Foucault, Michel - Prefacio a la Transgresión

Se cree de buen grado que, en la experiencia contemporánea, la sexualidad ha encontrado una verdad de naturaleza que había aguardado durante largo tiempo en la sombra, y bajo diversos disfraces, que únicamente nuestra perspicacia positiva nos permite descifrar hoy, antes de tener el derecho a acceder finalmente a la plena luz del lenguaje. Sin embargo, la sexualidad nunca ha tenido un sentido más inmediatamente natural y no ha conocido sin duda una «felicidad de expresión» tan grande como en el mundo cristiano de los cuerpos caídos y el pecado. Toda una mística, toda una espiritualidad lo prueban, que no sabían separar las formas continuas del deseo, de la embriaguez, de la penetración, del éxtasis, del desahogo que desmaya; sentían que todos estos movimientos se proseguían, sin interrupción ni límite, hasta el corazón de un amor divino del que eran la última expansión y la fuente misma también. Lo que caracteriza a la sexualidad moderna no es haber encontrado, de Sade a Freud, el lenguaje de su razón o de su naturaleza, sino el haber sido, y mediante la violencia de sus discursos, «desnaturalizada» – arrojada a un espacio vacío en el que no encuentra sino la forma delgada del límite, y donde no tiene más allá ni prolongamiento sino en el frenesí que la rompe. No hemos liberado la sexualidad, sino que la hemos llevado, exactamente, hasta el límite: límite de nuestra conciencia, ya que ella dicta finalmente la única lectura posible, para nuestra conciencia, de nuestra inconsciencia; límite de la ley, ya que aparece como el único contenido absolutamente universal de lo prohibido; límite de nuestro lenguaje: designa la línea de espuma de lo que se puede alcanzar apenas sobre la arena del silencio. No es pues mediante ella como nos comunicamos con el mundo ordenado y felizmente profano de los animales; más bien se trata de una hendidura [scissure]: no alrededor nuestro, para aislarnos o designarnos, sino para trazar el límite en nosotros y dibujarnos a nosotros mismos como límite.

Podría decirse tal vez que reconstruye, en un mundo en el que ya no hay objetos ni seres ni espacios a profanar, la única partición que todavía es posible. No porque ofrezca nuevos contenidos para gestos milenarios, sino porque autoriza una profanación sin objeto, una profanación vacía y replegada sobre sí, cuyos instrumentos no se dirigen a ninguna otra cosa sino a sí mismos. Ahora bien, una profanación en un mundo que ya no reconoce ningún sentido positivo a lo sagrado, ¿acaso no es lo que aproximadamente podría llamarse la transgresión? Ésta, en el espacio que nuestra cultura da a nuestros gestos y a nuestro lenguaje, prescribe no la única manera de encontrar lo sagrado en su contenido inmediato, sino de recomponerlo en su forma vacía, en su ausencia convertida por ello mismo en resplandeciente. Lo que a partir de la sexualidad puede decir un lenguaje si es riguroso, no es el secreto natural del hombre, no es su tranquila verdad antropológica, es que está sin Dios; la palabra que hemos dado a la sexualidad es contemporánea por el tiempo y la estructura de aquella por la cual nos anunciamos a nosotros mismos que Dios había muerto. El lenguaje de la sexualidad, al cual Sade, desde que pronunció sus primeras palabras, hizo recorrer en un solo discurso todo el espacio del que se iba convirtiendo de repente en soberano, nos ha izado hasta una noche en la que Dios está ausente y en la que todos nuestros gestos se dirigen a esta ausencia con una profanación que a la vez la designa, la conjura, se agota en ella, y se encuentra conducida por ella a su vacía pureza de transgresión.

Está claro que existe una sexualidad moderna: es la que, manteniendo sobre sí misma y en superficie el discurso de una animalidad natural y sólida, se dirige oscuramente a la Ausencia, a ese lugar elevado en el que Bataille dispuso, para una noche que está lejos de acabarse, los personajes de Éponine: «En esta calma tensa, a través de los vapores de mi embriaguez, me pareció que el viento amainaba; un largo silencio emanaba de la inmensidad del cielo. El cura se arrodilló suavemente… Cantó de un modo aterrado, lentamente como a una muerte: Miserere mei Deus, secondum, misericordiam magnam tuam. El gemido de esta melodía voluptuosa resultaba bien equívoco. Confesaba curiosamente la angustia ante las delicias de la desnudez. El cura debía vencernos negándose y el mismo esfuerzo de su intento por sustraerse lo afirmaba aún más; la belleza de su canto en el silencio del cielo le encerraba en la soledad de una delectación morosa… Me sentía elevado de este modo en mi calma, por una feliz aclamación, infinita, pero próxima ya al olvido. En el momento en que ella vio al cura, saliendo visiblemente del sueño en el que permanecía aturdida, Éponine se puso a reír y tan rápido que la risa la zarandeó; se giró y, apoyada en la balaustrada, apareció agitada como un niño. Reía con la cabeza en las manos y el cura, que había interrumpido un cloqueo mal ahogado, no levantó la cabeza, con los brazos en alto, sino ante un trasero desnudo: el viento había levantado el abrigo que en el momento en que la risa la había vencido ella no había conseguido mantener cerradoa.»

