Nietzsche, Friedrich - La Voluntad de Poder (Fragmentos)

[noviembre 1882-febrero 1883]

  1. ¿VOLUNTAD de vivir? En su lugar encontré siempre tan sólo voluntad de poder. […]

Querer, una sensación que incita, ¡muy agradable! Es el fenómeno concomitante de toda emanación de fuerza.

Asimismo ya todo desear en cuanto tal (independientemente del lograr).

Donde hay algo vivo hay súbitas explosiones de fuerza: la sensación subjetiva es la «libre voluntad». El número y el poderío de estas explosiones determinan, en primera instancia, el valor de un ser viviente: luego la dirección otorgada a estas explosiones. Cuando hablamos de «motivos para el actuar» queremos decir siempre «motivos para la dirección».

Todo lo vivo abarca con su fuerza tanto como le es posible y somete a lo débil: así obtiene su placer propiamente dicho. La creciente “humanización” en esta tendencia consiste en que cada vez más se percibe sutilmente qué tan difícil es poder incorporar realmente al otro: así como el burdo daño evidencia, ciertamente, nuestro poder, pero nos hace su voluntad aún más ajena – nos la hace menos sometible.

Todas las acciones tienen que estar mecánicamente preparadas como acciones posibles, antes de que sean queridas. O: el fin aparece la mayoría de las veces en la conciencia apenas cuando todo se halla ya preparado para su ejecución. El fin, una “excitación” “interna” – nada más.

No hay “voluntad”: ésta es simplemente una concepción simplificadora del entendimiento, como “materia”.

Las valoraciones surgen de las que creemos condiciones de existencia: si se alteran nuestras condiciones de existencia o nuestra creencia en ellas, se alteran también nuestras valoraciones.

Todas las valoraciones son resultado de determinadas cantidades de fuerza y del grado de conciencia que se tiene de ellas: son leyes perspectivistas de acuerdo con la esencia de un hombre o un pueblo – lo que es cercano, importante, necesario, etc.

Todas las pulsiones humanas, así como todas las pulsiones animales, se han constituido, bajo ciertas circunstancias, en condiciones de existencia, y han sido colocadas en primer plano. Las pulsiones son la consecuencia de valoraciones largamente abrigadas que ahora obran instintivamente como un sistema de juicios de placer y de dolor. Primero forzosidad, luego acostumbramiento, luego necesidad, luego, inclinación natural (pulsión).

Capítulo. Si no se tiene una posición determinada no se puede hablar del valor de ninguna cosa: es decir, una determinada afirmación de una determinada vida es el presupuesto de todo valorar.

Contra el instinto de conservación como instinto radical: lo viviente quiere, por el contrario, descargar su fuerza, – “quiere” y “tiene que” (¡ambas expresiones son para mí equivalentes!): la conservación es apenas una consecuencia.

Que el hombre es una pluralidad de fuerzas que se encuentran en una jerarquía, de tal manera que hay mandatarios, pero que también el que manda tiene que crear para el que ataca todo lo que éste necesita para su conservación, en la medida en que aquél se halla condicionado por la existencia de éste. Todos estos seres vivientes tienen que ser de tipo familiar, sino no podrían servirse y obedecerse unos a otros: los que sirven tienen que ser, en algún sentido, también obedientes y en casos sutiles, el papel desempeñado tiene que alternarse transitoriamente entre ellos, y el que por lo general manda ha de obedecer alguna vez. El concepto “individuo” es errado. Estos seres no existen aisladamente: lo que más pesa, aquello en lo que recae el énfasis, es algo cambiante; la constante producción de células, etc., deriva en un cambio constante del número de estos seres. Y no se logra nada con sumar. Nuestra aritmética es algo demasiado tosco para estas condiciones y constituye apenas una aritmética de lo individual.

“La lucha por la existencia” – esto designa un estado de excepción. La regla es, antes bien, la lucha por poder, por “más” y “mejor” y “más rápido” y “más frecuentemente”.

El vínculo entre lo inorgánico y lo orgánico debe radicar en la fuerza de repulsión que ejerce cada átomo de fuerza. La vida tendría que definirse como una forma duradera de un proceso de fijaciones de la fuerza, en el que los distintos contendores crecen desigualmente. Hasta qué punto hay una resistencia aún en el acatamiento; no se ha renunciado por ello en absoluto al poder propio. Asimismo, hay en el mandar una concesión de que el poder absoluto del adversario no ha sido vencido, incorporado, disuelto. “Acatar» y «mandar» son formas del juego de lucha.

