Bifo (Franco Berardi) - Deseo y simulación

2007

A mediados de los años 70, el territorio filosófico ha sido despojado de la herencia hegeliana. El concepto de alienación fue dejado de lado porque en la práctica social la alienación se había convertido en rareza. La repetitividad de las rutinas productivas se había convertido en rechazo del trabajo y sabotaje, la soledad del individuo en la cadena de montaje se había transformado en comunidad subversiva y organización colectiva. En los años 70 los cuerpos se habían rebelado, sin acordarse más del alma. Los cuerpos recobraron su espacio.

“El alma es la prisión del cuerpo” pregonaba una pancarta feminista aparecida en las calles de Bolonia en 1977, cuando fueron escritas, declaradas y expuestas todas las inquietudes de una premonición.

En aquellos años el problema de la subjetividad se revelaba con una luz nueva. Ya no más un Sujeto (upokeímenon) con la orden de llevar a cabo la verdad de la historia, sino una singularidad que encuentra otras singularidades. El actor de la historia (de las historias) se libera de la estructura, ya no hay trama que respetar, ningún guión que interpretar. A mediados de los años 70 en Francia se desarrollaba una polémica filosófica que afrontaba los temas que el derrumbamiento de la construcción dialéctica había dejado expuestos, indefinidos, volátiles: la cuestión de la formación del sujeto y la cuestión de la formación del poder. Esta polémica enfrentaba a Jean Baudrillard con los autores del Antiedipo por un lado, y con Michel Foucault por otro. Esa polémica marcó una transición filosófica decisiva, pero en gran medida permanece inexplorada. Por parte de Deleuze, Guattari y Foucault, pero también por parte de sus seguidores (entre los cuales modestamente me cuento), siempre ha habido una cierta reticencia a discutir sobre el caso Baudrillard, como si se tratara de una riña entre intelectuales parisina en la que es mejor no participar.

Pero a distancia de tres decenios creo, por el contrario, que se debe revisar el sentido de esa divergencia, porque encierra elementos que hoy pueden ser útiles para hallar una nueva síntesis.

¿Con qué objeto se debate? Después de la publicación de su libro más importante, L’echange symbolique et la mort[1], en 1977 Baudrillard publica un pequeño libro titulado Oublier Foucault[2]. Es un ataque a la teoría del poder que Foucault ha construido, pero la intención de Baudrillard es poner bajo el fuego de su crítica la noción misma de deseo, y el pensamiento molecular de Deleuze y Guattari.

Oublier Foucault abre la jugada con una lectura de Surveiller et Punir[3]. Baudrillard rebate la tesis fundamental del libro de Foucault y todo el análisis foucaultiano de la genealogía del poder moderno como disciplinamiento represivo de la corporeidad.

Habría mucho que decir sobre la tesis central del libro: no hubo nunca represión del sexo, sino al contrario, exhortación a decirlo, a pronunciarlo, obligación de confesarlo, expresarlo, producirlo. La represión es tan sólo una trampa y una coartada para ocultar la asignación de toda una cultura al imperativo sexual[4].

Las observaciones de Baudrillard no tuvieron ninguna respuesta directa por parte de Foucault, pero la tesis que quiero presentar es que, de manera directa o indirecta, explícita o no admitida, la evolución sucesiva de Foucault ha tenido en cuenta esas objeciones. Tal vez las objeciones de Baudrillard señalaban algo verdadero, pero malinterpretaban la lección esencial del pensamiento de los “deseantes”. Baudrillard ataca la visión foucaultiana de la genealogía del poder con la intención de someter a crítica todo el conjunto de las teorías que en aquellos años estaban desarrollando un discurso social a partir de la economía libidinal y de la expresividad deseante. De hecho él dice:

Es sorprendente la coincidencia entre esta nueva versión del poder y la nueva versión del deseo propuesta por Deleuze o Lyotard: ya no más la carencia o la prohibición, sino el dispositivo, la diseminación positiva de flujos o de intensidades. […] micro-deseo (del poder) y micro-política (del deseo) se confunden literalmente en los confines maquínicos de la libido: basta con miniaturizar[5].

¿Hay una mala interpretación en la crítica que Baudrillard dirige al pensamiento deseante? Sí, tal vez haya una mala interpretación: en Baudrillard vuelve una visión del deseo como fuerza, y en cambio el deseo debe ser visto como un campo.

Pero este equívoco no está totalmente injustificado, porque la ambigüedad está inscrita en las obras de Deleuze y Guattari, en las obras de Lyotard, en las de Foucault, y sobre todo se encuentra implícita en la cultura de masas que en aquellos años se adueñaba del discurso deseante para desarrollar una crítica práctica de las estructuras del poder moderno tardío, industrial tardío.

