, Bollati Boringhieri, Torino, 1996.