Cocco, Giuseppe & Vercellone, Cocco - Los paradigmas sociales del postfordismo

Maldeojo

Tras el retorno del crecimiento, el debate económico sobre la crisis del fordismo se ha desplazado hacia la definición de nuevos esquemas interpretativos del posfordismo y su espacio. Ahora bien, la mayoría de las contribuciones teóricas o empíricas a este esfuerzo de definición de los nuevos mecanismos de producción concentran su crítica únicamente en las condiciones industriales de éxito (o fracaso) de los nuevos modelos. Las modelizaciones propuestas no toman en suficiente consideración la evolución de las condiciones salariales de reproducción de las fuerzas de trabajo y las condiciones políticas de regulación de los mercados y de las relaciones sociales entre los actores a nivel macroeconómico. En realidad, la comprensión de las dinámicas de base de la afirmación de las performances industriales y económicas no puede ser eficaz si no circunscribe las condiciones de su afirmación. El debate sobre los nuevos modelos de organización productiva no puede prescindir del esfuerzo crítico de definición de los «prerequisitos» sociales y políticos que aseguran su funcionamiento económico e industrial.

La discusión sobre los nuevos modelos de desarrollo debe inervar el esfuerzo de desplazamiento de la investigación hacia la definición de las dimensiones sociales de los paradigmas del posfordismo. Para hacer esto, la vuelta a las grandes contribuciones teóricas en torno al debate sobre la afirmación y la crisis del fordismo puede dar algunos elementos esenciales para un primer balance crítico.

Del análisis de la crisis al de las estrategias de salida de la crisis: un debate sesgado por el determinismo tecnológico.

Tras la gran crisis de los años 30 y su trágico desenlace, parecía que el capitalismo había encontrado una nueva e inagotable vitalidad. A continuación de la segunda gran conflagración mundial, a lo largo de los años 50 y 60 y a pesar de la profundización de las cesuras Norte-Sur, los países industriales se hicieron con una vía de crecimiento regular. Los indicadores macroeconómicos mostraban tasas de crecimiento sin precedentes del producto, de la productividad y del consumo. Gracias a encadenamientos socio-económicos mucho más complejos y contradictorios que las modelizaciones interpretativas que se han formulado «ex-pos», la articulación de los mecanismos de producción y consumo de masa fueron la base de los que se bautizaron, sin dejar de hacer su apología, los «gloriosos 30». Bajo el impulso de un ciclo de luchas impresionante por su intensidad y su difusión internacional, la dinámica de este «círculo virtuoso» se atascó desde el final de los años 60 para volver a entrar en una crisis abierta en el curso de los años 70. Sin embargo, hasta el comienzo de los años ochenta, el debate sobre la crisis hará abstracción de sus determinantes sociales y subjetivos. Volviendo a enlazar con el vicio original de la economía política, las dinámicas sociales se ven reducidas a un simple epifenómeno, variable dependiente del espacio económico. De este modo, el debate girará en torno a las diferentes modelizaciones de la lógica objetiva que había asegurado el cierre armonioso del «fordismo» y, a continuación, determinado su crisis. Por esta razón, por encima de los diferentes diagnósticos, las interpretaciones de la crisis permanecen encerradas en el análisis de los límites objetivos del modelo «fordista». En cuanto a las normas de producción, de privilegia el agotamiento del depósito de las ganancias de productividad del OST, la rigidificación técnica de la cadena de montaje y el alza del coeficiente de capital. En cuanto a las normas de consumo, se toman en consideración la saturación de los mercados domésticos de bienes de consumo duraderos y la diferenciación de la demanda.

Sólo a partir de la segunda mitad de los años 80 una serie de trabajos se orientan hacia nuevos esquemas interpretativos. La discusión sobre los determinantes de la crisis hace sitio progresivamente a los esfuerzos de definición del nuevo paradigma. En lo sucesivo, se trata de circunscribir el modelo general de organización económica destinado a reemplazar al «fordismo» mediante una nueva articulación coherente de producción y consumo. Si el fordismo se basaba en el modelo americano y su gran industria, emergían nuevos contextos empíricos. Las performances industriales japonesas y la economía difusa italiana llamaron la atención del debate sobre los espacios del posfordismo (Piore, Sabel 1981). Por una parte, Japón y sus excedentes industriales parecían reemplazar al «leadership» internacional de los Estados Unidos, en el plano de los mecanismos financieros como en el de la definición de las nuevas normas de producción, gracias a la conjugación de la automatización y de niveles muy altos de calidad. Por otra parte, mientras que en Italia la crisis de las grandes firmas alcanzaba su máximo esplendor, el impulso de las «nuevas pequeñas y medianas empresas» parecía jugar un papel motor en lo que se llamará el «segundo milagro» italiano.

Los diferentes estudios empíricos van a encontrarse y cruzar con diversos «filones teóricos». Se trata, en especial, de la mezcolanza de las contribuciones propias de los enfoques institucionalistas americanos (Piore, Sabel 1984) y de la escuela francesa de la «regulación» (Aglietta 1976, Boyer 1986). En el marco de esta abundancia teórica, no debemos olvidar el papel jugado por la síntesis, conceptualizada por los economistas ingleses de la escuela de Sussex (C. Freeman, C. Pérez 1986), entre la teoría schumpeteriana de la innovación (J. Schumpeter 1939) y la noción Kuhniana de paradigma y revolución científica (T. Kuhn 1962).