Pero estamos en los finales de esa forma del poder, estamos en la transición hacia una nueva dimensión. El capitalismo se está volviendo esquizo, la aceleración que el deseo ha impuesto a la expresividad social es fagocitada por la máquina capitalista en el preciso momento en que ésta se hace máquina postmecánica, máquina digital.

El salto de lo mecánico a lo digital, de lo reproductivo a lo simulativo, es el salto de la dimensión finita del poder a su dimensión viral.

El Antiedipo predica la aceleración como posibilidad de escapar a los tiempos del capital. “Cours camarade, le vieux monde est derrière toi”[6], gritábamos en el 68. Era cierto mientras la velocidad del capital tenía la rapidez mecánica de la cadena de montaje, del ferrocarril, de la prensa. Pero cuando las tecnologías microelectrónicas pusieron a disposición del capital la velocidad absoluta, el tiempo real de la simulación, en ese momento la aceleración pasa a ser el terreno de la hiperexplotación.

No se trata, que quede bien claro, de un discurso puramente metafórico. Basta pensar en las luchas obreras. Mientras el terreno del conflicto es la fábrica mecánica, la aceleración de la comunicación y de la acción obrera pone al patrón a la defensiva, derrota las estructuras de control. La rapidez de circulación de las consignas de los obreros rebeldes a otras fábricas y a los barrios permite la generalización de las luchas.

Las tecnologías microelectrónicas cambian completamente esta situación: el capital adquiere la capacidad de desterritorialización rápida, transfiere las producciones de un lado a otro del planeta, mientras que los tiempos de la organización obrera permanecen territorializados, lentos con relación a los ritmos de la globalización capitalista.

Baudrillard anticipa esta tendencia con la intuición de una velocidad absoluta que trastorna toda forma de comunicación social. A partir de esta intuición se desarrolla una divergencia que Baudrillard proclama con Oublier Foucault (pero no solamente), y que sin embargo no recibe ninguna respuesta explícita. Los propósitos políticos y los efectos sobre el discurso son distintos: la intención de Baudrillard es denunciada por el movimiento deseante como disuasiva, porque su visión destruye las posibilidades de nuevos procesos de subjetivación. Baudrillard, por su parte, denuncia la visión deseante como función ideológica del nuevo modelo reticular del capitalismo.

Esta obligación de fluidez, de flujo, de circulación acelerada de lo psíquico, de lo sexual y de los cuerpos es la exacta réplica de la que rige el valor mercancía: que el capital circule, que ya no haya gravedad, punto fijo, que la cadena de inversiones y reinversiones sea incesante, que el valor irradie sin tregua y en todas direcciones, es ésa la forma actual de realización del valor. Es ésa la forma del capital, y la sexualidad, la consigna sexual, el modelo sexual, es su forma de aparecer a nivel de los cuerpos[7].

La crítica de Baudrillard es mezquina: confunde la descripción de la mutación en las formas del poder y del sujeto con un auspicio. Pero de todos modos hay algo de verdad en sus palabras. Hasta que no se comprende que el deseo es un campo y no una fuerza existe un riesgo de retórica en el pensamiento deseante, en el amplio movimiento de pensamiento que los libros de Deleuze-Guattari y de Foucault han suscitado. Este riesgo retórico se expresa en el uso vano del concepto de multitud que hacen Negri y Hardt y tantos otros, en los últimos años, al hablar sobre la multitud como si fuera una positividad incontenible, una fuerza de libertad que no puede, de ningún modo, someterse al dominio.

En 1978, en un pequeño libro que lleva por título A l’ombre des majorites silencieuses ou la fin du social[8], Baudrillard desmontaba por anticipado el uso político subversivo de la noción de multitud, enseñando la otra cara, la pasividad constitutiva de las masas.

Siempre se creyó —es la ideología misma de los mass media— que son los media los que envuelven a las masas. Se buscó el secreto de la manipulación en una semiología encarnizada de los mass media. Pero se olvidó, en esa lógica inocente de la comunicación, que las masas son un “médium” más fuerte que todos los “media”, que son ellas las que los envuelven y los absorben —o que al menos no hay ninguna prioridad de uno sobre otro. El de la masa y el de los media es un único proceso. Mass(age) is message[9].

En el ámbito del movimiento autónomo, que desde los años 70 en adelante ha leído con pasión los libros de Deleuze y de Guattari, esta posición de Baudrillard fue considerada disuasiva porque parecía describir una situación sin vía de escape, sin esperanza de rebelión o de ruptura.

