Benasayag, Miguel - Pensar la libertad

Pensar la libertad (1994)

Hoy por hoy constatar que nuestro mundo es “complejo»e indecidible resulta trivial. Las grillas de análisis y las categorías que, todavía ayer, servían para aprehenderlo, resultan actualmente inoperantes y la realidad parece obstinarse en mostrar su rebelión respecto de toda ley, toda explicación, todo ciclo: todas las constantes son «inconstantes», sin que por ello esta inconstancia se convierta a su vez en ley.

Como si se tratara de una novela policial, hemos creído que bastaba con saber » quién se beneficiaba con el crimen para comprender por qué actuaba la gente. Pensábamos inclusive que era posible conocer, modificar, acelerar o frenar las leyes de la historia. Y que el siglo XX sería el de la realización de un ideal de transparencia, que nos otorgaría el conocimiento sobre el mundo y sobre los hombres, hasta las herramientas de nuestra emancipación (emancipación de la escasez, de la enfermedad, de la explotación, del hambre, de la ignorancia, y de todas las otras causas de sufrimiento). Esas «leyes de la historia» nos habían enseñado también que, de todas maneras, esta emancipación sería inevitable. Pero sucede que el siglo se termina con un pito catalán. Esta «perfecta farsa», si no estuviese tan trágicamente marcada por frustraciones y catástrofes, hubiese podido ser cómica. Pero esta burla tiene un aire diabólico: a las promesas de trasparencia, a las certidumbres de un mundo sin defectos, responde una realidad que se esfuma detrás de grillas de análisis actualmente caduca De ese mundo de avanzada solamente queda el regusto amargo de haber producido exactamente lo contrario de aquello que nuestra conciencia declaraba buscar, esa conciencia optimista del Sujeto omnipotente de la modernidad.

Nos habían acostumbrado a un mundo que se dividía entre las fuerzas y las leyes del progreso por una parte y, por la otra, la inercia y la resistencia de la reacción. Actualmente nos ofrece una forma desprovista de sentido; el ideal del progresa revela, de ahora en más, su naturaleza de mito ineficaz. El hombre es abandonado, sin ningún principio que le permita juzgar, decidir o actuar.

Por otra parte, la realidad desastrosa parece ofrecer a nuestros contemporáneos más de una excusa para la decepción provocada por la pérdida de toda visión confiable. Y muchos buscan refugio en las certidumbres que le ofrecen los diversos integrismos y prácticas sectarias. Para otros, el nihilismo, el agnosticismo y el conformismo constituyen los últimos salvavidas. Este pesimismo generalizado se afirma como los frutos de una maduración finalmente alcanzada que aparece así, paradójicamente, como el último resto de una lógica determinista cuya columna vertebral definitivamente rota.

Pero la ruptura del mito del progreso tiene otros efectos: por primera vez desde hace vanos siglos, los pensadores investigadores y los artistas más radicales de nuestra época (por no seguir diciendo de “vanguardia») están totalmente divorciados de los que, desde la otra vereda, sueñan todavía con un mundo de justicia y de solidaridad. Aquellos y aquellas que arriesgan su pensamiento sobre terrenos científicos, artísticos y epistemológicos, rechazan_ en general cualquier idea de compromiso político y social. Por el contrarió, para aquellos que quieren continuar pensando en términos de solidaridad, dignidad y libertad, todo sucede como si el precio a pagar:’ fuese el refugio en la creencia, el engaño y, hasta cierto punto, el no-pensar.

De esta manera, el mundo consistente y coherente es sustituido por un mundo de tal inconsistencia que parecería que ya nada puede ser pensado. Por otra parte, el hecho mismo de pensar es condenado en nombre de aquello que, hasta ayer, nos había conducido a apostar a favor de ese pensamiento. La crisis se afirma entonces sobre una ruptura general y profunda. Se pueden determinar sus orígenes en las rupturas científicas que marcaron los comienzos de este siglo: el descubrimiento freudiano, con el inconsciente y la pulsión de muerte; la física cuántica que, al romper la unidad del discurso científico, { limitó profundamente los alcances del determinismo y de sus leyes, cuando no las declaró abiertamente abolidas; pero también la crisis de las mátemáticas y de la lógica, que rompió las estructuras de referencia y de consistencia, colocándonos frente a lo indecidible… Volveremos sobre estos temas; estas rupturas no solamente han tocado algunos puntos periféricos, sino que también destrozaron inclusive las bases epistemológicas de lo que fue llamado, desde el comienzo, «la vía moderna» (Ockham), o la modernidad. Paradójicamente entonces, en el terreno político las revoluciones de este siglo se realizaron sobre bases ya caducas.

