Bifo (Franco Berardi) - Lo incalculable

ecnoguerra, Disney–Jerusalén, el Simulmundo, el Protomundo y la Utopía de la razón binaria. Dos versiones del método recombinante: una fanática, otra laxa. Publicado en Rekombinant (23 marzo 2003)

El quinto ángel tocó la trompeta, y vi una estrella que cayó del cielo a la tierra. Y se le dio la llave del pozo del abismo. Abrió el pozo del abismo, y del pozo subió humo como humo de un gran horno, y el sol y el aire se oscurecieron por el humo del pozo. Del humo salieron langostas sobre la tierra, y se les dio poder, como el poder que tienen los escorpiones de la tierra. Se les mandó que no dañaran la hierba de la tierra, ni cosa verde alguna ni ningún árbol, sino solamente a los hombres que no tuvieran el sello de Dios en sus frentes. (Apocalipsis 9)

Entonces vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra habían pasado y el mar ya no existía más. Y yo, Juan, vi la santa ciudad, la nueva Jerusalén, descender del cielo, de parte de Dios, ataviada como una esposa hermoseada para su esposo. Y oí una gran voz del cielo, que decía: «El tabernáculo de Dios está ahora con los hombres. Él morará con ellos, ellos serán su pueblo y Dios mismo estará con ellos como su Dios. Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá más muerte, ni habrá más llanto ni clamor ni dolor, porque las primeras cosas ya pasaron». El que estaba sentado en el trono dijo: «Yo hago nuevas todas las cosas». Me dijo: «Escribe, porque estas palabras son fieles y verdaderas». Y me dijo: «Hecho está. Yo soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin. (Apocalipsis 21)

La tecnoguerra, que el pensamiento estratégico norteamericano ha teorizado y está experimentando sobre el terreno en estos días, se funda en el principio de la absoluta calculabilidad del territorio físico e imaginario en el que se desarrolla la guerra. Se trata de un principio que informa no sólo el pensamiento militar, sino que está en el corazón de la epistemé norteamericana. En la guerra infinita está en juego todo el universo epistémico del que es portador el tecnopensamiento norteamericano sobre el escenario de evolución del planeta. El surgimiento de los Estados Unidos de América ha tenido, desde el principio, un carácter de viraje en la evolución del mundo, pero ese viraje está hoy en cuestión. La novedad norteamericana se juega el todo por el todo. No se trata de ganar o perder la guerra contra Babilonia. Está claro que Babilonia puede ser reducida a cenizas militarmente. Pero la nueva Jerusalén podría no sobrevivir a la pira de Babilonia. Disney–Jerusalén

Para sintetizar de forma extrema mi tesis, diré que la especificidad socioepis-témica norteamericana es el principio de calculabilidad. El principio de cálculo está, evidentemente, en la base del método recombinante. Pero el método recombinante puede darse de modo estricto, si pretende reducir al mundo al cálculo, o de modo más laxo o meramente operativo, si se propone actuar en el mundo a través de simulaciones que no tienen pretensiones de reducción.

La cultura americana ha sido y es el lugar predestinado para un pensamiento del cálculo. La experiencia norteamericana nace de la cancelación de la historia, del despliegue del espacio abierto de la frontera. La idea misma de fundar la convivencia social en una declaración constitucional, aunque tiene algún precedente en la historia anterior a 1776, es signo de una novedad radical. Por primera vez, con la Constitución americana se afirma la posibilidad de «programar» el desarrollo de la experiencia social y cultural concreta. La historia norteamericana arranca en una dimensión que podría definirse como trascendental en sentido kantiano, es decir, libre de toda experiencia empírica. Es evidente que se trata de una ilusión, de una mistificación, si pensamos en cómo la experiencia empírica de la colonización coincide con dos crímenes de alcance colosal: el genocidio de los indígenas de las praderas y la esclavitud en masa de los negros. Pero la realidad empírica es mantenida fuera del cuadro constitucional, el a priori fundante de la historia norteamericana.