Pero esto no era verdad, y no es verdad. Baudrillard da cuenta sobre el funcionamiento disuasivo de una civilización en la que los acontecimientos son simulados y por fuerza de simulación son anulados.

La disuasión es una forma muy particular de acción. La disuasión hace que algo no tenga lugar. Ella domina todo nuestro período, que no tiende tanto a producir eventos como a hacer que algo no ocurra, aunque tenga apariencia de acontecimiento histórico[10].

Además su pensamiento revela en ese momento un recurso extremo, el recurso de la catástrofe, o más bien de la implosión catastrófica.

Las masas no han esperado revoluciones venideras ni teorías que pretenden liberarlas. Saben que no se nos libera de nada y que se suprime/derroca un sistema sólo empujándolo hacia la hiperlógica. Queréis que consumamos. Pues bien, consumiremos cada vez más y cualquier cosa con los fines más inútiles y absurdos[11].

Lejos de adoptar el cinismo que pululaba en la cultura de los años 80 y 90 (el cinismo que impregna la nouvelle philosophie francesa, y el neoliberalismo conformista que acompaña la desilusión de los sesentayochistas en toda Europa), Baudrillard propone una estrategia de la catástrofe, y hoy, treinta años después de aquella polémica, parece que en varios puntos no estaba tan equivocado.

A la noción de deseo, Baudrillard opone la de disparition-extermination, o más bien la cadena simulación-desaparición-implosión.

La simulación es la creación de fantasmas sin prototipo. Un algoritmo produce cadenas infinitas de información. El efecto de inflación semiótica pone en marcha un proceso de progresiva colonización de espacios cada vez más extensivos de lo real por parte de la emulsión informativa. Lo real desaparece, como la selva del Amazonas, como un territorio comido por el desierto, hasta que todo el tejido que garantizaba la continuidad vital de la comunidad acaba siendo succionado por este efecto de des-realización, y el organismo implosiona.

Simulación y libido

La simulación es entonces proyección de signos que no son reproducción o registro de hechos, sino el efecto de proyección de fantasmas de los que no preexiste cuerpo alguno. La morfogénesis artificial es el ejemplo más claro de este fenómeno de simulación. La imagen producida por la calculadora es el desarrollo de un algoritmo, no la reproducción de un fenómeno preexistente.

La replicación de la imagen artificial tiene carácter viral e ilimitado dado que la creación de un nuevo simulacro no requiere gasto de energía ni de materia. La experiencia vivida es invadida, por tanto, por la proliferación penetrante de simulacros. Se pueden ver aquí los orígenes de una enfermedad del deseo, de una especie de cáncer que llega al corazón mismo de la experiencia libidinal. La energía libidinal es atacada por una especie de replicante de carácter parasitario, como demuestra el fenómeno de la pornografía digital artificial. “Parásitos libidinales” es la fórmula con la que Matteo Pasquinelli define esta enfermedad del deseo.

El Antiedipo sugiere la idea de que nunca hay demasiado inconsciente, porque el Inconsciente no es un teatro sino un laboratorio. No representación sino expresión, para decirlo con el lenguaje del Deleuze spinoziano.

En Spinoza et le problème de l’expression Deleuze afirma por tanto:

La expresión conviene con la substancia, en tanto la substancia es absolutamente infinita; […] Hay, pues, una naturaleza del infinito. Merleau-Ponty ha destacado bien lo que nos parece hoy en día lo más difícil de comprender en las filosofías del siglo XVII: la idea del infinito positivo como “secreto del gran racionalismo”, “una manera inocente de pensar a partir del infinito”, que alcanza su perfección en el spinozismo[12].

Y aún:

La potencia divina siempre es acto: pero precisamente, la potencia de pensar que aquí se corresponde con la idea de Dios ya no sería actual si Dios no produjera el entendimiento infinito como el ser formal de esta idea[13].

Y aún más:

En la medida en que Dios produce como él se comprende […][14].

Se trata de fragmentos donde Deleuze consigue hacernos comprender de modo admirable cómo en Spinoza ya está inscrito Hegel. Pero estas palabras sobre la potencia infinita de Dios no nos dicen nada sobre la potencia expresiva humana, que no es infinita, como tampoco es infinita la energía psicofísica de que el organismo humano dispone.

El carácter limitado de la energía libidinal nos introduce en el tema de la depresión como fenómeno colectivo. La aceleración semiótica y la proliferación del simulacro en la experiencia mediatizada de la sociedad producen un efecto de agotamiento de la energía libidinal colectiva, y abre camino a un ciclo pánico-depresivo. En su texto sobre los parásitos libidinales, Pasquinelli plantea el problema de la termodinámica del deseo delineando dos hipótesis diferentes. Una se inspira en la primera ley de la termodinámica, y consiste en la idea de que en los intercambios de la libido no existe pérdida alguna sino una cantidad constante de energía. La otra, basada en la segunda ley de la termodinámica, supone, en cambio, que en cada intercambio existe una pérdida, y que esto produce una entropía, una pérdida de orden y una dispersión de la energía.