Tal vez la importancia de la sexualidad en nuestra cultura, el hecho de que desde Sade haya estado tan frecuentemente ligada a las decisiones más profundas de nuestro lenguaje, tenga que ver precisamente con este vínculo que la liga a la muerte de Dios. Muerte que no hay que entender en absoluto como el fin de su reinado histórico, ni como la constatación finalmente liberada de su inexistencia, sino como el espacio desde ahora constante de nuestra experiencia. La muerte de Dios, quitándole a nuestra existencia el límite de lo Ilimitado, la conduce a una experiencia en la que nada puede anunciar ya la exterioridad del ser, a una experiencia por consiguiente interior y soberana. Pero una experiencia tal, en la que la muerte de Dios estalla, descubre como su secreto y su luz, su propia finitud, el reino ilimitado del Límite, el vacío de ese umbral donde desfallece y falta. En este sentido, la experiencia interior es enteramente la experiencia de lo imposible (siendo lo imposible aquello de lo que se hace experiencia y lo que la constituye). La muerte de Dios no ha sido sólo el «acontecimiento» que suscitó la experiencia contemporánea bajo la forma que conocemos: dibuja indefinidamente su gran nervadura esquelética.

Bataille sabía qué posibilidades de pensamiento podía abrir esta muerte; y también con qué imposibilidad comprometía al pensamiento. En efecto, ¿qué quiere decir la muerte de Dios sino una extraña solidaridad entre su existencia que estalla y el gesto que la mata? Pero, ¿qué quiere decir matar a Dios si no existe, matar a Dios que no existe? Quizá a la vez matar a Dios porque no existe y para que no exista: y es la risa. Matar a Dios para liberar a la existencia de esa existencia que la limita, pero también para conducirla a los límites que borra esa existencia ilimitada (el sacrificio). Matar a Dios para conducirlo a esa nada que es y para manifestar su existencia en corazón de una luz que la hace flamear como una presencia (es el éxtasis). Matar a Dios para perder el lenguaje en una noche ensordecedora, porque esta herida debe hacerle sangrar hasta que brote un «inmenso aleluya perdido en el silencio sin fin» (es la comunicación). La muerte de Dios no nos restituye a un mundo limitado y positivo, sino a un mundo que se despliega en la experiencia del límite, que se hace y se deshace en el exceso que lo transgrede.

Sin duda, es el exceso el que descubre, ligadas en una misma experiencia, la sexualidad y la muerte de Dios; o incluso, el que nos muestra, como en «el más incongruente de todos los libros», que «Dios es una mujer pública». Y en esta medida el pensamiento de Dios y el pensamiento de la sexualidad, a partir de Sade sin duda, pero nunca hoy con tanta insistencia y dificultad como en Bataille, se encuentran ligados en una forma común. Y si hubiera que dar, por oposición a la sexualidad, un sentido preciso al erotismo, sería sin duda éste: una experiencia de la sexualidad que liga por sí misma la superación del límite con la muerte de Dios. «Lo que el misticismo no pudo decir (en el momento de decirlo, desfallecía), el erotismo lo dice: Dios no es nada si no es la superación de Dios en todos los sentidos del ser vulgar, en el del horror y la impureza; finalmente en el sentido de nada… b»

De este modo, en el fondo de la sexualidad, de su movimiento que nunca nada limita (porque es, desde su origen y en su totalidad, encuentro constante con el límite), y de ese discurso sobre Dios que Occidente ha mantenido durante largo tiempo – sin darse cuenta claramente que «no podemos añadir al lenguaje impunemente una palabra que supera todas las palabras» y que estamos colocados por ella en el límite de todo lenguaje posible -, una experiencia singular se dibuja: la de la transgresión. Tal vez un día se presentará como tan decisiva para nuestra cultura, tan hundida en su suelo como lo fue antaño, para el pensamiento dialéctico, la experiencia de la contradicción. Pero a pesar de tantos signos dispersos, está casi enteramente por nacer el lenguaje en el que la transgresión encontrará su espacio y su ser iluminado.

