Spinoza, Baruch - Principios de Filosofía de Descartes - Materia

PROPOSICION 5. Los átomos no existen. Prueba. Los átomos son partes de materia invisibles por su naturaleza (por la def. 3). Ahora bien, la naturaleza de la materia consiste en la extensión (por la prop. 2) ésta, por pequeña que sea, es divisible por su naturaleza (por el ax. 9 y la def. 7). Por consiguiente, una parte de materia, por pequeña que sea, es divisible por su naturaleza, es decir, que no existen átomos o partes de lo materia indivisibles por su naturaleza. Escolio. La cuestión de los átomos siempre ha sido grave y complicada. Algunos afirman que existen los átomos, porque un infinito no puede ser mayor que otro. Ahora bien, si dos cantidades, por ejemplo, A y otra que es doble que ella, son divisibles al infinito, podrán ser divididas efectivamente por el poder de Dios, que capta de una mirada sus infinitas partes, en un número infinito de partes. De ahí que, como, según se ha dicho, un infinito no es mayor que otro, la cantidad A será igual que su doble, lo cual es absurdo. Preguntan, además, si la mitad de un número infinito es también infinita, si es par o impar, y cosas por el estilo. Descartes responde a todo esto, diciendo que no debemos rechazar lo que está al alcance de nuestro entendimiento y que, por tanto, percibimos clara y distintamente, a causa de otras cosas que superan nuestro entendimiento o capacidad y que, por tanto, no son percibidas por nosotros más que de una forma muy inadecuada. Efectivamente, el infinito y sus propiedades superan el entendimiento humano, que es finito por naturaleza. De ahí que sería necio rechazar como falso aquello que concebimos clara y distintamente sobre el espacio o dudar de ello, porque no comprendemos el infinito. Por esta razón, Descartes tiene por indefinidas aquellas cosas, en las que no advertimos ningún límite, como son la extensión del mundo, la divisibilidad de las partes de la materia, etc. Léase Principios, parte I, art. 26. PROPOSICION 6. La materia es indefinidamente extensa y la materia del cielo y la tierra es una y la misma. Prueba de la 1 parte. Nosotros no podemos imaginar ningún límite de la extensión, es decir (por la prop. 2), de la materia, a menos que concibamos, más allá de ellos, otros espacios que les siguen inmediatamente (por el ax. 10), es decir (por la def. 6), otra extensión o materia, y esto indefinidamente. Luego… Prueba de la 2.° parte. La esencia de la materia consiste en la extensión (por la prop. 2), la cual es indefinida (por la 1.° parte), es decir (por la def. 4), que no puede ser percibida por el entendimiento humano dentro de ningún límite Por consiguiente (por el ax. 11), la esencia de la materia no es múltiple, sino una y la misma por doquier. Escolio. Hemos tratado hasta ahora de la naturaleza o esencia de la extensión. Por otra parte, en la última proposición de la primera parte, hemos demostrado que fue creada por Dios tal como la concebimos; y de la proposición 12 de la misma parte se sigue que ahora es conservada por el mismo poder con que fuera creada. Además, en la misma proposición última de la primera parte, hemos demostrado que nosotros, en cuanto cosas pensantes, estamos unidos a una parte de esta materia, en virtud de la cual percibimos que existen actualmente todas aquellas variaciones, de que sabemos, por la simple contemplación de la materia, que ella es capaz, tales como la divisibilidad y el movimiento local o la traslación de una parte de un lugar a otro. Ese movimiento lo percibimos clara y distintamente, con tal que entendamos que otras partes de materia ocupan el lugar de las que emigran. Esa división y ese movimiento son concebidos por nosotros de infinitos modos; de ahí que también podemos concebir infinitas variaciones de la materia. Y digo que las concebimos clara y distintamente, mientras las concibamos como modos de la extensión y no como cosas realmente distintas de la extensión, como se explica