También la Revolución Francesa se funda sobre una pretensión de este tipo, pero en la modernidad europea el desarrollo se produce por medio del contraste y la fusión de un elemento ilustrado (constitucional) y un elemento romántico (histórico). La historicidad, el elemento étnico, nacional, los sedimentos culturales son un límite a la pura libertad del «yo pienso» (o al carácter omnifundante de la constitución entendida como política trascendental).

Los Estados Unidos de América nacen en un espacio que la ideología pretende libre de la historia y conciben la política como puro cálculo, como combinatoria puramente racional, o ética en el sentido puritano.

El principio de cálculo inspira la historia política de los Estados Unidos y constituye la condición de la potencia de esa cultura: el cálculo es proyección espacial de la racionalidad. Pero, para que el cálculo pueda regular a los elementos concretos (vivos), éstos tienen que estar libres de historicidad. Pensemos en la particular experiencia norteamericana de la religiosidad. La religión, que en Eurasia es condensación de elementos históricos y étnicos depositados en el imaginario colectivo a través de la experiencia conflictual del pasado, en la Norteamérica WASP es, por el contrario, una construcción esencialmente sintética, ritualidad sentimental pero al mismo tiempo ingeniería. La herencia puritana se expresa en el último siglo en formas religiosas elaboradas en probeta, estériles construcciones carentes de raíz histórica. El ejemplo más fantástico de esta forma de cultura religiosa tal vez sea la Cienciología, en la que futurología, fantaciencia y fanatismo moral se mezclan con la pretensión de evacuar el pasado, la carnalidad, la historicidad, la Kultur. Mientras en Eurasia la religión es el resultado de la historia pasada, en Norteamérica la religión está completamente proyectada hacia un futuro al tiempo salvífico y apocalíptico. La Jerusalén en torno a la que se combatieron innumerables batallas a lo largo de los siglos será cancelada a favor de la Jerusalén ideal. La Babilonia que el fanatismo WASP quiere destruir con sus guerras higiénicas es la historia misma, para fundar finalmente una Disney–Jerusalén.

En la modernidad europea, el gobierno político se ha concebido como el punto de encuentro entre el sedimento antropológico y la proyección de una racionalidad constitucional. El uso de la fuerza tiene como fin eliminar el exceso (lo ajeno, lo no regulable) e imponer las bases de un derecho continuamente renegociable. En la cultura política norteamericana las bases del derecho no son negociables, porque nacen de la potencia ilimitada del cálculo que se despliega sobre el territorio liso del vacío–de–historia. En el espacio político norteamericano la distinción entre sociedad política (los incluidos, los integrados, la clase media homologada por el consumo, los que votan) y sociedad extrapolítica (los descolgados, los que no votan, los marginados, las minorías no integradas) es muy clara, tanto que la mitad de la población norteamericana no participa en los procesos de decisión, no vota, y vive en condiciones similares a las de la población de un país en vías de desarrollo.

La razón política norteamericana se constituye desde su inicio ilustrado como Razón Binaria (Bien–Mal), mientras la razón política europea nunca puede ignorar el elemento histórico, múltiple y espurio. El pensamiento hegeliano es en este sentido incomprensible desde el punto de vista norteamericano, porque Hegel concibe el devenir de la Razón como mediación, es decir, como elaboración de la multiplicidad histórica, que subsume y resuelve lo negativo, no lo elimina, no lo expulsa del campo de lo pensable. La polaridad hegeliana no es una polaridad pura (trascendente en el sentido kantiano), sino inagotablemente compleja. El Aufhebung (superación) hegeliano mantiene el contenido de aquello que es superado. Quita y conserva al mismo tiempo.