De un lenguaje tal, es posible, sin duda, encontrar en Bataille, los leños calcinados, la ceniza prometedora.

La transgresión es un gesto que concierne al límite; ahí es donde, en la delgadez de esa línea, se manifiesta el resplandor de su paso, y tal vez también su trayectoria en su totalidad, su origen mismo. El trazo que cruza muy bien podría ser todo su espacio. El juego de los límites y de la transgresión parece estar regido por una obstinación simple: la transgresión franquea y no deja de volver a franquear una línea que, a su espalda, enseguida se cierra en una ola de poca memoria, retrocediendo de este modo otra vez hasta el horizonte de lo infranqueable. Pero este juego pone en juego algo más que estos elementos; los sitúa en una incertidumbre, en unas certidumbres inmediatamente invertidas donde el pensamiento se traba rápidamente al quererlas captar.

El límite y la transgresión se deben uno a otra la densidad de su ser: inexistencia de un límite que no pudiera ser franqueado en absoluto; vanidad a su vez de una transgresión que no franqueara más que un límite de ilusión o de sombra. Pero, ¿tiene el límite una existencia verdadera fuera del gesto que gloriosamente lo atraviesa y lo niega? ¿Qué sería, después, y que podía ser antes? ¿Acaso la transgresión no agota todo lo que es en el instante en que franquea el límite, no existiendo en ningún otro lugar sino en ese punto del tiempo? Ahora bien, ese punto, ese extraño cruce de seres que no existen fuera de él, sino que intercambian en él totalmente lo que son, ¿no es también todo lo que, por todos lados, lo desborda? Actúa como una glorificación de lo que excluye; el límite se abre violentamente sobre lo ilimitado, se encuentra repentinamente arrastrado por el contenido de lo que niega, y consumado por esa plenitud extraña que le invade hasta el corazón. La transgresión lleva el límite hasta el límite de su ser; lo lleva a despertarse en su desaparición inminente, a encontrarse en lo que excluye (más exactamente tal vez a reconocerse allí por vez primera), a experimentar su verdad positiva en el movimiento de su pérdida. Y sin embargo, en este movimiento de pura violencia, ¿hacia qué se desencadena la transgresión sino hacia lo que la encadena, hacia el límite y lo que dentro de él se encuentra clausurado? ¿Contra qué dirige su fractura y a qué vacío debe la libre plenitud de su ser sino a aquello mismo que atraviesa con su gesto violento y que se destina a tachar con el trazo que borra?

La transgresión no es pues al límite como lo negro es a lo blanco, lo prohibido a lo permitido, lo exterior a lo interior, lo excluido al espacio protegido de la morada. Más bien está ligada a él según una relación en espiral con la que ninguna fractura simple puede acabar. Algo tal vez como el rayo en la noche que, desde el fondo del tiempo, da un ser denso y negro a lo que niega, lo ilumina desde el interior y de arriba a abajo, aunque le debe su viva claridad, su singularidad desgarradora y erguida, se pierde en este espacio que firma con su soberanía y finalmente calla, después de haberle dado un nombre a lo oscuro.

Para tratar de pensar esta existencia tan pura y tan enmarañada, de pensar a partir de ella y en el espacio que ella dibuja, hay que liberarla de sus equívocos parentescos con la ética. Liberarla de lo escandaloso o lo subversivo, es decir de lo que está animado por la potencia de lo negativo. La transgresión no se opone a nada, no se burla de nada, no busca sacudir la solidez de los fundamentos; no hace resplandecer el otro lado del espejo más allá de la línea invisible e infranqueable. Porque, precisamente, no es violencia en un mundo dividido (en un mundo ético) ni triunfo sobre los límites que borra (en un mundo dialéctico o revolucionario), en el corazón del límite, ella toma la medida desmesurada de la distancia en la que se abre y dibuja el trazo fulgurante que le da nacimiento. No hay nada negativo en la transgresión. Afirma el ser limitado, afirma ese ilimitado en el que salta abriéndolo por vez primera a la existencia. Puede decirse sin embargo que esta afirmación no tiene nada de positivo: ningun contenido puede vincularla, ya que por definición, ningún límite puede retenerla. Tal vez no es otra cosa sino la afirmación de la partición [partage]. Y aún habría que aligerar a esta palabra de todo lo que pueda recordar el gesto del corte, o el establecimiento de una separación o la medida de una distancia, y dejarle solamente lo que en él puede designar el ser de la diferencia.