  1. El paradigma de la «especialización flexible»

La obra pionera de Piore y Sabel (The New Industrial Divide) marca un primer giro en la definición de las formas y modalidades de la transición del modelo fordista de producción monoproducto y rígido a un modelo de producción multi-producto y flexible. El punto de partida de este enfoque es el papel nuevo que parecen jugar las PYMEs tras el desencadenamiento de la crisis. En cierta manera, apunta a elevar los fenómenos de descentralización productiva al rango de nuevo modo de funcionamiento global de la economía. A pesar de la riqueza del debate provocado, esta modelización del espacio posfordista se ve sesgada por la formalización del período fordista que acepta. En otros términos, el determinismo estructuralista rebota en la interpretación del nuevo modo de regulación, tal y como había caracterizado la modelización «a posteriori» de las armonías del fordismo. Sobre este tema, la descripción del paso histórico del fordismo al modelo de especialización flexible es iluminadora. Para Piore y Sabel, el fordismo se basaba en condiciones técnico-económicas de producción (producción en serie) cuya viabilidad se veía asegurada por las dimensiones de los mercados y la composición de la demanda. En este sentido, el «productor fordista» como «productor en masa» se organizaba para producir en grandes volúmenes un único bien poco diferenciado. De este binomio, producción en serie/consumo de masa, se desprendía una organización correspondiente del trabajo (y por tanto de la relación salarial) basada en la doble jerarquización taylorista: horizontal (parcelización de las tareas) y vertical (entre concepción y ejecución) (Montmollin y Pastré 1984).

La coherencia macroeconómica se veía asegurada entonces por la casi-virginidad de los mercados durante la fase expansiva del ciclo de vida de los bienes de consumo duraderos. De ahí la preeminencia de los grandes oligopolios integrados, dedicados a la gestión de un producto gracias a las economías de especialización realizadas mediante un proceso lineal a gran escala (Coriat 1990). Enfrente, las PYMEs se veían confinadas a un papel marginal repartiéndose los mercados subalternos de bienes de equipo y de bienes de consumo de lujo cuya producción no podía estandarizarse o masificarse. Con el mismo determinismo con el que se llegaba a la definición del dualismo de la estructura productiva se circunscribía, por extensión, la existencia de una segmentación correspondiente del mercado de trabajo, entre un sector central con garantías (el de las grandes concentraciones industriales fordistas) y un sector precario no-protegido (el de las PYMEs). Finalmente, se considera que el papel regulador del Estado Providencia y en especial de los convenios colectivos aseguraba un crecimiento armonioso de los salarios y la productividad. Las políticas económicas y monetarias de tipo keynesiano debían rizar el modelo al asegurar un contexto macroeconómico de crecimiento estable de la demanda que permitiera la planificación de las inversiones. La definición del modelo de «especialización flexible» deriva precisamente de la inversión del dualismo industrial descrito arriba. El estrechamiento progresivo de los mercados de bienes estandarizados habría trastornado las normas de rentabilidad de las grandes concentraciones industriales fordistas. En efecto, la supremacía de la gran industria taylorista, cuyo símbolo era la industria del automóvil, se basaba en equipos especializados y muy costosos. Pero, a consecuencia de la inestabilidad cuantitativa y cualitativa de la demanda, la rentabilización de semejante aparato productivo se hacía cada vez más difícil. El paso a un crecimiento lento e inestable, marcado por una demanda sometida a una obsolescencia rápida, habría determinado la nueva centralidad de las pequeñas unidades productivas. Gracias a su flexibilidad, incluso a su capacidad de reaccionar casi instantáneamente a las fluctuaciones de la demanda, las PYMEs superarían a las grandes empresas «rígidas». De ahí la afirmación de una nueva forma de especialización «plegable». Se trataría de la instalación tendencial de un nuevo paradigma industrial, más descentralizado y más innovador, cuyas condiciones técnicas y relaciones sociales representarían una verdadera superación del modelo fordista. En fin, se trataría de la conjugación de formas nuevas y más «democráticas» de integración entre firmas, según un modelo de casi-integración vertical (Enrietti 1987), que daría vida a zonas de desarrollo (los distritos industriales) territorialmente homogéneos (Becattini 1987), con relaciones sociales que permitirían el consenso y excluirían el dualismo en la sociedad (Lipietz, Leborgne 1988).

La «bifurcación» hacia el nuevo paradigma aparece entonces como un «desplazamiento de centralidad», del segmento de la gran industria al de la pequeña empresa innovadora y dinámica. Más en general, habría una especie de retorno a las tradiciones artesanales y a sus instituciones. Precisamente, la inercia institucional de las tradiciones y las formas sociales antiguas permitiría a determinados países y regiones, más que a otros, realizar con éxito esta mutación (A. Bagnasco 1977). Estos complementos antropológicos completan una modelización cuyo determinismo evacua toda localización de las relaciones de causalidad subjetivas y contradictorias de un desplazamiento semejante.

  1. Los enfoques neo-schumpeterianos

Sin haber sido abandonado por completo, dado el interés que presenta este enfoque para la interpretación de los determinantes de la renovación de las pequeñas unidades productivas, el alcance normativo del modelo de «especialización flexible», en tanto paradigma de organización industrial, se ha visto puesto en cuestión progresivamente. Numerosos estudios empíricos han mostrado que los años 80 han sido el teatro de afirmación de un vasto proceso de concentración industrial mientras los principales indicadores económicos, que atañen a la rentabilidad, las capacidades de inversión e innovación, se desplazan a favor de la «gran empresa» (B. Harrison 1990, G. Dosi 1989, Arcangeli 1989). En particular, los «distritos industriales», que constituían las bases empíricas del modelo de especialización flexible han vuelto a entrar en una fase duradera de crisis y asisten, también, a un profundo proceso de concentración (Prosperetti 1989).