El concepto victorioso de «fuerza» con el que nuestros físicos han creado a Dios y al mundo, aún requiere de una complementación: se le tiene que atribuir un mundo interno que yo designo como «voluntad de poder», esto es, como una insaciable ansia de demostración de poder, de utilización, ejercicio de poder, como impulso creativo, etc. Los físicos no logran eliminar de sus principios la «acción a distancia»: ni tampoco una fuerza de repulsión (o de atracción). No hay nada que hacer: hay que asumir todos los movimientos, todos los «fenómenos», todas las «leyes», sólo como simples síntomas de un acontecer interior y servirse hasta el final del hombre como analogía. En el caso del animal es posible derivar todos sus impulsos de la voluntad de poder: igualmente todas las funciones de la vida orgánica de esta única fuente.

La voluntad. En toda volición está unida una pluralidad de sensaciones: la sensación del estado fuera del cual se quiere ir, la sensación del estado hacia el cual se quiere ir, la sensación misma de este “fuera de y hacia», la sensación de duración correspondiente por último; incluso una sensación muscular acompañante que, aunque no pongamos en movimiento brazos ni piernas, inicia su juego tan pronto como “queremos” en virtud de una especie de costumbre. Así como se ha de reconocer a la sensación, en cuanto sentir de múltiples formas, como ingrediente de la voluntad, del mismo modo se ha de reconocer, en segundo lugar, al pensar: en todo acto de la voluntad manda un pensamiento – y no se debe creer que es posible disociar este pensamiento de la volición misma como si entonces quedara restando aún volición alguna. En tercer lugar, la voluntad no es solamente un complejo de sentir y pensar sino, ante todo, además un afecto: aquel afecto del mando. La denominada libertad de la voluntad es, en esencia, el sentimiento de superioridad con relación a quien tiene que obedecer: “yo soy libre, él tiene que obedecer” – esta conciencia se encuentra alojada en toda voluntad y precisamente aquella tensión de la atención, aquella mirada clara que se pone en mira una sola cosa, aquella valoración excluyente “ahora hay necesidad de esto y no de otra cosa”, aquella certeza interna de que se obedece, todo esto forma parte del estado de quien manda. Un hombre que quiere -, manda a un algo dentro de sí que obedece o del que cree que obedecerá. Nótese, sin embargo, qué es lo más esencial en la «voluntad», en esta cosa tan complicada para la cual el pueblo tiene una sola palabra. En la medida en que, dado el caso, somos a la vez quienes mandamos y obedecemos y en que, como obedientes, conocemos las sensaciones de resistencia, apremio, presión y movimiento, las cuales suelen comenzar inmediatamente después del acto de la voluntad; en la medida en que tenemos la costumbre de ignorar esta duplicidad y de engañarnos acerca de ella con ayuda del concepto sintético «yo», se le han asociado al querer una serie de inferencias erróneas, y en consecuencia, de valoraciones erróneas de la voluntad misma: -de modo que el que quiere cree de buena fe que su voluntad misma es el móvil real y suficiente de la acción en su integridad. Y dado que en la gran mayoría de los casos sólo se ha querido algo cuando también era lícito esperar el efecto del mandato, el obedecer, es decir, la acción, entonces se ha traducido la apariencia en sensación como si existiera aquí una necesariedad del efecto: el que quiere cree con un grado considerable de seguridad que la voluntad y la acción son, en cierta manera, una y la misma cosa – le atribuye el éxito de la ejecución de la voluntad también a la voluntad misma y disfruta de un incremento de aquella sensación de poder que todo mandar conlleva. «Libertad de la voluntad» : ésta es la expresión para aquel estado, mixto en alto grado, del que quiere, esto es, del que manda y, a la vez, goza, en cuanto ejecutor, del júbilo de la superioridad frente a los obstáculos, y que, sin embargo, juzga que es la voluntad misma la que supera los obstáculos: – suma las sensaciones placenteras del exitoso instrumento ejecutor – de la voluntad y subvoluntad serviciales – a sus sensaciones placenteras en cuanto mandante. Este entreverado nido de sensaciones, estados y falsas suposiciones que el pueblo designa con una sola palabra y como una sola cosa por el hecho de encontrarse ahí de repente y de “una vez”, y por pertenecer a las vivencias más frecuentes y, por ende, más “conocidas”: la voluntad tal y como aquí la he descrito – ¿ha de creerse que no se la ha descrito nunca hasta ahora? ¿Que el torpe prejuicio del pueblo ha prevalecido en toda filosofía exento de cualquier examen hasta el presente? ¿Que acerca de lo que sea «querer» no ha habido entre los filósofos diferencia de opinión alguna, pues todos han creído que se estaría aquí en posesión de una certeza inmediata, de un hecho fundamental, y que el opinar estaría aquí totalmente fuera de lugar? ¿Y que todos los lógicos enseñan aún la trinidad «pensar, sentir, querer» como si «querer» no incluyera ningún sentir ni pensar? – tras todo lo expuesto, el gran desacierto de Schopenhauer al haber tomado la voluntad por la cosa más conocida del mundo, más aún, por la única cosa realmente conocida, se muestra como menos extravagante y arbitrario: tan sólo adoptó un enorme prejuicio de todos los filósofos hasta el presente, un prejuicio del pueblo, exagerándolo, como en general hacen los filósofos.

