2011 - G. Crueldad

G. Crueldad

Más allá del bien y del mal

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Existe una larga escalera de la crueldad religiosa que consta de numerosos peldaños; pero tres de éstos son los más im¬portantes. En otro tiempo la gente sacrificaba a su dios seres humanos, acaso precisamente aquellos a quienes más ama¬ba, – a esta categoría pertenecen los sacrificios de los primo¬génitos, característicos de todas las religiones prehistóricas, y también el sacrificio del emperador Tiberio en la gruta de Mitra, de la isla de Capri, el más horrible de todos los ana-cronismos romanos. Después, en la época moral de la hu¬manidad, la gente sacrificaba a su dios los instintos más fuertes que poseía, la «naturaleza» propia; esta alegría festi¬va brilla en la cruel mirada del asceta, del hombre entusiás¬ticamente «antinatural». Finalmente, ¿qué quedaba todavía por sacrificar? ¿No tenía la gente que acabar sacrificando al¬guna vez todo lo consolador, lo santo, lo saludable, toda es¬peranza, toda fe en una armonía oculta, en bienaventuran¬zas y justicias futuras?, ¿no tenía que sacrificar a Dios mismo y, por crueldad contra sí, adorar la piedra, la estupidez, la fuerza de la gravedad, el destino, la nada? Sacrificar a Dios por la nada – este misterio paradójico de la crueldad supre¬ma ha quedado reservado a la generación que precisamente ahora surge en el horizonte: todos nosotros conocemos ya algo de esto. –

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En esas épocas tardías que tienen derecho a estar orgullosas de su humanitarismo subsisten, sin embargo, tanto miedo, tanta superstición del miedo al «animal salvaje y cruel», cuyo sometimiento constituye cabalmente el orgullo de esas épo¬cas más humanas, que incluso las verdades palpables per¬manecen inexpresadas durante siglos, como si hubiera un acuerdo sobre ello, debido a que aparentan ayudar a que aquel animal salvaje, muerto por fin, vuelva ala vida. Quizá yo corra algún riesgo por dejarme escapar esa verdad: que otros la capturen de nuevo y le den a beber la necesaria can¬tidad de «leche del modo piadoso de pensar» para que quede quieta y olvidada en su antiguo rincón. – Tenemos que cambiar de ideas acerca de la crueldad y abrir los ojos; tene¬mos que aprender por fin a ser impacientes, para que no continúen paseándose por ahí, con aire de virtud y de im¬pertinencia, errores inmodestos y gordos, tales como los que, por ejemplo, han sido alimentados con respecto a la tragedia por filósofos viejos y nuevos. Casi todo lo que no¬ sotros denominamos «cultura superior» se basa en la espiri¬tualización y profundización de la crueldad – ésa es mi tesis; aquel «animal salvaje» no ha sido muerto en absoluto, vive, prospera, únicamente – se ha divinizado. Lo que constituye la dolorosa voluptuosidad de la tragedia es crueldad; lo que produce un efecto agradable en la llamada compasión trági¬ca y, en el fondo, incluso en todo lo sublime, hasta llegar a los más altos y delicados estremecimientos de la metafísica, eso recibe su dulzura únicamente del ingrediente de crueldad que lleva mezclado. Lo que disfrutaba el romano en el circo, el cristiano en los éxtasis de la cruz, el español ante las ho¬gueras o en las corridas de toros, el japonés de hoy que se aglomera para ver la tragedia, el trabajador del suburbio de París que tiene nostalgia de revoluciones sangrientas,, la wagneriana que «aguanta», con la voluntad en vilo, Tristán e Isolda, – lo que todos ésos disfrutan y aspiran a beber con un ardor misterioso son los brebajes aromáticos de la gran Cir¬ce llamada «Crueldad». En esto, desde luego, tenemos que ahuyentar de aquí a la psicología cretina de otro tiempo, que lo único que sabía enseñar acerca de la crueldad era que ésta surge ante el espectáculo del sufrimiento ajeno: también en el sufrimiento propio, en el hacerse-sufrir-a-sí-mismo se da un goce amplio, amplísimo, – y en todos los lugares en que el hombre se deja persuadir a la autonegación en el sentido re¬ligioso, o a la automutilación, como ocurre entre los fenicios y ascetas 124, o, en general, a la desensualización, desencar¬nación, contrición, al espasmo puritano de penitencia, a la vivisección de la conciencia y al pascaliano sacrifcio dell’in¬telletto [sacrificio del entendimiento], allí es secretamen¬te atraído y empujado hacia adelante por su crueldad, por aquellos peligrosos estremecimientos de la crueldad vuelta contra nosotros mismos. Finalmente, considérese que inclu¬so el hombre de conocimiento, al coaccionar a su espíritu a conocer, en contra de la inclinación del espíritu y también, con bastante frecuencia, en contra de los deseos del corazón, – es decir, al coaccionarle a decir no allí donde él querría de¬cir sí, amar, adorar -, actúa como artista y glorificador de la crueldad; el tomar las cosas de un modo profundo y radical constituye ya una violación, un querer-hacer-daño a la vo¬luntad fundamental del espíritu, la cual quiere ir incesante¬mente hacia la apariencia y hacia las superficies, – en todo querer-conocer hay ya una gota de crueldad.