largamente en Principios, parte I. Y, aunque los filósofos han imaginado otros muchos movimientos, como nosotros no admitimos nada más que lo que concebimos clara y lo distintamente, y como entendemos clara y distintamente que la extensión no es susceptible de ningún movimiento, aparte del local, y ni siquiera hay algún otro que nuestra imaginación alcance, no debemos admitir ningún movimiento, aparte del local. Zenón, sin embargo, negó, según dicen, el movimiento local y ello por varias razones, que Diógenes el Cínico refutó a su estilo, a saber, paseándose por la escuela en que Zenón enseñaba esta doctrina y molestando con su paseo a sus oyentes. En efecto, cuando sintió que un oyente le retenía para impedir su paseo, le increpó diciendo: «¿Cómo te has atrevido a refutar así las razones de tu maestro?» No obstante, por si alguien, engañado por los argumentos de Zenón, piensa que los sentidos nos muestran algo, a saber, el movimiento, que repugna totalmente al entendimiento, de suerte que el alma se engañaría incluso acerca de lo que percibe clara y distintamente con el entendimiento, aduciré aquí sus argumentos principales y mostraré, a la vez, que sólo se apoyan en falsos prejuicios, es decir, en que Zenón no tenía un concepto exacto de la materia. Cuentan, en primer lugar, que él dijo que, si se diera el movimiento local, el movimiento de un cuerpo, que se moviera circularmente a gran velocidad, no se distinguiría del reposo. Y como esto es absurdo, también lo primero. El consecuente lo prueba así. Un cuerpo está en reposo, cuando todos sus puntos permanecen fijos en el mismo lugar. Es así que todos los puntos de un cuerpo que gira a gran velocidad, permanecen fijos en el mismo lugar. Luego… Esto mismo dicen que lo explicó con el ejemplo de una rueda, por ejemplo, A B C. Si la rueda gira en torno a su centro a una cierta velocidad, elpunto A describirá un círculo, pasando por B y C antes que si la rueda se moviera más despacio. Supongamos, por ejemplo, que, cuando comienza a girar lentamente, vuelve al punto de partida en una hora. Si suponemos que gira a doble velocidad, estará en el punto de partida en media hora; si gira a cuádruple velocidad, estará en un cuarto de hora; y si concebimos que esa velocidad lo aumenta al infinito y que el tiempo disminuye hasta el instante, entonces el punto A, a esa velocidad máxima, estará en todos los instantes, es decir, fijamente, en el lugar del que partió. Por consiguiente, A permanece siempre en el mismo lugar. Y lo que entendemos del punto A, hay que entenderlo también de todos los puntos de dicha rueda; de ahí que todos sus puntos, a aquella velocidad máxima, permanecen fijos en el mismo lugar. Para responder a este argumento, hay que advertir que se dirige contra la velocidad máxima, más bien que contra el movimiento mismo. Sin embargo, no examinaremos si Zenón argumenta correctamente, sino que descubriremos más bien sus prejuicios, en los que se basa su argumentación, en cuanto que pretende impugnar el movimiento. En primer lugar, supone que se puede concebir que los cuerpos se mueven a tal velocidad que no pueden alcanzar una mayor. En segundo lugar, supone que el tiempo se compone de instantes, como otros concibieron que la cantidad consta de puntos indivisibles. Ahora bien, ambos supuestos son falsos, ya que nunca podemos concebir un movimiento tan rápido que no podamos concebirlo, a la vez, más rápido. Ya que repugna a nuestro entendimiento que, por pequeña que sea la línea que describe un movimiento, lo concibamos tan rápido que no podamos, al mismo tiempo, concebirlo más. Y lo mismo hay que decir de la lentitud, puesto e repugna que concibamos un movimiento tan lento que podamos concebirlo más lento. Y decimos también lo mismo del tiempo, que es la medida del movimiento, a saber que repugna claramente a nuestro entendimiento concebir un tiempo tal que no pueda existir otro más corto. Para probar todo esto, sigamos los pasos de