Baudrillard ve a la simulación como replicación infinita de un virus que absorbe energía deseante hasta agotarla. Una especie de inflación semiótica se desencadena en los circuitos de la sensibilidad colectiva produciendo efectos mutágenos con evolución patológica.

Demasiados signos, demasiado rápidos, demasiado caóticos. El cuerpo sensible es sometido a una aceleración que destruye cualquier posibilidad de decodificación consciente y de percepción sensible.

Ésta es la objeción que Baudrillard dirige al Antiedipo.

Pero acaso no es esto lo que los mismos Deleuze y Guattari dicen, finalmente, en su última obra, en el libro de la vejez sobre la vejez, donde se preguntan qué es la filosofía, y contestan que la filosofía es la amistad, es (por decirlo con un lenguaje budista) la gran compasión, es la capacidad de caminar juntos sobre el abismo del sentido que se ha abierto de par en par bajo nuestros pies. En ese último libro los dos filósofos esquizo hablan de la vejez y del sufrimiento esquizo, de la velocidad demasiado rápida de los signos y de las ideas que se dan a la fuga sin dejarse atrapar.

Sólo pedimos un poco de orden para protegernos del caos. No hay cosa que resulte más dolorosa, más angustiante, que un pensamiento que se escapa de sí mismo, que las ideas que huyen, que desaparecen apenas esbozadas, roídas ya por el olvido […][15].

Tras la publicación de Oublier Foucault y otros textos a mediados de los años 70 donde Baudrillard había criticado las posiciones deseantes y la genealogía del poder foucaultiana, nadie respondió a aquellas objeciones que aparecían como provocativas o tal vez disuasivas. Pero el discurso de Baudrillard no obstante opera, y creo que en su último libro Deleuze y Guattari desarrollan sus consideraciones en un plano que recoge implícitamente el plano de reflexión propuesto por Baudrillard. No digo que Deleuze y Guattari le hayan contestado sin nombrarlo, no digo que ellos tuvieran presente la crítica baudrillardiana cuando escribieron su último libro. Digo sencillamente que la crítica baudrillardiana va en el mismo sentido del cambio de tono y de posiciones que podemos observar cuando leemos ¿Qué es la filosofía? después de haber leído Antiedipo.

No basta decir que Antiedipo es un libro juvenil y ¿Qué es la filosofía?, escrito veinte años después, es un libro senil. Ni tampoco basta decir que uno es el libro del entusiasmo sesentayochista y el otro es un libro de los años en que la barbarie vuelve a dominar. Es necesario ver más a fondo el desplazamiento conceptual que se ha verificado en este cambio.

La entropía de la libido de la que habla Matteo Pasquinelli parece emerger en el último libro deleuze-guattariano cuando, abandonado cierto triunfalismo spinozista, vemos que la energía libidinal es un recurso limitado.

La desaparición (y el regreso) del acontecimiento

A mediados de los años 70 en el ámbito del pensamiento radical podemos ver en acto dos modelos opuestos de imaginación. La visión esquizo-movimentista cree que la proliferación deseante puede erosionar incesantemente las estructuras del control. La visión implosiva, en cambio, ve en la proliferación la difusión de un virus irrealizante. El deseo es tan sólo el efecto de una seducción en la que el sujeto no es más que un rehén, una víctima.

La revolución molecular no representa más que la fase extrema de liberación de las energías (o de proliferación de los segmentos) hasta los límites infinitesimales del espacio de expansión correspondiente a nuestra cultura. Tentativa infinitesimal del deseo, sucesiva al de lo infinito del capital. Solución molecular, sucesiva a la inversión molar de los espacios y lo social. Últimos destellos del sistema explosivo, intento extremo para dominar aún a una energía de los confines, o de hacer retroceder los confines de la energía para salvar el principio de expansión y de liberación[16].

La subjetividad implosiona y en su lugar queda solamente el terror de la catástrofe, o bien, la catástrofe del terror. La proliferación del virus simulatorio se ha tragado el acontecimiento. La originalidad del acontecimiento es anulada por la infinita capacidad replicativa del dispositivo de simulación recombinante. El suicidio es lo único que queda. Sobre el tema del suicidio Baudrillard ya reflexionaba en su libro de 1976, en donde el intercambio simbólico es acompañado por la muerte.