Por esta razón, la literatura económica más reciente ha intentado caracterizar la transformación del paradigma, no ya a partir del desplazamiento de centralidad en el dualismo industrial tradicional, sino en términos de transición de la «producción rígida de masa» a la «producción flexible en grandes volúmenes». Entonces, la crisis precoz del modelo de «especialización flexible» deja la puerta abierta al retorno de los enfoques neo-schumpeterianos. Según estos, de manera más matizada aún que en Piore y Sabel, el tiempo histórico de la economía, la alternancia de períodos de crecimiento y crisis se anuda en torno al impulso y el agotamiento de trayectorias tecnológicas sucesivas (G. Dosi 1982) de acuerdo a ciclos largos (Kondratieff 1935) de innovación y destrucción creativa (Schumpeter 1939). Estos enfoques afirman pues un determinismo tecnológico cerrado, una especie de autoproducción tecnológica e inmanente del sistema económico (Hottois 1984). Consideran transitorio (schumpeteriano) el modelo de «especialización flexible» en el contexto del despliegue de los ciclos económicos largos gobernados por leyes generales e inmutables. En efecto, la difusión de las nuevas tecnologías daría lugar a una primera fase de competencia. A continuación, el retorno a las economías de escala abriría una «nueva fase oligopolista dominada por la gran dimensión» (F. Barca 1989). En otros términos, las PYMEs pueden presentar tasas de beneficio y desarrollo elevadas en el período de «lanzamiento» del «nuevo paradigma»‘ A medio plazo, el umbral dimensional se elevaría de nuevo, reestableciendo la tradicional lógica dualista y la subordinación clásica de las pequeñas unidades productivas a la gran empresa oligopolista. La noción de diferenciación del producto cambia de contenido. Ya no tiene que ver con el resorte de las especializaciones productivas de las diferentes PYMEs que cooperan en redes, sino que atañe directamente a la empresa y especialmente a la gran firma. En lo sucesivo, la empresa se plantea el objetivo de gestionar en un tiempo determinado ya no un bien, sino una gama de bienes. Cada uno de esos bienes, cuyo ciclo de vida se reduce, responde a un espectro muy vasto de necesidades (E. H. Chamberlin 1933). En términos de organización de la producción, los procesos lineales, organizados en paralelo para la producción de bienes homogéneos, se ven reemplazados por una producción múltiple «a-sincrónica» que dispone al mismo tiempo de determinadas fases comunes con el fin de explotar también las ventajas de la especialización (P. Bianchi 1989).

  1. El paradigma japonés y la escuela de la regulación

Entonces, la atención se ha desplazado hacia el aparato productivo contemporáneo que mejores resultados ofrece, el que asegura a Japón una capacidad sin precedentes de romper las barreras erigidas por los grandes oligopolios europeos y americanos. Se ha empezado a hablar entonces de modelo japonés y de «toyotismo» como nuevo arquetipo que dicta, al nivel de la economía mundial, las nuevas normas de producción. De manera simétrica, mientras que el concepto de americanización se ve reemplazado por el de japonización, se piensa poder circunscribir en los trabajos de Ohno (1978) la formalización teórica de los principios de organización del trabajo que reemplazan al taylorismo y \l’OST\ (Coriat 1990). Estas conceptualizaciones marcan otras tantas etapas decisivas en la evolución de los útiles de análisis de las estrategias de salida de la crisis. El esfuerzo desplegado es notable, en especial cuando, mediante la «distinción entre innovación tecnológica e innovación organizativa» (Coriat 1990), se apunta a la recomposición de «lo económico» y » lo social». De este modo, se restablece la centralidad de la problemática de la gestión de los «recursos humanos» mostrando la variedad de configuraciones a las que puede llegar un mismo soporte técnico (Boyer 1989). Sin embargo, a pesar de su riqueza, estos intentos de definición del paradigma posfordista representan aún un trabajo «en negativo». Se calca el «toyotismo», de manera estática, sobre los límites técnicos del modelo fordista canónico. De la obsolescencia de los principios fordistas se extraen otros tantos principios posfordistas, a saber, otras tantas «soluciones». En esta perspectiva, el sinóptico propuesto por R. Boyer (OCDE 1989) representa un trabajo de referencia. Según la modelización esbozada por Boyer, la dimensión paradigmática del «toyotismo» está unida a su capacidad de ser, de manera especular, el substituto del fordismo.

La dinámica innovación/conflicto se ve borrada o en el mejor de los casos relegada a las coyunturas transitorias que marcan el paso de un paradigma a otro. Es cierto que, del «fordismo» al «toyotismo», del modelos americano al modelo japonés, del cronómetro al robot, se afirma una problemática finalmente global para marginalizar a los enfoques economicistas. Pero se sigue corriendo el riesgo de caer en una visión evolucionista, caracterizada por la superación de las rigideces técnico-económicas de la cadena de montaje. De este modo, tal y como el taylorismo permitió luchar contra la «vaguería del trabajo», el toyotismo corre el riesgo de aparecer no como un desplazamiento, sino como una simple profundización y una expansión de la organización del trabajo, que permitiría finalmente atacar a la «vaguería del capital circulante».