Tal vez la filosofía contemporánea ha inaugurado, descubriendo la posibilidad de una afirmación no positiva, un desfase cuyo único equivalente se encontraría en la distinción hecha por Kant entre el nihil negativum y el nihil privativum – distinción que, como se sabe, abrió el camino del pensamiento crítico. Esta filosofía de la afirmación no positiva, es decir de la prueba del límite, es la que, según creo, Blanchot definió como principio de la contestación [contestation]. No se trata de una negación generalizada, sino de una afirmación que no afirma nada: en plena ruptura de transitividad. La contestación no es el esfuerzo del pensamiento por negar unas existencias o unos valores, es el gesto que reconduce a cada uno de ellos a sus límites, y por ello al Límite en el que se cumple la decisión ontológica: contestar es ir hasta el corazón vacío donde el ser alcanza su límite y donde el límite define el ser. Ahí, en el límite transgredido, resuena el sí de la contestación, que deja sin eco al I-A del asno nietzscheano.

De este modo se dibuja una experiencia que Bataille, con todos los rodeos y retornos de su obra, ha querido recorrer, experiencia que tiene el poder «de ponerlo todo en causa (en cuestión), sin reposo admisible» y señalar allí donde se encuentra, en su máxima proximidad, el «ser sin dilación» [être sans délai]. Nada le es más ajeno que la figura de lo demoníaco precisamente porque «lo niega todo». La transgresión se abre a un mundo brillante y siempre afirmado, un mundo sin sombra, sin crepúsculo, sin esa intromisión del no que muerde los frutos y hunde en su corazón la autocontradicción. Es lo inverso solar de la negación satánica; está de acuerdo con lo divino, o mejor, abre, a partir de ese límite que indica lo sagrado, el espacio en el que se juega lo divino. Que una filosofía que se interroga por el ser del límite encuentre una categoría como ésta, es evidentemente uno de los innumerables signos de que nuestro camino es una vía de retorno y de que cada día nos volvemos más griegos. Pero este camino no debe entenderse como la promesa de una tierra de origen, un suelo primero donde nacerían, es decir donde se resolverían para nosotros, todas las oposiciones. Volviendo a colocar la experiencia de lo divino en el corazón del pensamiento, la filosofía desde Nietzsche sabe bien, o debería saber bien, que interroga un origen sin positividad y una apertura que ignora las paciencias de lo negativo. Ningún movimiento dialéctico, ningún análisis de las constituciones y de su suelo trascendental puede servir de ayuda para pensar una experiencia tal, ni siquiera para acceder a esta experiencia. El juego instantáneo del límite y de la transgresión, ¿podría ser hoy la prueba esencial de un pensamiento del origen al que Nietzsche nos consagró desde el principio de su obra – un pensamiento que sería, de modo absoluto y en un solo movimiento, una Crítica y una Ontología, un pensamiento que pensaría la finitud y el ser?

Este pensamiento del que hasta hoy todo nos ha desencaminado, pero como para encaminarnos mejor hasta su retorno, ¿de qué posibilidad nos llega, en qué imposibilidad sostiene para nosotros su insistencia? Sin duda puede decirse que nos llega de la apertura practicada por Kant en la filosofía occidental, el día en que articuló, de un modo aún bien enigmático, el discurso metafísico y la reflexión sobre los límites de nuestra razón. El mismo Kant acabó por cerrar esa apertura con la pregunta antropológica a la que remitió, en definitiva, toda la interrogación crítica; y sin duda se entendió así en adelante como una prórroga concedida indefinidamente a la metafísica, porque la dialéctica sustituyó el cuestionamiento del ser y del límite por el juego de la contradicción y de la totalidad. Para despertarnos del sueño mixto de la dialéctica y la antropología fueron precisas las figuras nietzscheanas de lo trágico y de Dionisos, de la muerte de Dios, del martillo del filósofo, del superhombre que se acerca con paso de paloma, y del Retorno. Pero, ¿por qué el lenguaje discursivo se encuentra hoy tan desarmado cuando se trata de mantener presentes estas figuras y de mantenerse en ellas? ¿Por qué se ve ante ellas reducido, o casi, al silencio, y como obligado, para que continúen encontrando sus palabras, a ceder la palabra a esas formas extremas de lenguaje que Bataille, Blanchot, Klossowski han convertido, por el momento, en morada y cima del pensamiento?

Seguramente un día será preciso reconocer la soberanía de estas experiencias y tratar de acogerlas: no porque se trate de liberar su verdad – pretensión irrisoria ante estas palabras que son límites para nosotros – sino para liberar finalmente a partir de ellas nuestro lenguaje. Por hoy basta con preguntarnos cuál es ese lenguaje no discursivo que se obstina y se rompe desde hace casi dos siglos en nuestra cultura, de dónde viene este lenguaje que no está acabado ni es sin duda dueño de sí, aunque para nosotros sea soberano y nos domine desde lo alto, inmovilizándose a veces en escenas a las que se suele llamar «eróticas» y volatilizándose repetidamente en una turbulencia filosófica en la que parece perder hasta su suelo.