A los simulacros de segundo orden es necesario, por tanto, oponer un juego equivalente: ¿Es posible? ¿Existe una teoría o una práctica subversiva más aleatoria que el mismo sistema? ¿Una subversión indeterminada, que signifique para el orden del código lo que la revolución significa para el orden de la economía política? ¿Se puede luchar contra el ADN? Seguramente no a fuerza de lucha de clase. ¿O bien inventar simulacros de un orden lógico (o ilógico) superior, más allá del tercer orden actual, más allá de la determinación e indeterminación, no obstante serían simulacros? La muerte, tal vez, y sólo ella, la reversibilidad de la muerte es de un orden superior al del código[17].

En esos años Baudrillard habla de la desaparición del acontecimiento, fagocitado por la proliferación seductora de la simulación. L’illusion de la fin, publicado en 1992, se abre con una frase de Elías Canetti:

Una ocurrencia dolorosa: la de que a partir de un punto preciso en el tiempo, la historia dejó de ser real. Sin percatarse de ello, la totalidad del género humano de repente se habría salido de la realidad. Todo lo que habría sucedido desde entonces ya no sería en absoluto verdad […][18]

Y Baudrillard comenta:

Da la sensación de que los acontecimientos precipitan por sí mismos, que van inevitablemente a la deriva hacia su punto de fuga: el vacío periférico de los medios de comunicación. Así como los físicos tienen de sus partículas ya sólo una visión de trayectoria en una pantalla, nosotros ya no tenemos de los acontecimientos la pulsación, sino sólo el cardiograma[19].

Esta idea de la desaparición del acontecimiento yo la leo así: la infinita proliferación de los signos ocupa el espacio de atención y de imaginación hasta el punto de que absorbe completamente la energía libidinal de la sociedad, y hasta el punto de hacer insensible al organismo a la pulsación real de la vida cotidiana. Sigue siendo un problema de velocidad, como diría Virilio: la velocidad de la proliferación semiótica desencadenada por la simulación digital es tan grande que satura en un instante los circuitos de la sensibilidad colectiva. Podríamos describir este proceso de otra forma. Los dispositivos de control social se introducen en sistemas de automatismo propiamente dichos: el gobierno político entonces es sustituido por cadenas de automatismos incorporados en la maquinaria productiva, comunicativa, administrativa y técnica. La comunidad social ya no toma ninguna decisión sobre las cuestiones fundamentales de la producción y la distribución social de la riqueza, porque la participación en el juego social exige la adopción de sistemas automáticos eficaces. En el plano lingüístico, las cadenas interpretativas son automatizadas de modo tal que ya no se pueden leer los enunciados que no respetan el código inscrito de antemano, que es el código de la acumulación de capital.

Con su estilo paradójico, a veces quizás un tanto expeditivo, Baudrillard habla de este proceso, y lo identifica como desaparición del acontecimiento.

En El intercambio simbólico y la muerte (en 1976), tomando los rascacielos de Nueva York como metáfora de la simulación digital, Baudrillard había escrito (leo y siento escalofríos):

¿Por qué hay dos torres en el World Trade Center de Nueva York? Todos los grandes edificios de Manhattan siempre se han enfrentado entre sí en una verticalidad competitiva, de donde surge un panorama arquitectónico a la imagen del sistema capitalista. Es una jungla piramidal: variedad de edificios luchando unos con otros. […] Esta nueva arquitectura encarna un sistema que ya no es competitivo sino contable, donde la competencia ha desaparecido a favor de las correlaciones. Esta morfología arquitectónica es la del monopolio. […] El hecho de que las dos torres sean paralelepípedos idénticos significa el fin de toda competencia, el fin de toda referencia original[20].

Pero la historia no acaba aquí. Después del 11 de septiembre de 2001, en un texto muy discutible, Baudrillard declara que el acontecimiento ha regresado. Junto a los dos edificios del WTC cayó el encantamiento simulatorio, la duplicación infinita (que ya en un texto de los años 70 había identificado con la metáfora de las Torres Gemelas, las torres de la replicación digital).

El espíritu del terrorismo es un texto escrito inmediatamente después del atentado más espectacular de la historia (la palabra “espectacular” aquí tiene un doble sentido, un carácter paradójico, porque ese espectáculo es precisamente el derrumbamiento del espectáculo, y esa implosión provoca una explosión). La intención de Baudrillard al escribir ese texto es la de celebrar el regreso del acontecimiento, más allá de las limitaciones de la simulación.

Con los atentados de Nueva York y del World Trade Center estamos incluso en relación con el acontecimiento absoluto, la “madre” de los acontecimientos, con el acontecimiento puro que concentra en sí todos los acontecimientos que nunca tuvieron lugar[21].