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Quizá no se entienda sin más lo que acabo de decir acerca de una «voluntad fundamental del espíritu»: permítaseme una aclaración. – Ese algo imperioso a lo que el pueblo llama «el espíritu» quiere ser señor y sentirse señor dentro de sí mis¬mo y a su alrededor: tiene voluntad de ir de la pluralidad a la simplicidad, una voluntad opresora, domeñadora, ávida de dominio y realmente dominadora. Sus necesidades y capa¬cidades son en esto las mismas que los fisiólogos atribuyen a todo lo que vive, crece y se multiplica. La fuerza del espíri¬tu para apropiarse de cosas ajenas se revela en una tendencia enérgica a asemejar lo nuevo a lo antiguo, a simplificar lo complejo, a pasar por alto o eliminar lo totalmente contra¬dictorio: de igual manera, el espíritu subraya, destaca de modo arbitrario y más fuerte, rectifica, falseándolos, deter¬minados rasgos y líneas de lo extraño, de todo fragmento de «mundo externo». Su propósito se orienta a incorporar a sí nuevas «experiencias», a ordenar cosas nuevas bajo órdenes antiguos, – es decir, al crecimiento, o dicho de modo aún más preciso, al sentimiento de la fuerza multiplicada. Al ser¬vicio de esa misma voluntad hállase también un instinto aparentemente contrario del espíritu, una súbita resolución de ignorar, de aislarse voluntariamente, un cerrar sus venta¬ nas, un decir interiormente no a esta o a aquella cosa, un no dejar que nada se nos acerque, una especie de estado de de¬fensa contra muchas cosas de las que cabe tener un saber, un contentarse con la oscuridad, con el horizonte que nos aísla, un decir sí a la ignorancia y un darla por buena: todo lo cual es necesario, de acuerdo con el grado de nuestra propia fuer¬za de asimilación, de nuestra «fuerza digestiva», para hablar en imágenes – y en realidad a lo que más se asemeja «el espíri¬tu» es a un estómago’`. Asimismo forma parte de lo dicho la ocasional voluntad del espíritu de dejarse engañar, acaso porque barrunte pícaramente que las cosas no son de este y el otro modo, que únicamente nosotros las consideramos de ese y el otro modo, un placer en toda inseguridad y equivoci¬dad, un exultante autodisfrute de la estrechez y clandestini¬dad voluntarias de un rincón, de lo demasiado cerca, de la fa¬chada, de lo agrandado, empequeñecido, desplazado, embellecido, un autodisfrute de la arbitrariedad de todas esas exteriorizaciones de poder. Forman, en fin, parte de lo dicho aquella prontitud del espíritu, que no deja de dar que pensar, para engañar a otros espíritus y disfrazarse ante ellos, aquella presión y empuje permanentes de un espíritu creador, configurador, transmutador: el espíritu goza aquí de su pluralidad de máscaras y de su astucia, goza también del sentimiento de su seguridad en ello, – ¡son cabalmente sus artes proteicas, en efecto, las que mejor lo defienden y es¬conden! – En contra de esa voluntad de apariencia, de sim¬plificación, de máscara, de manto, en suma, de