La distribución del discurso filosófico y del cuadro en la obra de Sade obedece sin duda a unas leyes de arquitectura compleja. Es bien probable que las reglas simples de la alternancia, de la continuidad o del contraste temáticos sean insuficientes para definir el espacio de lenguaje donde se articulan lo que se muestra y lo que se demuestra, donde se encadenan el orden de las razones y el orden de los placeres, donde se sitúan sobre todo los sujetos en el movimiento de los discursos y en la constelación de los cuerpos. Digamos tan sólo que este espacio está enteramente cubierto por un lenguaje discursivo (incluso cuando se trata de un relato), explícito (incluso en el momento en que no nombra), continuo (especialmente cuando el hilo pasa de un personaje a otro), lenguaje que sin embargo no tiene sujeto absoluto, nunca descubre a aquel que habla en última instancia y no deja de mantener la palabra desde que se anuncia «el triunfo de la filosofía» con la primera aventura de Justine, hasta el paso a la eternidad de Juliette en una desaparición sin despojos. En cambio, el lenguaje de Bataille se hunde sin cesar en el corazón de su propio espacio, dejando al desnudo, en la inercia del éxtasis, al sujeto insistente y visible que ha intentado retenerlo con todas sus fuerzas, y se encuentra como rechazado por él, extenuado sobre la arena de todo lo que no puede decir.

Bajo todas estas diferentes figuras, ¿cómo es posible pues ese pensamiento que altivamente se designa como «filosofía del erotismo», pero en el que debería reconocerse (lo cual es menos y mucho mas) una experiencia esencial de nuestra cultura desde Kant y Sade – una experiencia de la finitud y del ser, del límite y de la transgresión? ¿Cuál es el espacio propio de este pensamiento y qué lenguaje puede darse? Sin duda no tiene su modelo, su fundamento, el tesoro mismo de su vocabulario en ninguna forma de reflexión definida hasta el presente, en ningún discurso ya pronunciado. ¿Sería de gran ayuda decir, por analogía, que habría que encontrar para lo transgresivo un lenguaje que fuera lo que la dialéctica ha sido para la contradicción? Sin duda es mejor tratar de hablar de esta experiencia y de hacerla hablar en el vacío mismo del desfallecimiento de su lenguaje, precisamente allí donde las palabras le faltan, donde el sujeto que habla acaba por desvanecerse, donde el espectáculo oscila ante el ojo en blanco. Allí donde la muerte de Bataille acaba de colocar su lenguaje. Ahora que esta muerte nos remite a la pura transgresión de sus textos, que estos protegen toda tentativa por encontrar un lenguaje para el pensamiento del límite. Que sirven de morada para este proyecto en ruinas, tal vez, ya.

La posibilidad de un pensamiento tal, ¿acaso no nos llega en un lenguaje que nos la sustrae precisamente como pensamiento y la lleva hasta la imposibilidad misma del lenguaje, hasta ese límite en el que el ser del lenguaje es puesto en tela de juicio? El lenguaje de la filosofía está ligado más allá de toda memoria, o casi, a la dialéctica; ésta no se convirtió desde Kant en la forma y el movimiento interior de la filosofía sino gracias a una duplicación del espacio milenario en el que no había dejado de hablar. Es bien sabido: la remisión a Kant no ha dejado de dirigirnos obstinadamente a lo que hay de más matinal en el pensamiento griego. No para encontrar allí una experiencia perdida, sino para acercarnos a las posibilidades de un lenguaje no dialéctico. La edad de los comentarios a la que pertenecemos, esa duplicación histórica de la que parece que no podemos escapar, no indica la velocidad de nuestro lenguaje en un campo que ya no tiene objeto filosófico nuevo, y que sin cesar hay que repasar con una mirada olvidadiza y siempre rejuvenecida, sino más bien el apuro, el mutismo profundo de un lenguaje filosófico al que la novedad de su dominio ha expulsado de su elemento natural, de su dialéctica originaria. No es por haber perdido su objeto propio o la frescura de su experiencia, sino por haber sido desposeído repentinamente de un lenguaje que le es históricamente «natural» por lo que la filosofía de nuestros días se experimenta como un desierto múltiple: no se trata del fin de la filosofía, sino de que la filosofía no puede recobrar la palabra, y recobrarse en ella sino es sobre los bordes de sus límites: en un metalenguaje purificado o en el espesor de palabras encerradas en su noche, en su verdad ciega. Esta distancia prodigiosa donde se manifiesta nuestra dispersión filosófica da la medida, más que de un desconcierto, de una profunda coherencia: esta desviación, esta incompatibilidad real es la distancia desde el fondo de la cual la filosofía nos habla. Es en ella donde hay que depositar nuestra atención.