El espacio epistémico norteamericano tiene, por tanto, constitutivamente un carácter binario, y eso lo predispone a acoger la razón digital que se manifiesta con los dispositivos de generación digital de una realidad sintética, simulada. Las condiciones epistémicas de la utopía tecnosocial se realizan con el despliegue de las tecnologías recombinantes, de la informática y la biotécnica. Estas tecnologías tienen como fundamento y como rasgo distintivo la pretensión de poder reducir la existencia a replicación codificada. En ese sentido, Norteamérica es desde su nacimiento un espacio posthistórico, definible como abstracto–recombinante. Cuando la Constitución americana propone la felicidad de los individuos como fin de la política se trasluce algo de ese espíritu ahistórico. El pensamiento político europeo, que mezcla Ilustración y historicidad romántica considera que la felicidad no puede ser objeto de un normar jurídico, político. No sucede lo mismo para la tecnoutopía del cálculo, que concibe la vida como desarrollo de un algoritmo constitucional. Aquí residen su potencia, pero también las raíces de su debilidad, de su incapacidad de comprender cierto tipo de complejidad analógica, no discretizable, no binarizable. La política humanitaria norteamericana es en este sentido ajena a la tradición política euroasiática, porque presupone el carácter puro, trascendente, no históricamente determinado, no culturalmente complejo, del actuar político. Por ello sólo la abstracción de los derechos tiene valor. Tal política presupone una ideología que pretende sustituir el carácter concreto del ser humano histórico–cultural por la abstracción del derecho. La digitalización representa el triunfo de este modelo epistémico. La Razón binaria trata de sustituir el ejercicio de la mediación, típico de la política europea, por la modalidad del cálculo. La generación de las particularidades (el individuo que se integra en el mercado, el ciudadano que es representado por una forma de democracia perfecta) no procede por mediación sino por la generación de un algoritmo social. Simulmundo, el sueño americano

En estos últimos decenios, en los que se ha desarrollado la tecnología digital, el sueño norteamericano ha estado a punto de realizarse, porque su modelo de funcionamiento parecía haber encontrado el modo de secretar la realidad del mundo a partir de un proceso de generación técnica. La progresiva digitalización del mundo ha aparecido durante los últimos decenios del siglo XX como el hacerse realidad del sueño de un imperio postpolítico, implícito en la historia posthistórica de los Estados Unidos. Pero así llegamos al presente: cuando entra en escena el Presidente no elegido, el sueño de un imperio digital se transforma en la pesadilla de una voluntad apocalíptica, de una imposición políticomilitar de la Razón Binaria. La Razón Binaria no puede realizarse por la fuerza de una imposición políticomilitar. Puede, tal vez, secretar un Real de segundo grado que ocupe progresivamente el lugar de lo Real histórico, tal como lo ha intentado el Imperio del Cálculo en los decenios de la difusión de lo digital por el mundo yde la proyectación biotécnica. Pero la Razón Binaria no puede imponerse a la historia, aunque tal vez pueda secretar un mundo posthistórico que sustituya progresivamente a la Realidad. Los dos niveles no pueden encontrarse en el mismo plano. ¿Puede el Simulmundo tragarse progresivamente el Protomundo? Tal vez. Esto es lo que ha sucedido, desde luego no de forma completa, en los años de la digitalización. Esto es lo que estaba haciendo de modo más o menos irresistible el verdadero emperador, que es Walt Disney–McDonalds–Bill Gates.

Pero, cuando al proceso de generación del Simulmundo (de marca, recombinante, virtual) según las reglas de funcionamiento del capital y los modos compositivos de lo digital le ha venido a sustituir el delirio paranoico de una imposición de la Razón Binaria a lo concreto historicopolítico, empieza algo que no puede funcionar. Desde su no–elección, ha quedado claro que el exalcohólico Bush ha venido al mundo para hacer saltar el sueño del imperio americano, para transformar el Imperio del Cálculo en el Imperio del Caos. La lógica binaria puede (podía) ignorar la política, la religión, la cultura, y sustituirlas progresivamente por la Simulpolítica, la Simulreligión, la Simulcultura (también por la Simulcomida y la Simulmúsica, etc.). Pero no puede enfrentarse con el Protomundo, pues si lo hace se abre una herida que no puede cicatrizar. Lo binario no puede sangrar.

La lógica binaria implica el principio de que el mundo pueda ser generado por la fuerza del cálculo (Simulmundo). Tiene entonces que generar ex novo y sustituir. No suprimir, sino convertir, manipular, convencer al Protomundo para que se haga Simulmundo. El Protomundo no puede funcionar según el principio binario. Pero a su vez y para su desgracia, el Simulmundo no puede funcionar según el principio histórico.