  1. Las dimensiones sociales de los paradigmas posfordistas

La noción de «flexibilidad» que emerge del conjunto de estos trabajos se determina de manera cada vez más cualitativa. Es un concepto que aparece en su dimensión global como «mix» de técnicas y tecnologías que pueden unir: cambios rápidos y frecuentes de modos, estilos y tipos de producto; adaptaciones o re-programaciones fáciles de procedimientos y actuaciones; efectos de vuelta (feed back) rápidos en términos de calidad y cantidad, entre productores, vendedores y usuarios. Se dibuja un verdadero desplazamiento cualitativo en la medida en que la caracterización del nuevo paradigma se debe a la visualización de las relaciones estrechas que se establecen entre agenciamientos técnicos y agenciamientos organizativos. De este modo, el «paradigma» se ve abierto a un abanico muy amplio de configuraciones posibles. Según las diferentes articulaciones socio-institucionales de la relación salarial, el nuevo sistema técnico-económico puede desembocar en un modelo neo-tayloriano o si no en el de la implicación colectiva y el empleo para toda la vida. «Los elementos que fundamentan las cesuras esenciales de competitividad atañen a las estrategias y estilos de management que pueden alinear las firmas» (R. Boyer). La intensidad tecnológica de los equipos no asegura, por si sola, el mejoramiento de los resultados de una firma. Pero entonces, el proceso de transformación industrial no representa más que el «back line» de la mutación de paradigma (A. Accornero 1989). Finalmente, el nuevo paradigma no se define en la fábrica, sino en las condiciones globales y por tanto esencialmente sociales en las que se determinan las formas de cooperación e innovación. El imperativo de optimización global de los flujos (el «just in time») así como las fórmulas organizativas que aseguran la recomposición de los momentos de concepción y fabricación o, por último, la inversión de la jerarquía tradicional entre firma y mercado, no representan sino conceptualizaciones diferentes de un mismo movimiento: el que va de la fábrica a la sociedad, de las condiciones productivas de fábrica a las de cooperación social. En realidad, todas estas formalizaciones, salvo algunos matices, tienen en común la dedicación a comprender los mecanismos a cuyo través las nuevas formas organizativas tratan de someter la riqueza de la cooperación social productiva a la dimensión capitalista de la fábrica.

Por un enfoque alternativo en términos de composición de clase

El debate sobre los paradigmas posfordistas nos parece incapaz de salir de su determinismo. Frente a una sociedad profundamente contradictoria, caracterizada en profundidad por subjetividades antagonistas, la abstracción de los modelos se sitúa necesariamente de un determinado lado para lanzar una mirada sobre la realidad social que, de manera más o menos explícita, rechaza lo que para ella es impensable (Rosier 1988). El punto de partida de todos estos análisis es la lógica del capital en sí mismo, más aún, el impacto de la dinámica objetiva de la acumulación y de los sistemas técnico-organizativos sobre la relación salarial y el mercado de trabajo. Nunca toman en consideración los efectos de la composición de clase sobre la reorganización de la estructura de capital, su papel motor en la articulación de la sociedad capitalista. De este modo, el análisis de la relación salarial se reduce a establecer la correspondencia mecánica entre determinado tipo de clase obrera y una estructura dada de capital. Así, todos los enfoques se ponen más o menos de acuerdo en atribuir a la revolución electrónica la aparición de una figura obrera polivalente que reanudaría los lazos con el mito «proudhoniano» del obrero «dueño» de sus instrumentos de producción. Los conflictos sociales se consideran simples elementos de un desarrollo estructural que se desenvolvería gracias a sus dinámicas endógenas.

En el mejor de los casos, se considera que las luchas obreras retrasan o aceleran transformaciones de la estructura social cuya dirección permanece pre-determinada y auto-propulsiva (Holloway, Pelàez 1989). Ahora bien, tanto la dinámica de un modelo de desarrollo como el «progreso» técnico no dependen de una lógica inmanente en la misma medida en que no son transferibles así como así de una nación a otra, de una situación social a otra. De hecho, el camino lógico que siguen todos los enfoques es el mismo: de la tecnología al nuevo paradigma técnico-organizativo y al trabajo (Coriat 1990). En cambio, todas las transformaciones mayores son el producto social de una dialéctica compleja «conflicto/innovación». No se puede afirmar que el capital es una relación de clase limitándose a reconocer que el propio funcionamiento de la ley del valor descansa en el hecho de englobar a la fuerza de trabajo como capital variable. Hay que partir del monismo obrero (Moulier 1989), de la primacía histórica y social del movimiento del trabajo sobre el capital. Se debe concebir a la clase obrera no sólo como categoría de la acumulación, sino también y sobre todo a partir de su «exterioridad» al modo de producción. Hay que tener en cuenta la autonomía de los mecanismos de formación de su subjetividad y de sus lógicas de conflicto. Estas son en parte independientes y pueden ser anteriores a la transformación de las fuerzas de trabajo en capital variable. La caracterización de los elementos que atañen a su movilidad, su reproducción, sus modos de vida y sus modelos culturales es tan esencial o más en la constitución de los sujetos colectivos. Este es un punto cardinal de la formación de la subjetividad de clase tal y como la han definido E.P. Thompson y la teoría italiana de la composición de clase (M. Tronti, A. Negri).

Desde este punto de vista, es asombroso que la mayoría de las modelizaciones habituales del «fordismo» hayan dejado a un lado el papel jugado por las migraciones internacionales de mano de obra en la fabricación de las diferentes configuraciones de la relación salarial fordista.