Esta ruptura no es específica del campo político, concierne también a la ciencia, al arte y a las relaciones amorosas. Sin embargo, la investigación científica no declara perimidos sus esfuerzos; a pesar de la implacable ley del mercado, el arte sigue desarrollándose y defendiendo la verdad que le da forma; y la gente, más allá de las conveniencias y de las relaciones sociales esclerosadas, persiste en dedicarse a esa práctica subversiva que es el amor. Como revancha, algunos declaran con placer que en lo que concierne a la política y, más precisamente a la política revolucionaria, todo ha terminado y para siempre. Sin embargo, renunciar a la emancipación equivale a actuar como un médico que, al fracasar en el descubrimiento de una vacuna, declarara el triunfo eterno de la enfermedad.

Es evidente que un pensamiento radical no puede negar la complejidad de nuestra situación. No se trata tampoco de reivindicarse evocando el azar y lo indecidible con el objeto de seguí pensando cómodamente según esquemas perimidos. Frente a esta realidad que podríamos llamar, usando una vieja metáfora, «material», se hace necesario entonces elaborar un pensamiento capaz de determinar los límites de su propia elaboración Debemos poder pensar en los términos y las categorías de una lógica que pueda «tolerar» el azar de manera tal que no sea puramente formal. Se trata entonces de adelantar algunas pistas hacia lo que podría ser una filosofía y una praxis de la libertad que no se basara sobre «la idea del progreso», una libertad que pudiese actuar en las cuestiones de la justicia o, generalizando, del compromiso. Un compromiso que no seria ya encarado en términos de una necesidad cualquiera, sino en los de una decisión.

¿Cómo pensar una teoría que tome en cuenta estos elementos nuevos, que al mismo tiempo legitime una capacidad de decisión que no renuncie frente a las exigencias de la razón y de lo real y que, en consecuencia, no caiga en el nihilismo consensual, dominante en la actualidad? Este libro constituye, más que un tratado académico, una apuesta sobre la posibilidad, hoy por hoy, de un pensamiento crítico.

Para recoger tal desafío, propondría entonces al lector acompañarme en un largo recorrido histórico y filosófico, con el objeto de estudiar más de cercara génesis y los avatares de dos grandes concepciones de la liberta. Una de ellas ha afirmado siempre, en diferentes discursos, que el hombre es un ser sujeto a un conjunto de determinantes, que su destino ya está marcado; todasdecisiones inclusive el mismo sentido de su vida están inscriptos desde el comienzo en una significación general «preexistente»; El pesimismo «lúcido», al dar a luz la existencia de las determinaciones, llegó como consecuencia a la conclusión de que la libertad era imposible. La otra corriente del pensamiento, por el contrario, adelantaba la idea de acuerdo con la cual el ser humano era capaz de dar un sentido a su vida y a la historia; gracias a una voluntad poderosa, sería capaz de vencer todas las determinaciones hasta el punto de modificar el universo, hasta a la humanidad.

Dicho de otra manera, vamos a estudiar en cada época y para cada un de las corrientes, la evolución del concepto de libertad. Este trabajo se articula alrededor de dos de los puntos de ruptura que ha conocido la humanidad. La primera de estas crisis tuvo lugar hacia el 1100 y marcó el comienzo de la modernidad: el mundo moderno vio entonces emerger la figura del hombre, lo vio constituirse en sujeto que a partir de allí, observaría al universo como un objeto. Entonces nació el gran mito del progreso así como el del conocimiento gracias al cual los hombres deberían emanciparse. En cuanto a la segunda gran crisis, ya la hemos evocado: tuvo lugar varios siglos más tarde, alrededor del 1900, cuando estás poderosas categorías modernas se derrumbaron.

¿Por qué la historia conoce tales rupturas? No sabríamos responder a esta pregunta porque las mismas no derivan jamás de causas o, determinaciones aislables susceptibles de explicarlo todo. Con respecto a estas fracturas solamente podemos decir «Existen», y a su sombra aparecen nuevos mundos, surgen nuevos desafíos. El pensamiento moderno era optimista hasta el punto de pretender ser él mismo el origen de la ruptura; actualmente, de una manera más humilde, se trata de buscar cómo, en la oscuridad provocada por la crisis de 1900, los hombres y las mujeres pueden todavía ejercer su libertad, es decir, crear y apostar sobre nuevos significados. Y éste es el tema que se tratará especialmente en la última parte de este libro, puesto que estudiaremos las pistas que ya existen y que permiten construir una nueva racionalidad que deja tras ella el determinismo moderno. Nos referimos al azar y a la decisión porque en nuestro mundo “complejo”, desprendido de toda teleología ¿cómo podremos todavía, teniendo en cuenta la incertidumbre, justificar una decisión a partir de esta polisemia ambiente que pretende que, en este mundo vacío de sentido, todo se equivale?

Queremos en consecuencia recoger este desafío, es decir aceptar que los hombres «no hacen la historia», sin caer por ello en el conformismo reaccionario y, para decirlo claramente, liberticida. Para lograrlo, nos será necesario elaborar una racionalidad y una praxis gracias a las cuales pensar qué es lo que los hombres, incapacitados para hacer la historia, pueden hacer en la historia, en las historias.