El imaginario catastrofista por mucho tiempo había intentado rehuir ese acontecimiento, pero la inmensa concentración de poder decisional en sí misma que el semiocapitalismo pone en juego se presta al acontecimiento catastrófico. El inadmisible gesto suicida revela la nulidad de la infinita potencia del poder, lo coloca frente a un sustraerse que lo lleva a cero, y lo reduce literalmente a polvo.

La muerte, mejor dicho, el suicidio es el acontecimiento imprevisible que vuelve a poner en marcha la cadena de los acontecimientos.

A partir de ese momento el suicidio se presenta en el escenario de la historia del nuevo milenio como el actor protagonista. Cualquiera que sea el punto de vista con que se intente abordar la historia del siglo XXI —desde el punto de vista del dogma capitalista y desde el punto de vista de la desesperación y del fanatismo—, el suicidio es la verdad que esconden los discursos oficiales: la retórica del crecimiento ilimitado o la retórica del integrismo nacionalista o religioso.

El suicidio

Desde el día en que diecinueve jóvenes árabes, inmolándose con aviones de línea comerciales, provocaron el infierno en Manhattan y comenzaron la primera guerra postmoderna, el suicidio se ha convertido en actor protagonista de la historia del mundo. El suicidio como acto de protesta política extrema no es una novedad. En 1904 los holandeses desembarcaron en la isla de Bali para someterla al dominio colonial. La población hinduista, orgullosa de su propia diversidad en el archipiélago, se opuso con fuerza a la invasión holandesa. Tras varios incidentes, los holandeses se aprestaban a atacar el palacio real de Denpasar. Vestidos de blanco, el rajá y su corte marcharon al encuentro de los holandeses, pero a poca distancia de los invasores, todos los hombres que seguían al rey extrajeron sus espadas y se las clavaron en el pecho, cumpliendo un suicidio ritual que en idioma balinés se denomina puputan. Más de novecientos hombres quedaron en el terreno, bajo la mirada atónita de los invasores. El efecto del episodio fue traumático para la conciencia del pueblo holandés, y dio inicio a la crisis de las políticas colonialistas de ese país.

Fue a finales de la Segunda Guerra Mundial cuando los generales japoneses decidieron usar el suicidio como arma destructiva, y no simplemente como protesta ética. Para oponer resistencia a los americanos que estaban ganando, forzaron a los jóvenes oficiales a lanzarse contra los navíos enemigos. La palabra “kamikaze”, que significa “viento divino”, se hizo entonces sinónimo de una furia suicida destructiva. En La verdadera historia de los kamikazes japoneses[22], la investigadora Emiko Ohnuki-Tierney demuestra que los jóvenes pilotos de ninguna manera estaban satisfechos con el destino que les aguardaba. Al publicar sus cartas la autora deja ver que por lo general los kamikazes no estaban de acuerdo, y que cuando los altos grados de la jerarquía (ninguno de ellos se inmoló) decidían utilizar el suicidio como arma mortal, les obligaban a partir en aviones que tenían una cantidad de combustible suficiente para alcanzar su objetivo (un navío enemigo) pero no para regresar.

¿Qué diferencia hay entre quien ordena un suicidio y quien ordena un bombardeo, entre un jeque que manda un joven desesperado a hacerse estallar en medio de la gente y un general americano que da la orden al piloto de un avión de ir a bombardear un barrio repleto de civiles?

Así pues, el fenómeno del suicidio ofensivo no es una novedad, pero la perspectiva dentro la cual hoy se ubica es terriblemente inquietante, no sólo porque cualquiera que esté suficientemente determinado y disponga del grado de conocimientos técnicos necesarios puede dotarse de medios de destrucción y de exterminio, sino también porque el suicidio homicida ya no es un raro fenómeno marginal, sino una manifestación muy extendida de la desesperación contemporánea. En los orígenes del suicidio homicida, como en cada gesto de violencia autolesiva, no hay un móvil político o un propósito estratégico-militar, hay un sufrimiento que no afecta tan sólo a los jóvenes islámicos, sino que tiende a convertirse en el fenómeno prevalente de la subjetividad contemporánea.