Afirmar que el capital es una relación de clase implica que el producto de una dialéctica luchas/desarrollo, más aún, de una serie de ciclos de luchas, de rupturas y reestructuraciones sucesivas, Esta dialéctica puede ser positiva (desde el punto de vista del capital) en la medida en que se ve integrada como vector del desarrollo de las fuerzas productivas. Este es el sentido del análisis marxiano de la lucha por la reducción de la jornada de trabajo situada en el «capital», en el centro del paso lógico-histórico que lleva de la noción de «plusvalía absoluta» a la de «plusvalía relativa». Del mismo modo, durante el fordismo, la lucha salarial (y no el compromiso) fue el motor principal del círculo virtuoso, pues estimulaba las ganancias de productividad, al mismo tiempo que aseguraba una distribución del rédito coherente con la producción de masa. Esta «dialéctica malvada» luchas obreras/reestructuración/desarrollo (A. Negri 1989) es de una importancia capital para explicar la capacidad dinámica de transformarse del capitalismo. ¿Cómo no asombrarse de que la mayoría de los análisis de sistemas económicos comparados hayan despreciado una de las causas más importantes del largo estancamiento y el hundimiento de las economías de los países del Este, a saber, el telón de acero que había asfixiado la conflictividad obrera? Por último, esta incapacidad de la economía política para circunscribir los grados de autonomía que marcan a la relación salarial se vuelve mucho más grave en la medida en que el elemento mayor que caracteriza a las transformaciones actuales se sitúa en una ruptura progresiva de esta dialéctica malvada. De positiva se vuelve negativa: la dinámica conflicto/innovación deja de ser un motor de desarrollo del capital desde el momento en que la nueva subjetividad materializa lo más «inconcebible» para la economía política: «la cooperación productiva ya no necesita al capital».

  1. Del «fordismo» al «posfordismo»: el debilitamiento del papel motor de la dialéctica luchas/desarrollo

Tratemos de volver sobre los pasos esenciales de este camino. La construcción del «modelo fordista» no tiene nada de ineluctable. Fue el producto complejo y progresivo de las luchas de la clase obrera americana. El modelo de la gran firma y el oligopolio concentrado, por encima de las determinaciones económicas (los mercados de masa y las economías de escala), se forjó a finales del siglo pasado para responder a la desestructuración de las reglas de la competencia del mercado de trabajo determinada por el movimiento de los «Caballeros del trabajo» (Rosier 1988). De hecho, los principios de la OCT se definieron durante esta misma época, mucho antes del impulso de la producción de masa, con el fin de privar al «obrero profesional» de su «savoir-faire», en el que descansaban su autosuficiencia productiva y el proyecto político autogestionario (cuyo equivalente en Europa fue el movimiento de los «consejos»). El «cronómetro» y a continuación la cadena de montaje determinaron un formidable proceso de abstracción del trabajo. De este modo, el capital podía aparecer como condición necesaria para el agenciamiento de las fuerzas productivas al detentar el monopolio de las «potencias intelectuales» de la producción.

La instalación de una articulación funcional entre las normas de producción y las del consumo de masa es, igualmente, el resultado del primer gran ciclo de luchas del obrero-masa, los «wobblies» de los IWW (Rawick G. 1972). El origen del «Five Dollars Day», introducido por H. Ford, no hay que buscarlo en las nuevas condiciones técnico-económicas de la producción en serie, sino en el rechazo obrero de la cadena. De manera más decisiva aún, el «New Deal», con su esfuerzo de integración estable de esta figura obrera en los mecanismos de negociación colectiva y del consumo de masa es el resultado del antagonismo obrero.

Sólo a posteriori y a tientas en cada momento, esta lógica de la conflictividad puede considerarse como la articulación de un conjunto de principios técnico-económicos y de compromisos institucionales. En cambio, como en el caso del «Welfare state», algunas de estas instituciones se convierten en formas históricas irreversibles del antagonismo, por encima de su mayor o menos funcionalidad en las transformaciones de las dinámicas de la acumulación del capital. El impasse ligado a la evacuación de la subjetividad de clase aparece claramente en la interpretación de las trayectorias nacionales del crecimiento de la posguerra. A menudo se han reducido las especificidades sociales e institucionales, según una pura lógica de medida de los grados de conformidad, al modelo canónico americano. En cambio, es evidente que las configuraciones específicas de la relación salarial explican la diversidad de las trayectorias nacionales en el crecimiento y la crisis del fordismo. Hay que partir de aquí con el fin de circunscribir determinadas especificidades del espacio posfordista. El «segundo milagro italiano», el de la economía difusa, nos remite inevitablemente a la fuerza de la conflictividad que nunca dejó de atravesar la relación salarial de este país desde los primeros años 60 (Cocco, Vercellone 1988). Incluso el modelo japonés es, en buena parte, el producto de una gran ola de luchas que marcó, desde los años 50, la instalación del fordismo, obligando a las firmas niponas a reestructurarse bajo formas anormales y alternativas al paradigma tecno-económico del fordismo canónico (Hanada M. 1987).