Zenón. Supongamos, pues, como él, que la rueda A B C gira torno a su centro con tal rapidez, que el punto A está, en todos los instantes, en el lugar A, de donde parte. Yo digo que concibo que esta velocidad sea indefinidamente más rápida y que, por lo mismo, los instantes disminuyan al infinito. Supongamos que, mientras la rueda A B C gira en torno al centro, hace girar también, mediante la cuerda H, otra rueda D E F (que suponemos dos veces menor) en torno a su centro. Como suponemos que la rueda D E F es dos veces menor que la rueda A B C, está claro que la primera se mueve a doble velocidad que la segunda y que, por lo mismo, el punto D vuelve a estar, a cada medio instante, en el mismo lugar del que partió. Por otra parte, si atribuimos a la rueda A B C el movimiento de la rueda D E F, entonces ésta se moverá a cuádruple velocidad que antes. Y, si ahora atribuimos esta última velocidad de la rueda D E F a la rueda A B C, entonces la rueda D E F se moverá a una velocidad ocho veces mayor que A B C (al comienzo), y así al infinito. Por lo demás, esto resulta clarísimamente del simple concepto de materia. En efecto, la esencia de la materia consiste en la extensión o espacio siempre divisible, como hemos probado ya; y no hay movimiento sin espacio. También hemos demostrado que una parte de materia no puede ocupar simultáneamente dos espacios, ya que eso equivaldría a decir que una parte de materia es igual a su doble, como es evidente por lo demostrado más arriba. Luego, si una parte de materia se mueve, se mueve a través de algún espacio; y este espacio, por pequeño que se lo imagine y, por eso mismo, también el tiempo con el que se mide aquel movimiento, será divisible, y lo será igualmente el tiempo o duración de ese movimiento, y así al infinito. Pasemos ahora al otro sofisma que, según se dice, él formuló de la forma siguiente. Si un cuerpo se mueve, o se mueve en el lugar en que está o en el que no está. Ahora bien, no se mueve en el que está, porque, si está en algún lugar, está necesariamente en reposo; ni tampoco en el que no está. Por tanto, el cuerpo no se mueve 201. Este argumento es, no obstante, completamente similar al primero, ya que supone que existe un tiempo, menor que el cual no hay ninguno. En efecto, si le contestamos que el cuerpo no se mueve en un lugar, sino del lugar, en que está, al lugar, en que no está, nos preguntará si no estuvo en los lugares intermedios. Si le respondemos distinguiendo: si por estuvo se entiende estuvo parado, negamos que estuviese en algún lugar, mientras se movía; pero, si por estuvo se entiende existió, decimos que, lo mientras se movía, necesariamente existía; él preguntará de nuevo en dónde existía, mientras se movía. Y, si le contestamos: si por en dónde existía quiere preguntar qué lugar conservó, mientras se movía, decimos que no conservó ninguno; pero, si pregunta de qué lugar cambió, decimos que se cambió de todos los lugares que él fiera señalar en ese espacio, a través del cual se movió; seguirá preguntando si, en el mismo instante de tiempo, pudo ocupar y cambiar de lugar. Y a esto le responderemos, finalmente, con la misma distinción: si por inste de tiempo entiende un tiempo tal que no pueda existir otro menor, pregunta, como ya está bastante claro, una cosa ininteligible y, por tanto, indigna de respuesta; pero, si toma el tiempo en el sentido que antes explicado, es decir, en su verdadero sentido, no puede asignar nunca un tiempo tan pequeño que, aunque lo supusiera infinitamente más corto, un cuerpo no pueda, en ese tiempo, ocupar un lugar y cambiar de él, como es evidente a quien preste atención. Por consiguiente, está claro lo que antes decíamos: que Zenón un tiempo tan corto, que no pueda existir otro que él, y que, por eso mismo, nada prueba. Aparte de estos dos argumentos, todavía se atribuye otro a Zenón, que se puede leer, junto con su refutación, en Descartes: penúltima carta del primer volumen de las Cartas.