En los orígenes de la difusión del suicidio en cada zona del planeta está la epidemia de infelicidad que se expande en el mundo en épocas del triunfo capitalista. La publicidad reafirma en todas partes, en cada momento del día y de la noche, un mensaje de libertad en el consumo ilimitado, de placer en la posesión y de victoria en la competencia. Durante los años 90 el capitalismo movilizó inmensas energías intelectuales, creativas y psíquicas para poner en marcha el proceso de valorización de la red de inteligencia colectiva. Pero sometiendo la mente humana a una explotación sistemática e ilimitada, la aceleración productiva de los años 90 creó las condiciones para un derrumbamiento psíquico extraordinario. La cultura del Prozac va estrechamente ligada al surgimiento de la new economy. Cientos de miles de operadores y gerentes de la economía occidental tomaron innumerables decisiones en estado de euforia química y ligereza psicofarmacológica. Pero el organismo es incapaz de soportar hasta el infinito la euforia química y el fanatismo productivista, y en cierto punto ha comenzado a ceder. Como ocurre con un paciente que sufre bipolar disorder[23], una euforia es seguida por una depresión. Una depresión a largo plazo que afecta en lo profundo motivación, iniciativa, autoestima, deseo y sex appeal. No se comprende totalmente la crisis de la new economy sin contar el hecho de que coincidió con el Prozac crash.

La depresión psíquica individual de cada trabajador cognitivo no es una consecuencia de la crisis económica, sino su causa. Sería ingenuo considerar a la depresión una consecuencia de un mal ciclo de negocios. Después de trabajar durante muchos años feliz y provechosamente, el valor de las acciones ha caído en picado y nuestro brain worker se ha pillado una tremenda depresión. No es así. La depresión llega por el hecho de que el sistema emocional, físico, intelectual no puede sostener el ritmo de la competencia y de los euforizantes químico-ideológicos infinitamente. El mercado es un lugar psicosemiótico en donde se encuentran signos y demandas de sentido, deseos y proyecciones. Hay una crisis energética que está relacionada con las energías psíquicas, mentales. Cuando esta crisis estalló, para volver a motivar el psiquismo occidental deprimido se ensayó la terapia anfetamínica: la guerra. Pero sólo un desequilibrado puede tomar anfetaminas para superar una crisis depresiva: su efecto más probable es el de recaídas cada vez más abismales. No quiero poner en un mismo plano el suicidio terrorista del shahid islámico y el bipolar disorder de la mente productiva occidental. Más bien quiero decir que se trata de dos patologías convergentes, dos manifestaciones del sufrimiento intolerable al que es sometido tanto el psiquismo hiperestimulado y competitivo de quienes se consideran ganadores, como el psiquismo rencoroso de los humillados.

Reduciendo el suicidio terrorista homicida al ámbito de las categorías de la política se capta solamente la manifestación final, no su origen. Los orígenes del suicidio no residen en los propósitos estratégicos proclamados por la Yihad, sino en el sufrimiento intolerable que deriva de la humillación, de la desesperación, de la pérdida de toda esperanza en el futuro, del sentimiento de inadaptabilidad y de soledad. Y estos sentimientos no los tienen solamente las mujeres chechenas a las que los rusos han matado a su marido o hermano, ni solamente los jóvenes árabes que sufren la violencia occidental como una humillación intolerable. Estos sentimientos de soledad y de pérdida de sentido se están difundiendo allí donde el triunfo del capital ha sometido el tiempo, la vida y la emoción al ritmo infernal de la competencia automatizada.

La producción masiva de la infelicidad es el tema que hay que debatir en nuestros tiempos. Mientras todos hablan de los extraordinarios éxitos de la economía capitalista china, en la primavera de 2007 el Comité central del Partido Comunista chino tuvo que tratar relevantemente la explosión de suicidios que se está verificando en los campos chinos. ¿Hasta cuándo este fenómeno podrá ser contenido, hasta cuándo se conseguirá evitar que la desesperación de mil millones de excluidos estalle y estropee la fiesta de los trescientos millones de integrados?

El terrorismo suicida es sólo una faceta de la epidemia contemporánea, aunque la más explosiva y sangrienta. Que se realice en la soledad de la propia habitación o en medio de la multitud en una estación de metro, el suicidio no responde a la lógica política, sino a la del dolor, de la infelicidad, de la desesperación. Y la infelicidad se está difundiendo como un furioso fuego de bosque no sólo en las áreas dominadas por el islamismo, sino dondequiera, desde el momento en que el triunfo capitalista comenzó a erosionar cada uno de los ámbitos de vida y la esfera pública fue invadida por la competencia, por la velocidad, por la agresividad. A partir de ese momento el suicidio tiende a convertirse, donde quiera, en la primera causa de muerte de la población juvenil. Hace algún tiempo los diarios nos informaron que de los grifos londinenses salen rastros de la sustancia del Prozac mezclada en el agua: 24 millones de ingleses toman antidepresivos. Chinatoday informa que, en pleno boom económico, cada año se suicidan doscientas mil personas, y este número aumenta cada año. En Japón existe una palabra (karoshi) para referirse a la sobrecarga de trabajo que empuja a la gente al suicidio. Una compañía ferroviaria japonesa, la East Japan Railways, decidió instalar grandes espejos a lo largo de las marquesinas de la estación de Tokio. La idea es que los desesperados que deciden acabar con su vida cambien de opinión mirando su imagen reflejada. No creo que sea una buena terapia.