  1. Cooperación social productiva y nuevo ciclo de acumulación

Como en el caso de las modelizaciones del fordismo, la evacuación de la subjetividad de clase impide a los diferentes enfoques normativos la posibilidad de captar las relaciones de causalidad y abrir sus modelizaciones al horizonte de las posibles salidas da la fase de transición actual. La crisis del paradigma fordista no se debe al agotamiento técnico de un régimen de acumulación, sino al cuestionamiento de las propias bases de control de la relación salarial y de subordinación del trabajo vivo al trabajo muerto, del capital variable al capital fijo. La crisis es una crisis social, corresponde al desarrollo de un sujeto colectivo que se ha negado como fuerza de trabajo y como consumidor masificado, vaciado de toda cualidad y toda existencia autónoma salvo en su integración en el capital. Hay una continuidad que une la micro-conflictividad, el absentismo sistemático, el sabotaje (el rechazo del trabajo en la cadena) al deseo general de promoción social (lucha por la escolarización de masa) y de valorización del savoir-faire como medios de reapropiación de los mecanismos sociales de la producción y la reproducción. Estas dinámicas subjetivas son portadoras de un nuevo modelo cultural, basado en una «intelectualidad» de masa, que concibe el trabajo asalariado como un horizonte limitado y limitador de su existencia y sus aspiraciones (R. Zoll 1989). En esta óptica, el cambio de paradigma no es más que el intento capitalista de reducir, mediante la reestructuración, la cualidad del nuevo sujeto a elemento objetivo de un nuevo ciclo de acumulación. Pero se trata de un intento incapaz de afirmar una síntesis dinámica. La relación obreros/capital no ha sido superada; pero se presenta cada vez menos según los principios de la dialéctica interna al desarrollo. Se despliega mediante «líneas de fuga» (Deleuze y Guattari 1980) en función de principios de separación. En las modelizaciones económicas de los paradigmas posfordistas, así como en la retórica patronal, las problemáticas de la «calidad total» (en el plano de las normas de consumo) y la «implicación colectiva» (en el plano de las normas de producción) explicitan de manera deformada esta ruptura.

  1. Nuevas normas de consumo y reconquista obrera del valor de uso

La definición del desplazamiento paradigmática está atrapada en la reducción «economicista» de los determinantes cualitativos de la «sofisticación» de las necesidades. La capacidad de los nuevos agenciamientos productivos para captar las finas evoluciones del consumo lleva al estatuto de nuevo modelo sin tener en cuenta el «cambio de naturaleza» que se oculta tras la diversificación social de las necesidades. En efecto, «en la fase actual de transición hacia un modelo diferente de acumulación y de regulación social, las diferencias sociales y culturales, el pluralismo de los intereses y la diversificación de las necesidades se ven destinadas a progresar rápidamente mientras que las grandes identidades colectivas ligadas a la condición de fábrica pierden su importancia» (M. Paci 1989). La libertad de elección en los comportamientos de consumo puede derivar de evoluciones más complejas que la debida a la saturación cuantitativa de los mercados. Ha sido un objetivo social que ha crecido en las diferentes formas de protesta y rechazo de la «super-regulación burocrática» (del Estado providencia) así como contra todo intento de volver al «productivismo neoliberal» (Lipietz 1990) que sólo ofrecen oportunidades de elección a un pequeño número de privilegiados (H. Heclo 1981). La emergencia del discurso ecologista es un indicador de esta evolución potente de la demanda hacia la reconquista del valor de uso. El impulso de la «economía de variedades» es sólo uno de los aspectos, sólo uno, de la emergencia de una «demanda de libertad personal y de realización de sí mismo que es también demanda de variedad en cuanto a las necesidades a satisfacer y a las modalidades de su satisfacción» (M. Paci).

  1. De la crisis de la OCT a las nuevas normas de producción

Una vez más los conflictos, las viejas y nuevas paradojas, son más explicativas que las coherencias parciales cuya eficacia sólo puede afirmarse «a posteriori». El principal elemento desestructurante del control taylorista del trabajo fue el rechazo obrero de la cadena de montaje y el trabajo parcelizado. Trastornó lo que el fordismo había perfeccionado. «La cooperación obrera autónoma reaparece como cooperación productiva antagonista» (A. Negri 1990). Traba todo intento capitalista de profundizar en lo sucesivo la abstracción y parcelización del trabajo. La crisis de la organización del trabajo aparece en su dimensión social. Está inscrita por entero en la inteligencia obrera del sabotaje. La creatividad obrera, negada en tanto función productiva, llegaba a un verdadero uso colectivo de las rigideces de la OCT al obtener la disminución de la intensidad del trabajo. La cuestión del «desequilibrio de la cadena de montaje», interpretada por los «regulacionistas» como manifestación mayor de los límites técnicos del fordismo, es más, de su rigidez y su incapacidad para reducir la «vaguería del capital», es, también, una dimensión plenamente social. De hecho, el problema del equilibrio de las cargas de trabajo entre los puestos ha estallado en tanto momento de condensación de los conflictos que han desvelado y utilizado la fragilidad extrema de la cadena frente a la cualidad de la insubordinación obrera. La ruptura en un solo punto del ciclo podía descomponer el conjunto de los flujos productivos. La inteligencia colectiva obrera del proceso de producción era capaz, en lo sucesivo, de utilizar la forma del ciclo para conseguir la mayor eficacia desestructurante al menor coste (las huelgas gota a gota). La rigidez de la cadena de montaje era esencialmente, desde este punto de vista, una rigidez obrera. El caso Fiat es ejemplar: la anticipación en Fiat de las inversiones en automatización (los primeros robots se introdujeron a partir de 1972) fue la respuesta «técnica» que apuntaba a reducir el poder obrero mediante la fluidificación de las rigideces sociales. Era también una respuesta, aunque mistificada, a determinadas reivindicaciones obreras frente a las tareas más repetitivas, penosas y nocivas.