Pero de una ausencia como ésta, ¿qué lenguaje puede nacer? Y sobre todo, ¿cuál es entonces ese filósofo que toma la palabra? «¿Qué es de nosotros, cuando, desintoxicados, nos enteramos de lo que somos? Perdidos entre charlatanes, en una noche, donde no podemos sino odiar la apariencia de luz que viene de las charlatanerías c.» En un lenguaje desdialectizado, en el corazón de lo que dice, pero también en la raíz de su posibilidad, el filósofo sabe que «no lo somos todo»; pero aprende que el filósofo mismo no habita la totalidad de su lenguaje, como un dios secreto y omniparlante; descubre que hay, junto a él, un lenguaje que habla y del que no es dueño; un lenguaje que se esfuerza, que fracasa y se calla y al que ya no puede mover; un lenguaje que él mismo habló antaño y que ahora se ha separado de él y gravita en un espacio cada vez más silencioso. Y sobre todo descubre que en el momento mismo de hablar no está siempre instalado en el interior del lenguaje del mismo modo; y que en el lugar del sujeto hablante de la filosofía – cuya identidad evidente y charlatana nadie había puesto en tela de juicio, desde Platón hasta Nietzsche – se ha abierto un vacío en el que se ligan y se desanudan, se combinan y se excluyen una multiplicidad de sujetos hablantes. Desde las lecciones sobre Homero hasta los gritos del loco en las calles de Turín, ¿quién ha hablado pues este lenguaje continuo, tan obstinadamente el mismo? ¿El Viajero o su sombra? ¿El filósofo o el primero de los no-filósofos? ¿Zaratustra, su simio o ya el superhombre? ¿Dionisos, Cristo, sus figuras reconciliadas o finalmente este hombre de aquí? El hundimiento de la subjetividad filosófica, su dispersión en el interior de un lenguaje que la desposee, pero que la multiplica en el espacio de su vacío, es probablemente una de las estructuras fundamentales del pensamiento contemporáneo. De nuevo, no se trata de un fin de la filosofía. Sino más bien del fin del filósofo como forma soberana y primera del lenguaje filosófico. Y tal vez, a todos los que se esfuerzan por mantener ante todo la unidad de la función gramatical del filósofo – al precio de la coherencia, de la existencia misma del lenguaje filosófico – se les podría oponer la empresa ejemplar de Bataille que no ha dejado de romper en sí mismo, con obstinación, la soberanía del sujeto filosofante. En esa medida, su lenguaje y su experiencia fueron su suplicio. Descuartizamiento primero y reflexivo de lo que habla en el lenguaje filosófico. Dispersión de estrellas que contornean una noche mediana para dar nacimiento en ella a unas palabras sin voz. «Como un rebaño expulsado por un pastor infinito, el cabrilleo balante que somos huiría, huiría sin fin del horror de una reducción del ser a la totalidad d.»

Esta fractura del sujeto filosófico no sólo se ha hecho evidente por la yuxtaposición de obras novelescas y textos de reflexión en el lenguaje de nuestro pensamiento. La obra de Bataille la muestra de mucho más cerca, en un perpetuo tránsito a diferentes niveles de habla, mediante un desprendimiento sistemático respecto del Yo que acaba de tomar la palabra, presto a desplegarla y a instalarse en ella: desprendimiento en el tiempo («escribía esto», o también «volviendo hacia atrás, si rehago este camino»), desprendimientos en la distancia entre la palabra y aquel que habla (diario, carnés, poemas, relatos, meditaciones, discursos demostrativos) desprendimientos interiores a la soberanía que piensa y escribe (libros, textos anónimos, prefacio a sus propios libros, notas añadidas). Y es en el corazón de esta desaparición del sujeto filosófico donde el lenguaje filosófico avanza como en un laberinto, no para encontrarse con él, sino para experimentar (y mediante el lenguaje mismo) su perdida hasta el límite, es decir hasta esa abertura en la que surgió su ser, pero ya perdido, enteramente extendido fuera de sí mismo, vaciado de sí hasta el vacío absoluto – abertura que es la comunicación: «En este momento la elaboración ya no es necesaria; inmediatamente y a partir del mismo arrobo entro de nuevo en la noche del niño perdido, en la angustia para volver luego al arrobo y de este modo sin otro fin más que el agotamiento sin otra posibilidad de detención más que el desfallecimiento. Es la alegría supliciante e.»