¿Y sabéis también qué es para mí «el mundo»? ¿He de mostrároslo en mi espejo? Este mundo: una enormidad de fuerza, sin comienzo, sin fin; una cantidad fija, férrea de fuerza que no se hace mayor ni menor, que no se consume sino que sólo se transforma, invariablemente grande en cuanto totalidad; una economía sin gastos ni pérdidas pero, asimismo, sin crecimiento, sin entradas; rodeado por la nada como por su límite; no es algo difuso, que se desperdicie, ni que se extienda infinitamente, sino que en cuanto fuerza determinada, colocado en un espacio determinado y no en un espacio que estuviese «vacío» en algún punto, antes bien, como fuerza, está presente en todas partes, como juego de fuerzas y olas de fuerza, siendo al mismo tiempo uno y «muchos», acumulándose aquí y al mismo tiempo disminuyéndose allí, un mar de fuerzas borrascosas anegándose en sí mismas, transformándose eternamente, regresando eternamente, con inmensos años de retorno, con un flujo y reflujo de sus formas que arrastra en su impulso de las más simples a las más complejas, de lo más quieto, rígido, frío, a lo más ardiente, indómito y auto-contradictorio, y, luego, una vez más, retornando de lo abundante a lo simple, del juego de las contradicciones al placer de la consonancia, afirmándose a sí mismo aún en esta igualdad de sus derroteros y de sus años, bendiciéndose a sí mismo como aquello que ha de regresar eternamente, como un devenir que no conoce ni saciedad ni hastío ni cansancio -: este mi mundo dionisíaco del crearse-a-sí-mismo-eternamente, del destruirse- eternamente-a-sí-mismo, este mundo-misterio de los deleites dobles, este mi más allá del bien y del mal, sin meta, a menos que se encuentre en la dicha del círculo, sin voluntad, a menos que un anillo tenga una buena voluntad para consigo mismo.- ¿Queréis un nombre para este mundo? ¿Una solución para todos sus enigmas? ¿ Una luz también para vosotros, los más ocultos, los más fuertes, los más impasibles, los más de medianoche? ¡Este mundo es la voluntad de poder – y nada más! ¡Y también vosotros mismos sois esta voluntad de poder – y nada más!

Desde cada uno de nuestros impulsos fundamentales existe una distinta apreciación perspectivística de todo acontecer y vivenciar. Cada uno de estos impulsos se siente con respecto a cualquier otro, impedido, o bien, promovido o adulado, cada cual tiene su propia ley evolutiva (sus altas y sus bajas, su ritmo, etc.) y cuando uno esta falleciendo otro crece.

El hombre es una pluralidad de “voluntades de poder”: cada una con una pluralidad de medios de expresión y de formas. Las presuntas “pasiones” tomadas por separado (por ejemplo, el hombre es cruel) son sólo unidades ficticias en la medida en que aquello que desde los diferentes impulsos fundamentales se presente a la conciencia como del mismo género, es condensado sintéticamente en una “esencia” o “facultad”, en una pasión. Del mismo modo en que el “alma” misma es una expresión para todos los fenómenos de la conciencia: expresión que, sin embargo, interpretamos como causa de todos estos fenómenos (¡la “autoconciencia es ficticia”!)

No se debe preguntar: “¿Quién interpreta entonces?”, sino que el interpretar mismo, como una forma de la voluntad de poder, tiene existencia (pero no como un “ser”, sino como un proceso, un devenir), como un afecto.

El “ser” – no tenemos de él otra representación que “vivir”.- ¿Cómo puede entonces algo muerto “ser”?