Pero las firmas que eligieron la vía de la reestructuración basada esencialmente en la componente tecnológica (lavour saving) según una filosofía neo-taylorista son las que hoy encuentran las mayores dificultades. No se construye a los humanos como a los robots, la «calidad total» sólo puede obtenerse mediante la implicación de los humanos. Movilizar a los humanos en el sistema de las máquinas significa, para el capital, «reconocer su propia dependencia respecto a las facultades no sólo psíquicas sino también mentales de las fuerzas de trabajo y además romper con la dimensión individualista en la que el trabajo automatizado sitúa al trabajador. Se trata de una reconstrucción forzada de una dimensión colectiva, de una comunidad de empresa abierta a la comunicación obrera» (M. Revelli 1990). El propio discurso que hoy ostentan la mayoría de las grandes firmas sobre la «implicación colectiva» (veáse los círculos de calidad) aparece como un intento de integración de una cooperación productiva que es independiente. Del mismo modo, las estrategias que tienden a unir, mediante los parámetros salariales y el empleo para toda la vida (a la japonesa), la mano de obra al destino de las firmas responden a la dificultad creciente de control sobre los trabajadores cada vez más refractarios al trabajo asalariado y manual. De este modo, en Italia, por ejemplo, pese a las tasas de paro nominal elevadas, las industrias se encuentran con una penuria creciente de mano de obra que tratan de paliar con el relanzamiento de los flujos migratorios. Tal y como Keynes definía la «rigidez a la baja de los salarios», hoy podemos hablar de «rigidez a la baja de la cualificación del trabajo». Los casos de Fiat y Peugeot son ejemplares, la mayoría de los jóvenes contratados declaran que consideran temporal la experiencia de fábrica y en cualquier caso un paréntesis en la perspectiva de la creación de una actividad independiente.

Esta búsqueda de autonomía representa precisamente una explicación importante de la proliferación de las micro-empresas que caracterizó al «segundo milagro» italiano. En negativo, el rechazo del trabajo asalariado se concretizó en la inteligencia del sabotaje, pero en positivo se explicitaba en la fuga de la fábrica y la invención de formas alternativas de producción de riqueza y autovalorización. Hay que atribuir a la difusión social de la micro-conflictividad de los Obreros Descualificados tanto la crisis de la mediación sindical de los conflictos como la multiplicación de las experiencias productivas basadas en verdaderas redes de «empresariado político». Además, la constitución de esta independencia subjetiva de la cooperación social productiva se ha visto prefigurada en las formas de la economía subterránea e informal. Las tradiciones artesanales no explican la particularidad de los distritos industriales: «La Tradición tomada como factor genérico da cuenta de todo pero no explica nada» (P. Pons 1988). A menudo, la figura del empresario «descentralizado» no es la del antiguo capataz, sino la de la vanguardia obrera. Del mismo modo, cuando se explica la eclosión de las PYMEs mediante la relación clásica entre paro y trabajo independiente (como después de las crisis de los años 30) se olvida que el obrero de los años 70, con garantías por el «welfare state» (la «Cassa Integrazione»), disponía de un rédito que aseguraba su reproducción. La dinámica de creación de empresa es una fenómeno cualitativo nuevo. Es incomprensible si no se considera el polo positivo del «rechazo del trabajo». La oposición entre el modelo de la especialización flexible y el «japonés» de la producción plegable en grandes volúmenes no es más que una oposición falsa. De este modo, el impulso de las redes de PYMEs innovadoras, al final de los años 70 y principios de los 80 no se debió al desplazamiento del dualismo industrial.