Prueba. Los átomos son partes de materia invisibles por su naturaleza (por la def. 3). Ahora bien, la natura­leza de la materia consiste en la extensión (por la prop. 2) ésta, por pequeña que sea, es divisible por su natura­leza (por el ax. 9 y la def. 7). Por consiguiente, una parte de materia, por pequeña que sea, es divisible por su na­turaleza, es decir, que no existen átomos o partes de lo materia indivisibles por su naturaleza.

Escolio. La cuestión de los átomos siempre ha sido grave y complicada. Algunos afirman que existen los áto­mos, porque un infinito no puede ser mayor que otro. Ahora bien, si dos cantidades, por ejemplo, A y otra que es doble que ella, son divisibles al infinito, podrán ser divididas efectivamente por el poder de Dios, que capta de una mirada sus infinitas partes, en un número infi­nito de partes. De ahí que, como, según se ha dicho, un infinito no es mayor que otro, la cantidad A será igual que su doble, lo cual es absurdo. Preguntan, además, si la mitad de un número infinito es también infinita, si es par o impar, y cosas por el estilo. Descartes responde a todo esto, diciendo que no debemos rechazar lo que está al alcance de nuestro entendimiento y que, por tanto, per­cibimos clara y distintamente, a causa de otras cosas que superan nuestro entendimiento o capacidad y que, por tanto, no son percibidas por nosotros más que de una for­ma muy inadecuada. Efectivamente, el infinito y sus pro­piedades superan el entendimiento humano, que es finito por naturaleza. De ahí que sería necio rechazar como falso aquello que concebimos clara y distintamente sobre el es­pacio o dudar de ello, porque no comprendemos el infi­nito. Por esta razón, Descartes tiene por indefinidas aquellas cosas, en las que no advertimos ningún límite, como son la extensión del mundo, la divisibilidad de las partes de la materia, etc. Léase Principios, parte I, art. 26.

PROPOSICION 6. La materia es indefinidamente ex­tensa y la materia del cielo y la tierra es una y la misma.

Prueba de la 1 parte. Nosotros no podemos imaginar ningún límite de la extensión, es decir (por la prop. 2), de la materia, a menos que concibamos, más allá de ellos, otros espacios que les siguen inmediatamente (por el ax. 10), es decir (por la def. 6), otra extensión o mate­ria, y esto indefinidamente. Luego…

Prueba de la 2.° parte. La esencia de la materia con­siste en la extensión (por la prop. 2), la cual es indefinida (por la 1.° parte), es decir (por la def. 4), que no puede ser percibida por el entendimiento humano dentro de ningún límite Por consiguiente (por el ax. 11), la esencia de la materia no es múltiple, sino una y la misma por doquier.

Escolio. Hemos tratado hasta ahora de la naturaleza o esencia de la extensión. Por otra parte, en la última proposición de la primera parte, hemos demostrado que fue creada por Dios tal como la concebimos; y de la pro­posición 12 de la misma parte se sigue que ahora es con­servada por el mismo poder con que fuera creada. Ade­más, en la misma proposición última de la primera parte, hemos demostrado que nosotros, en cuanto cosas pensan­tes, estamos unidos a una parte de esta materia, en virtud de la cual percibimos que existen actualmente todas aque­llas variaciones, de que sabemos, por la simple contempla­ción de la materia, que ella es capaz, tales como la divisibilidad y el movimiento local o la traslación de una parte de un lugar a otro. Ese movimiento lo percibimos clara y distintamente, con tal que entendamos que otras partes de materia ocupan el lugar de las que emigran. Esa división y ese movimiento son concebidos por nos­otros de infinitos modos; de ahí que también podemos concebir infinitas variaciones de la materia. Y digo que las concebimos clara y distintamente, mientras las con­cibamos como modos de la extensión y no como cosas realmente distintas de la extensión, como se explica lar­gamente en Principios, parte I. Y, aunque los filósofos han imaginado otros muchos movimientos, como nosotros no admitimos nada más que lo que concebimos clara y lo distintamente, y como entendemos clara y distintamente que la extensión no es susceptible de ningún movimien­to, aparte del local, y ni siquiera hay algún otro que nuestra imaginación alcance, no debemos admitir ningún movimiento, aparte del local.