superficie – pues toda superficie es un manto – actúa aquella sublime tendencia del hombre de conocimiento a tomar y querer to¬mar las cosas de un modo profundo, complejo, radical: es¬pecie de crueldad de la conciencia y el gusto intelectuales que todo pensador valiente reconocerá en sí mismo, supo¬niendo que, como es debido, haya endurecido y afilado du¬rante suficiente tiempo sus ojos para verse a sí mismo y esté habituado a la disciplina rigurosa, también a las palabras ri¬gurosas. Ese pensador dirá: «hay algo cruel en la inclinación de mi espíritu»: – ¡que los virtuosos y amables intenten di¬suadirlo de ella! De hecho, más agradable de oír sería el que de nosotros – de nosotros los espíritus libres, muy libres – se dijese, se murmurase, se alabase que poseemos, por ejem¬plo, en lugar de crueldad, una «desenfrenada honestidad»: – ¿y acaso será eso lo que diga en realidad nuestra – fama pós¬tuma? Entretanto – pues hay tiempo hasta entonces – a lo que menos nos inclinaríamos nosotros sin duda es a ador¬narnos con tales brillos y guirnaldas morales de palabras: todo nuestro trabajo realizado hasta ahora nos quita las ga¬nas cabalmente de ese gusto y de su alegre exuberancia. Pa¬labras hermosas, resplandecientes, tintineantes, solemnes son: honestidad, amor a la verdad, amor a la sabiduría, in¬molación por el conocimiento, heroísmo del hombre veraz, – hay en ellas algo que hace hincharse a nuestro orgullo. Pero nosotros los eremitas y marmotas, nosotros hace ya mucho tiempo que nos hemos persuadido, en el secreto de una con¬ciencia de eremita, de que también ese digno adorno de pa¬labras forma parte de los viejos y mentidos adornos, cachi¬vaches y purpurinas de la inconsciente vanidad humana, y de que también bajo ese color y esa capa de pintura halaga¬dores tenemos que reconocer de nuevo el terrible texto bási¬co homo natura [el hombre naturaleza]. Retraducir, en efec¬to, el hombre a la naturaleza; adueñarse de las numerosas, vanidosas e ilusas interpretaciones y significaciones secun¬darias que han sido garabateadas y pintadas hasta ahora so-bre aquel eterno texto básico homo natura; hacer que en lo sucesivo el hombre se enfrente al hombre de igual manera que hoy, endurecido en la disciplina de la ciencia, se enfrenta ya a la otra naturaleza con impertérritos ojos de Edipo y con tapados oídos de Ulises, sordo a las atrayentes melodías de todos los viejos cazapájaros metafísicos que durante dema¬siado tiempo le han estado soplando con su flauta: «¡Tú eres más! ¡Tú eres superior! ¡Tú eres de otra procedencia!» – qui¬zá sea ésta una tarea rara y loca, pero es una tarea – ¡quién lo negaría! ¿Por qué hemos elegido nosotros esa tarea loca? O hecha la pregunta de otro modo: «¿Por qué, en absoluto, el conocimiento?» – Todo el mundo nos preguntará por esto. Y nosotros, apremiados de ese modo, nosotros, que ya cien ve¬ces nos hemos preguntado a nosotros mismos precisamente eso, no hemos encontrado ni encontramos respuesta mejor que…