  1. Fin de la centralidad del trabajo industrial y condiciones sociales de la cooperación productiva

En fin, no se da el desplazamiento de una sociedad industrial a otra, sino a una sociedad posindustrial, en el sentido de que la cultura (la ciencia) se convierte en el principal motor del desarrollo. Falta la clave de la productividad invocada por muchos economistas (Aglietta 1990) porque las propias condiciones de su extracción se han transformado y constituido de manera independiente y alternativa a los mecanismos de control del capital. «La mayoría de los costes se sitúan más en el nacimiento, en la sociedad, en el sistema de formación, que en el funcionamiento del proceso productivo en sí mismo. Lo que se produce es un sistema integrado en el que todo es interdependiente de todo. La productividad de cada factor, considerada y aprehendida mediante el cálculo marginal, ya no tiene sentido» (R. Passet). Los instrumentos neutros del lazo social, el dinero y la información (P. Barcellona) ya no aseguran la intercambiabilidad de los productos acabados, sino de las propias formas de producir, de la potencia de la praxis colectiva (P. Virno 1989). Tanto la concepción como la instalación de las condiciones de la producción y de los mecanismos de obtención de ganancias de productividad dependen cada vez más de formas de cooperación social que se determinan de manera autónoma y antes de ser englobadas en la organización capitalista del trabajo. Hay entonces un desplazamiento paradigmático de la oposición tradicional entre capital y trabajo. En el «fordismo» la contradicción fundamental estaba marcada por la oposición entre «concepción» y «ejecución», entre trabajo manual y trabajo intelectual. Hoy, el sujeto colectivo que está constituyéndose en la formación y la escolarización de masa prolongada detenta todos los prerequisitos de la gestión directa de los agenciamientos productivos. La oposición entre trabajo intelectual reconocido como tal y trabajo intelectual no reconocido emerge con claridad. La potencia del trabajo social, del saber acumulado por este «obrero colectivo» es difícilmente reductible a la necesidad capitalista de descualificarla y expropiarla con el fin único de la acumulación. Los nuevos movimientos, por encima de sus singularidades, están marcados en su totalidad por un rasgo común. A pesar del repliegue aparente sobre la especificidad de sus condiciones profesionales, en estas luchas se pueden trazar los contornos de la socialización de la resistencia, la autonomía del savoir-faire contra la lógica del beneficio. De este modo, en una escuela cada vez más solicitada por las necesidades de las empresas y la retórica repugnante de la «rabia por ganar», los movimientos estudiantiles (86 en Francia, 90 en Italia) y de enseñanza media expresan, por contra, la necesidad de liberar la formación y el trabajo intelectual de la tabicación disciplinaria, para afirmarla como instrumento de enriquecimiento del individuo y la sociedad. Del mismo modo, en el movimiento de las enfermeras (1988) la voluntad de reconocimiento de su profesionalidad iba a la par con el rechazo de someter la sanidad a la lógica de la rentabilidad y la impersonalidad de las técnicas hospitalarias. Cada vez más, el trabajo, para cooperar, ya no necesita someterse al capital. Da forma a líneas de acumulación alternativas. Se han removido los fundamentos en que descansaba la propia figura del empresario capitalista (en el sentido schumpeteriano) y el «manager» como sujeto de la innovación y organizador racional de los factores de producción. La cooperación productiva autónoma está constreñida por el capital por la sola fuerza del mando (globalización de los mercados, financiarización de las firmas, amplificación desmesurada de los niveles de acumulación). La actividad empresarial capitalista ya no detenta ninguna racionalidad económica. Es el final de uno de los pilares fundamentales de lo que, desde el punto de vista marxista, se llamaba la «función progresiva del capital». La dialéctica «luchas/desarrollo», de positiva tiende a volverse negativa. Deja de ser el motor del desarrollo del capital. A pesar de la cacofonía sobre el paso a la sociedad «posindustrial», todas las problemáticas del paradigma siguen atrapadas en el interior de un enfoque cuyo eje sigue siendo el trabajo de fábrica y las nuevas características de las figuras obreras nacidas de la revolución informática. De este modo, el discurso se aglutina en una oposición arcaica a los neoliberales en torno a una improbable renacer de la función de mediación de los sindicatos y de un nuevo dispositivo de regulación institucional. La búsqueda del compromiso debería basarse en la implicación colectiva negociada a cambio de un control de la instalación de las nuevas tecnologías y la salvaguarda «dinámica» del empleo y el crecimiento del tiempo libre. El postulado implícito es que la fábrica continúa estando en el centro de la sociedad.

De ahí la oposición, a veces, a las formas de salario social desligadas de la relación de trabajo (el RMI). Estos enfoques menosprecian dos aspectos fundamentales. Hasta en la industria, los asalariados que verán abierta la vía de la profesionalidad y en los que tendría que basarse este nuevo compromiso no son más que una minoría. Junto a esta minoría de «polivalentes», seguirá habiendo siempre una mayoría de excluidos. Desde luego, los nuevos términos de la relación entre saber y poder no pueden reducirse a una vuelta de la figura del obrero profesional, sino que atañen directamente a la sociedad en su conjunto.

La elaboración de A. Gorz (1990) es una excepción notable a lso enfoques tradicionales del trabajo industrial y la mediación sindical. Su intento de formulas una propuesta alternativa cobra forma precisamente a partir del impasse en que se encierra el debate actual, al rechazar el ver que «ya no vivimos en una sociedad de productores, ni en una civilización del trabajo». En otros términos, la ley del valor ya no permite evaluar ni cargar de sentido el carácter cada vez más social de la producción. Su reproducción ya no corresponde a ninguna racionalidad económica objetiva. Mientras que una formidable reducción del tiempo de trabajo necesario abre el horizonte de una liberación progresiva del trabajo manual y asalariado, su imposición es socialmente anti-económica, improductiva, una despilfarro insensato del tiempo y el savoir-faire colectivos. De este modo, según una dinámica cuyo caso ejemplar es el norteamericano, lo esencial de los empleos creados atañe a los servicios a las personas (improductivos) que cada cual podría hacer por su cuenta. En realidad, la profundización de las desigualdades que deriva de ello ya no tiene ninguna justificación social, mucho menos económica, a saber, la extracción de un plus para la acumulación futura. En nombre de la ideología del empleo por el empleo (trabajista) querría reducirse al estatuto de «criado» (para una minoría de privilegiados) la riqueza del saber social acumulado por una generación entera crecida en la escolarización de masa. Frente a esta irracionalidad, Gorz exalta la autonomía y la creatividad de la sociedad civil hasta llegar a la propuesta de un «rédito universal». Este rédito debería ser un «derecho regular que ya no descansa en el valor del trabajo ni se concibe como una remuneración del esfuerzo. Tiene como función esencial distribuir a todos los miembros de la sociedad una riqueza que resulta de las fuerzas productivas de la sociedad en su conjunto».

Sin embargo, esta formidable intuición, que une rédito garantizado y socialidad de los mecanismos de producción, pierde buena parte de su alcance desde el momento en que Gorz la concibe únicamente como una radicalización del tiempo privado. Desconecta la cuestión del tiempo liberado de la del trabajo y en esa medida de las formas de cooperación que aseguran la producción de riqueza.

Por último, en contradicción con la propia lógica de su análisis, Gorz deja a un lado la cuestión central, la del mando del capital sobre la cooperación social productiva. La problemática de un «rédito universal» sólo cobra su verdadero sentido en la medida en que está unida a la liberación del trabajo no sólo como fuga hacia el tiempo libre, sino, sobre todo, como reapropiación de las condiciones sociales de la producción de riqueza.

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