Zenón, sin embargo, negó, según dicen, el movimiento local y ello por varias razones, que Diógenes el Cínico refutó a su estilo, a saber, paseándose por la escuela en que Zenón enseñaba esta doctrina y molestando con su paseo a sus oyentes. En efecto, cuando sintió que un oyente le retenía para impedir su paseo, le increpó diciendo: «¿Cómo te has atrevido a refutar así las razones de tu maestro?» No obstante, por si alguien, engañado por los argumentos de Zenón, piensa que los sentidos nos mues­tran algo, a saber, el movimiento, que repugna totalmente al entendimiento, de suerte que el alma se engañaría in­cluso acerca de lo que percibe clara y distintamente con el entendimiento, aduciré aquí sus argumentos principales y mostraré, a la vez, que sólo se apoyan en falsos prejui­cios, es decir, en que Zenón no tenía un concepto exacto de la materia.

Cuentan, en primer lugar, que él dijo que, si se diera el movimiento local, el movimiento de un cuerpo, que se moviera circularmente a gran velocidad, no se distinguiría del reposo. Y como esto es absurdo, también lo primero. El consecuente lo prueba así. Un cuerpo está en reposo, cuando todos sus puntos permanecen fijos en el mismo lugar. Es así que todos los puntos de un cuerpo que gira a gran velocidad,

permanecen fijos en el mismo lugar. Luego… Esto mismo dicen que lo explicó con el ejemplo de una rueda, por ejemplo, A B C. Si la rueda gira en torno a su centro a una cierta velocidad, elpunto A describirá un círculo, pasando por B y C antes que si la rueda se moviera más despacio. Supongamos, por ejemplo, que, cuando comienza a girar lentamente, vuelve al punto de partida en una hora. Si suponemos que gira a doble velocidad, estará en el punto de partida en media hora; si gira a cuádruple velocidad, estará en un cuarto de hora; y si concebimos que esa velocidad lo aumenta al infinito y que el tiempo disminuye hasta el instante, entonces el punto A, a esa velocidad máxima, estará en todos los instantes, es decir, fijamente, en el lugar del que partió. Por consiguiente, A permanece siempre en el mismo lugar. Y lo que entendemos del punto A, hay que entenderlo también de todos los pun­tos de dicha rueda; de ahí que todos sus puntos, a aque­lla velocidad máxima, permanecen fijos en el mismo lugar.

Para responder a este argumento, hay que advertir que se dirige contra la velocidad máxima, más bien que contra el movimiento mismo. Sin embargo, no examinaremos si Zenón argumenta correctamente, sino que des­cubriremos más bien sus prejuicios, en los que se basa su argumentación, en cuanto que pretende impugnar el movimiento. En primer lugar, supone que se puede con­cebir que los cuerpos se mueven a tal velocidad que no pueden alcanzar una mayor. En segundo lugar, supone que el tiempo se compone de instantes, como otros con­cibieron que la cantidad consta de puntos indivisibles. Ahora bien, ambos supuestos son falsos, ya que nunca podemos concebir un movimiento tan rápido que no podamos concebirlo, a la vez, más rápido. Ya que repug­na a nuestro entendimiento que, por pequeña que sea la línea que describe un movimiento, lo concibamos tan rápido que no podamos, al mismo tiempo, concebirlo más. Y lo mismo hay que decir de la lentitud, puesto e repugna que concibamos un movimiento tan lento que podamos concebirlo más lento. Y decimos también lo mismo del tiempo, que es la medida del movimiento, a saber que repugna claramente a nuestro entendimiento concebir un tiempo tal que no pueda existir otro más corto. Para probar todo esto, sigamos los pasos de Zenón. Supongamos, pues, como él, que la rueda A B C gira torno a su centro con tal rapidez, que el punto A está,