Pero, ¿puede existir una cura para esta oleada de psicopatía que parece ahogar el mundo mientras desde los carteles publicitarios rostros sonrientes prometen seguridad, comodidades, cordialidad, éxito? Tal vez la cuestión social ya no puede recibir respuestas de la política, y tiene que dirigir sus preguntas a la psicoterapia. Y tal vez la respuesta será que hay que desacelerar el ritmo, abandonar el fanatismo economicista, y repensar colectivamente el significado mismo de la palabra “riqueza”. Rico no es aquel que posee muchas cosas, rico es quien dispone del tiempo para disfrutar de lo que la naturaleza y la colaboración humana ponen a disposición de todos. Pero si la mayoría de las personas comprendiera esta noción elemental, si se liberaran de la ilusión competitiva que arruina la vida de todos, las mismas bases del capitalismo serían puestas en discusión.

Traducción del italiano de M.A.G.

  • De Franco Berardi, Bifo puede leerse La fábrica de la infelicidad (Madrid, Traficantes de Sueños, 2003), Telestreet: máquina imaginativa no homologada (Barcelona, El Viejo Topo, 2004) y El sabio, el mercader y el guerrero (Madrid, Acuarela Libros, 2007).

De Bifo pueden leerse los siguientes textos en Archipiélago: “El Foro Social Europeo de Florencia” (nº 53), “El tercer actor. Empecemos a pensar en la postguerra” (nº 55), “Por una Europa menor” (nº 58), “Dictadura mediática y activismo mediático en Italia” (nº 60), “Del intelectual orgánico a la formación del cognitariado” (nº 66), “Mediamutación” (nº 71), “A la memoria de Jean Baudrillard” (nº 75), “Patologías de la hiperexpresión” (nº 76) y “Mediactivismo, producción de imágenes, televisión” (nº 77-78).

© Franco Berardi, Bifo, 2007. Este artículo ha sido publicado bajo una licencia Creative Commons. Reconocimiento-No comercial-Sin obra derivada 2.5. Se permite copiar, distribuir y comunicar públicamente el texto por cualquier medio, siempre que sea de forma literal, citando la fuente y sin fines comerciales.

NOTAS

[1] 1. Jean Baudrillard, El intercambio simbólico y la muerte, Caracas, Monte Ávila, 1980. [2] 2. J. Baudrillard, Olvidar a Foucault, Valencia, Pre-Textos, 1984. [3] 3. Michel Foucaul, Vigilar y castigar: nacimiento de la prisión, Madrid, Siglo XXI, 1986. [4] 4. Op. cit. [5] 5. Ibidem. [6] 6. “Corre, camarada, el viejo mundo te pisa los talones”. [7] 7. Ibidem. [8] 8. J. Baudrillard, A la sombra de las mayorías silenciosas, Barcelona, Kairós, 1978. [También en Cultura y simulacro, trad. Antoni Vicens y Pedro Rovira, Barcelona, Kairós, 1993] [9] 9. Ibidem. [10] 10. J. Baudrillard, La ilusión del fin. La huelga de los acontecimientos, Barcelona, Anagrama, 1993. [11] 11. Ibidem. [12] 12. Gilles Deleuze, Spinoza y el problema de la expresión, Barcelona, Muchnik, 1996. [13] 13. Ibidem. [14] 14. Ibidem, p. 109. [15] 15. Gilles Deleuze y Félix Guattari, ¿Qué es la filosofía?, trad. Thomas Kauf, Barcelona, Anagrama, 2001, p. 201. [16] 16. J. Baudrillard, A la sombra de las mayorías silenciosas, op. cit. [17] 17. J. Baudrillard, El intercambio simbólico y la muerte, op. cit. [18] 18. J. Baudrillard, La ilusión del fin, op. cit. [19] 19. Ibidem. [20] 20. J. Baudrillard, El intercambio simbólico y la muerte, op. cit. [21] 21. J. Baudrillard, “El espíritu del terrorismo”, en Le Monde, 3 de noviembre de 2001. [22] 22. Título original en inglés: Kamikaze, Cherry Blossoms, and Nationalisms: The Militarization of Aesthetics in Japanese History, University of Chicago Press, 2002. [23] 23. Trastorno bipolar, antiguamente denominado síndrome maníaco-depresivo.