Aurora

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La moral del sufrimiento voluntario. ¿Cuál es el mayor placer que pueden experimentar unos hombres que viven en estado constante de guerra, en esas pequeñas comunidades rodeadas siempre de peligros, donde impera la moral más estricta? O mejor: ¿cuál es el mayor placer que pueden experimentar las almas vigorosas, sedientas de venganza, rencorosas, desleales, preparadas para los acontecimientos más espantosos, endurecidas por las privaciones y por la moral? El placer de la crueldad. Esta es la razón de que, en el caso de tales almas y en semejantes situaciones, se considere que inventar formas de venganza y tener sed de venganza constituye una virtud. La comunidad se robustece contemplando actos de crueldad y puede superar por un instante el peso del miedo y la inquietud que le produce el tener que estar constantemente al acecho. La crueldad es, pues, uno de los placeres más antiguos de la humanidad. De ahí que se haya creído que también los dioses se animan y se alegran cuando se les ofrece el espectáculo de la crueldad. De este modo surgió en el mundo la idea del sentido y del valor superior que implica el sufrimiento voluntario y el martirio libremente aceptado. Poco a poco, las costumbres de la comunidad fueron estableciendo prácticas acordes con estas ideas. Desde entonces los hombres desconfían de todo exceso de felicidad y recuperan la confianza cuando se ven afligidos por algún dolor intenso. Se piensa que los dioses nos serían hostiles cuando nos vieran felices y propicios cuando nos vieran sufrir. ¡Nos serían hostiles, pero no se compadecerían de nosotros! Pues se considera que la compasión es algo despreciable e indigno de un alma fuerte y terrible. Si se muestran propicios hacia nosotros cuando somos desgraciados es porque les divierten las miserias humanas y les ponen de buen humor, dado que la crueldad suministra la voluptuosidad más elevada del sentimiento de poder. Así es como se ha introducido en el concepto de «hombre moral» existente en el seno de la comunidad la virtud del sufrimiento frecuente, de la privación, de la vida penitente, de la mortificación cruel; y no como una expresión de disciplina, de autodominio y de aspiración a la felicidad personal, sino como una virtud que dispone a los malos dioses a favor de la comunidad, al estar ésta elevando constantemente hasta ellos el humo del sacrificio expiatorio. Todos los conductores espirituales de pueblos que consiguieron hacer que fluyese el fango estancado y terrible de las costumbres necesitaron, para hacerse creer, no sólo de la locura, sino también del martirio voluntario, y, principalmente, de la fe en sí mismos. Cuanto más rectamente se introducía su espíritu por nuevos caminos, atormentado por los remordimientos y por el temor, más cruelmente luchaba ese espíritu con su propia carne, con sus propios deseos y con su propia salud, con la finalidad de ofrecer a la divinidad en compensación una alegría si se irritaba viendo que las costumbres eran incumplidas u olvidadas y que tales hombres se proponían nuevos fines. Con todo, no debemos suponer en un exceso de optimismo que en nuestros días nos hemos liberado plenamente de esta lógica del sentimiento. ¡Pregúntense respecto a esto las almas más heroicas en su fuero interno! El menor paso hacia adelante en el terreno de la libertad de pensamiento y de la vida individual se ha dado en toda época a costa de tormentos intelectuales y físicos. Y no sólo los pasos adelante, sino cualquier paso, cualquier movimiento, cualquier cambio, han tenido necesidad de innumerables mártires a través de esos miles de años en que los hombres buscaban caminos y echaban los cimientos de la sociedad, pero que no se tienen en cuenta cuando se habla desde la perspectiva de ese período de tiempo ridículamente breve al que se ha dado el nombre de «historia universal». Incluso dentro de esta historia universal, que no pasa de ser el ruido que se ha levantado en torno a determinados acontecimientos, no hay una cuestión más esencial e importante que la antigua tragedia de los mártires que quieren remover el pantano. Nada ha costado más que ese breve destello de razón humana y de espíritu de libertad del que tan orgullosos estamos hoy. Sin embargo, este orgullo es, precisamente, lo que nos imposibilita hoy en día caer en la cuenta del enorme lapso de tiempo en que imperó la moral de las costumbres y que antecedió a la historia universal, época real y decisiva, con una importancia fundamental en la historia, ya que marcó el carácter de la humanidad; época en que se consideraba que el dolor era una virtud, la crueldad Una virtud, el disimulo una virtud, la venganza una virtud, la negación de la razón una virtud; y, por el contrario, el bienestar, un peligro, al igual que la sed de saber, la paz y la compasión. Se juzgaba que eran una vergüenza el trabajo y el mover a la piedad; que la locura era algo divino, y los cambios algo inmoral y sumamente arriesgado. ¿Creéis que todo esto ha cambiado y que ha variado el carácter de la humanidad? ¡Ay, vosotros que conocéis el corazón humano, aprended a conoceros mejor!