Es la inversa exacta del movimiento que ha sostenido, desde Sócrates sin duda, la sabiduría occidental: a esta sabiduría el lenguaje filosófico le prometía la unidad serena de una subjetividad que en él triunfaría, habiéndose constituido enteramente por él y a través de él. Pero si el lenguaje filosófico es aquello que repite incansablemente el suplicio del filósofo y donde encuentra arrojada al viento su subjetividad, entonces no sólo la sabiduría no puede valer ya como figura de la composición y la recompensa; sino que además una posibilidad se abre fatalmente, con el vencimiento del lenguaje filosófico (aquello sobre lo que cae – la cara del dado; y aquello en lo que cae: el vacío en el que el dado es arrojado): la posibilidad del filósofo loco. Es decir, el descubrimiento, no en el exterior de su lenguaje (por un accidente venido de afuera, o por un ejercicio imaginario), sino en él, en el nudo de sus posibilidades, de la transgresión de su ser de filósofo. Lenguaje no dialéctico del límite que no se despliega sino en la transgresión de aquel que lo habla. El juego de la transgresión y del ser es constitutivo del lenguaje filosófico que lo reproduce y sin duda lo produce.

Así, este lenguaje de peñascos, este lenguaje inesquivable al cual ruptura, declive, perfil desgarrado le son esenciales es un lenguaje circular que remite a sí mismo y se repliega en una interrogación de sus límites – como si no fuera otra cosa sino un pequeño globo de noche del que brota una extraña luz, que designa el vacío de donde viene y a la que dirige fatalmente todo lo que ilumina y toca. Tal vez es esta configuración extraña la que da al Ojo el prestigio obstinado que le reconoció Bataille. De un extremo a otro de su obra (desde la primera novela hasta las Larmes d´Éros f), ha servido como figura de la experiencia interior: «Cuando suavemente solicito, en el corazón mismo de la angustia, un absurdo extraño, un ojo se abre en la cima, en medio de mi cráneo g.» Y es que el ojo, pequeño globo blanco cerrado sobre su noche, dibuja el círculo de un límite que sólo franquea la irrupción de la mirada. Y su oscuridad interior, su núcleo sombrío se derrama sobre el mundo en una fuente que ve, es decir que ilumina; pero podría decirse también que recoge toda la luz del mundo en la pequeña mancha negra de la pupila y que, allí, la transforma en la noche clara de una imagen. Es espejo y lámpara; vierte su luz alrededor de él, y, mediante un movimiento que tal vez no sea contradictorio, precipita esa misma luz en la transparencia de su pozo. Su globo tiene la expansión de un germen maravilloso – como la de un huevo, que estallara dentro de sí mismo hacia ese centro de noche y de luz extrema que es y que acaba de dejar de ser. Es la figura del ser que no es sino la transgresión de su propio límite.

En una filosofía de la reflexión, el ojo sostiene en su facultad de mirar el poder de volverse cada vez más interior a sí mismo. Detrás de todo ojo que ve, hay un ojo más tenue, tan discreto, pero tan ágil que a decir verdad su mirada omnipotente corroe el globo blanco de su carne; y detrás de éste, hay otro, y otros más, cada vez más sutiles y que pronto no tienen otra sustancia más que la pura transparencia de una mirada. El ojo gana un centro de inmaterialidad en el que nacen y se anudan las formas no tangibles de lo verdadero: ese corazón de las cosas que es su sujeto soberano. El movimiento es inverso en Bataille: la mirada, franqueando el límite globular del ojo lo constituye en su ser instantáneo; lo arrastra en esa arroyada luminosa (fuente que se derrama, lagrimas que corren, pronto sangre) lo arroja fuera de sí mismo, lo lleva al límite, allí donde brilla en la fulguración pronto abolida de su ser y ya no deja entre las manos otra cosa sino la pequeña bola blanca veteada de sangre de un ojo exorbitado cuya masa globular ha apagado toda mirada. Y en el lugar en el que se tramaba esa mirada, no queda sino la cavidad del cráneo, un globo de noche ante el que el ojo, arrancado, acaba de cerrar su esfera, privándolo de la mirada y ofreciendo sin embargo a esta ausencia el espectáculo del núcleo callado que aprisiona ahora la mirada muerta. En esta distancia de violencia y avulsión, el ojo es absolutamente visto, pero fuera de toda mirada: el sujeto filosófico ha sido arrojado fuera de sí mismo, perseguido hasta sus confines, y la soberanía del lenguaje filosófico, es la que habla desde el fondo de esta distancia, en el vacío sin medida que deja el sujeto exorbitado.