Desde que el Presidente no elegido y su banda de cruzados fanáticos se ha propuesto convertir a la fuerza al protomundo, los resultados están a la vista. La enorme mayoría de la población del Protomundo ha reaccionado como una multitud de ateos ante el vendedor callejero de una revista religiosa en la que se anuncia que el fin del mundo está cerca y que todos debemos ser buenos. Ha mandado a freír espárragos a los predicadores.

El problema es que el cálculo funciona perfectamente en el Simulmundo, pero que no puede funcionar como principio compositivo del Protomundo. El cálculo superpuesto a la existencia histórica produce ideologías como la del mercado perfecto (que no existe en la realidad del mercado, pues en la realidad actúan factores no económicos como la psicología, la fuerza, la violencia, la mentira, el engaño, el cansancio o la seducción) o la de la guerra tecnosanta. La guerra tecnosanta sólo puede funcionar si está dispuesta a barrer del mapa a los seres humanos reales. Usando unos centenares de bombas atómicas, el Presidente no–elegido podría ganar su batalla. Eliminaría así la humanidad hasta su último sucio y espurio ser vivo, y entonces podría iniciar su reforma (y no está claro que no sea esto lo que Rumsfeld y Cheney deseen hacer). Pero la cruzada tecno no puede funcionar si pretende mezclar sus instrumentos superponiendo la democracia de ingeniería a la complejidad histórica por medio de la fuerza armada. El liberalismo pretendía que el mercado redujese y absorbiese los infinitos actos de producción y consumo según una simple lógica de cálculo coste–beneficio. Ignoraba una serie de elementos que han hecho descarrilar el perfecto plan liberal, y así van las cosas en la economía mundial: Enron, Argentina y así hacia la catástrofe. Ahora se aplica el mismo método en el plano de la política con el proyecto de una sumisión de las culturas al paradigma del cálculo. No puede funcionar. El problema es que lo humano es incalculable. En sentido propio, lo humano excede el cálculo. El efecto incalculable

Llegamos así al último punto. Hacer un tiempo, el ministro de Asuntos Exteriores de China dijo con aire socarrón, que «si los Estados Unidos agreden a Irak, su gesto tendrá consecuencias incalculables. Esto es precisamente lo que debemos esperar de la actual crisis, a mi entender. La Razón Binaria puede ganar algunas partidas de ajedrez, y prever todos los movimientos lógicos que realicen los adversarios en el futuro. Pero la complejidad cultural, social, imaginaria, no juega al ajedrez, en el sentido de que no realiza movimientos racionales, ni actúa según reglas previsibles. Todo lo que ha sucedido en los últimos meses, la extraordinaria serie de derrotas políticas con las que se ha ido encontrando el gobierno norteamericano, debería haber enseñado la lección. Pero el fanatismo ciega, y el fanatismo frío, binario y puritano no ciega menos que el fanatismo caliente. La política de los fanáticos petroleros ha puesto en marcha ya un proceso literalmente incalculable, porque en ese proceso está implicado el inconsciente colectivo, el imaginario. Esta guerra está funcionando como un shock anafiláctico: el organismo humano está aprendiendo a conocer el agente viral que lo lleva a la destrucción total. Ese virus es el capitalismo como dominio sobre toda forma de vida, de inteligencia y de afecto. La movilización de la consciencia antiguerra está destinada a transformarse, se está transformando ya, en una toma de consciencia de la inhumanidad implícita en la sumisión del saber y de la vida al beneficio. El eslogan «No blood for oil» («No más sangre por petróleo») expresa esta consciencia que se está haciendo mayoritaria. Nuestra tarea en los meses que nos esperan es difundir esta consciencia, transformar el movimiento por la paz en movimiento para la liberación del dominio del capital sobre la vida y la inteligencia, en un movimiento por la autonomía de la sociedad frente al beneficio. Este es el efecto (no calculado porque es incalculable) que la locura belicista puede provocar.