en todos los instantes, en el lugar A, de donde par­te. Yo digo que concibo que esta velocidad sea indefinidamente más rápida y que, por lo mismo, los instantes disminuyan al infinito. Supongamos que, mientras la rueda A B C gira en torno al centro, hace girar tam­bién, mediante la cuerda H, otra rueda D E F (que su­ponemos dos veces menor) en torno a su centro. Como suponemos que la rueda D E F es dos veces menor que la rueda A B C, está claro que la primera se mueve a do­ble velocidad que la segunda y que, por lo mismo, el punto D vuelve a estar, a cada medio instante, en el mismo lugar del que partió. Por otra parte, si atribuimos a la rueda A B C el movimiento de la rueda D E F, en­tonces ésta se moverá a cuádruple velocidad que antes. Y, si ahora atribuimos esta última velocidad de la rueda D E F a la rueda A B C, entonces la rueda D E F se mo­verá a una velocidad ocho veces mayor que A B C (al co­mienzo), y así al infinito.

Por lo demás, esto resulta clarísimamente del simple concepto de materia. En efecto, la esencia de la materia consiste en la extensión o espacio siempre divisible, como hemos probado ya; y no hay movimiento sin espacio. También hemos demostrado que una parte de materia no puede ocupar simultáneamente dos espacios, ya que eso equivaldría a decir que una parte de materia es igual a su doble, como es evidente por lo demostrado más arri­ba. Luego, si una parte de materia se mueve, se mueve a través de algún espacio; y este espacio, por pequeño que se lo imagine y, por eso mismo, también el tiempo con el que se mide aquel movimiento, será divisible, y lo será igualmente el tiempo o duración de ese movimiento, y así al infinito.

Pasemos ahora al otro sofisma que, según se dice, él formuló de la forma siguiente. Si un cuerpo se mueve, o se mueve en el lugar en que está o en el que no está. Ahora bien, no se mueve en el que está, porque, si está en algún lugar, está necesariamente en reposo; ni tampoco en el que no está. Por tanto, el cuerpo no se mueve 201. Este argumento es, no obstante, completamente similar al primero, ya que supone que existe un tiempo, menor que el cual no hay ninguno. En efecto, si le contestamos que el cuerpo no se mueve en un lugar, sino del lugar, en que está, al lugar, en que no está, nos preguntará si no estuvo en los lugares intermedios. Si le respondemos distinguiendo: si por estuvo se entiende estuvo parado, negamos que estuviese en algún lugar, mientras se mo­vía; pero, si por estuvo se entiende existió, decimos que, lo mientras se movía, necesariamente existía; él preguntará de nuevo en dónde existía, mientras se movía. Y, si le contestamos: si por en dónde existía quiere preguntar qué lugar conservó, mientras se movía, decimos que no conservó ninguno; pero, si pregunta de qué lugar cam­bió, decimos que se cambió de todos los lugares que él fiera señalar en ese espacio, a través del cual se movió; seguirá preguntando si, en el mismo instante de tiempo, pudo ocupar y cambiar de lugar. Y a esto le responderemos, finalmente, con la misma distinción: si por ins­te de tiempo entiende un tiempo tal que no pueda existir otro menor, pregunta, como ya está bastante claro, una cosa ininteligible y, por tanto, indigna de respuesta; pero, si toma el tiempo en el sentido que antes explicado, es decir, en su verdadero sentido, no puede asignar nunca un tiempo tan pequeño que, aunque lo supusiera infinitamente más corto, un cuerpo no pueda, en ese tiempo, ocupar un lugar y cambiar de él, como es evidente a quien preste atención. Por consiguiente, está claro lo que antes decíamos: que Zenón un tiempo tan corto, que no pueda existir otro que él, y que, por eso mismo, nada prueba.

Aparte de estos dos argumentos, todavía se atribuye otro a Zenón, que se puede leer, junto con su refutación, en Descartes: penúltima carta del primer volumen de las Cartas.