Pero tal vez sea cuando es arrancado de cuajo, cuando es cegado por un movimiento que lo gira hacia el interior nocturno y estrellado del cráneo, mostrando al interior su reverso ciego y blanco, cuando el ojo cumple lo que hay de más esencial en su juego: se cierra al día en el movimiento que manifiesta su propia blancura (ésta es seguramente la imagen de la claridad, su reflejo de superficies, pero, por ello mismo, no puede comunicar con ella ni comunicarla); y dirige la noche circular de la pupila a la oscuridad central que ilumina con un relámpago, manifestándola como noche. El globo en blanco es a la vez lo más cerrado y lo más abierto: haciendo pivotar su esfera, por consiguiente permaneciendo el mismo y en el mismo lugar, desquicia el día y la noche, franquea su límite, pero para volverlo a encontrar sobre la misma línea y al revés; y la semiesfera blanca que aparece un momento allí donde se abría la pupila es como el ser del ojo cuando franquea el límite de su propia mirada – cuando transgrede esta apertura al día por la que se definía la transgresión de toda mirada. «Si el hombre no cerrara soberanamente los ojos, acabaría por no ver lo que merece la pena de ser mirado h.»

Pero lo que merece ser mirado no es ningún secreto interior, ningún otro mundo más nocturno. Arrancado al lugar de su mirada, girado hacia su órbita, el ojo ya no derrama ahora su luz sino hacia la caverna del hueso. La evulsión de su globo no revela tanto la «pequeña muerte» cuanto la muerte a secas, cuya experiencia lleva a cabo allí mismo donde está, en ese manar inmóvil que le hace caer. La muerte no es para el ojo la línea siempre alta del horizonte, sino en su mismo emplazamiento, en el hueco de todas sus miradas posibles, el límite que no deja de transgredir, haciéndolo surgir como límite absoluto en el movimiento de éxtasis que le permite saltar al otro lado. El ojo en blanco descubre el vínculo del lenguaje con la muerte en el momento en que representa el juego del límite y el ser. Tal vez la razón de su prestigio estribe precisamente en que funda la posibilidad de dar un lenguaje a este juego. Las grandes escenas en las que se detienen los relatos de Bataille, ¿qué son sino el espectáculo de esas muertes eróticas donde ojos en blanco alumbran sus blancos límites y caen hacia órbitas gigantescas y vacías? Este movimiento está dibujado con una singular precisión en Le Bleu du ciel: uno de los primeros días de noviembre, cuando las velas y las lucernas constelan la tierra de los cementerios alemanes, el narrador está acostado sobre las baldosas con Dorothée; haciendo el amor en medio de los muertos, ve alrededor de él la tierra como un cielo de noche clara. Y el cielo por encima de él forma una gran órbita vacía, una calavera en la que reconoce su vencimiento, por una revolución de su mirada en el momento en el que el placer agita los cuatro globos de carne: «La tierra bajo el cuerpo de Dorothée estaba abierta como una tumba, su vientre se me abría como una tumba fresca. Estábamos heridos por el estupor, haciendo el amor sobre un cementerio estrellado. Cada una de sus luces anunciaba un esqueleto en una tumba; formaban un cielo vacilante tan confuso como nuestros cuerpos enmarañados… Desabroché a Dorothée, manché su ropa y sus pechos con la tierra fresca que se había pegado a mis dedos. Nuestros cuerpos temblaban como castañetean dos hileras de dientes una contra otra i.»

Pero, ¿qué puede significar, en el corazón de un pensamiento, la presencia de una figura como ésta? ¿Qué quiere decir este ojo insistente en el que parece recogerse lo que Bataille ha designado sucesivamente como experiencia interior, extremo de lo posible, operación cómica o simplemente meditación? Sin duda no se trata de una metáfora, como tampoco es metafórica en Descartes la percepción clara de la mirada o esa punta aguda del espíritu a la que llama acies mentis. A decir verdad, el ojo en blanco, en Bataille, no significa nada en su lenguaje, por la sencilla razón de que marca su límite. Indica el momento en el que el lenguaje llegado a sus confines irrumpe fuera de sí mismo, explota y se contesta radicalmente en la risa, en las lágrimas, los ojos transidos del éxtasis, en el horror mudo y exorbitado del sacrificio, y permanece así en el límite de este vacío, hablando de sí mismo en un lenguaje segundo en el que la ausencia de sujeto soberano dibuja su vacío esencial y fractura sin tregua la unidad del discurso. El ojo enucleado o invertido es el espacio del lenguaje filosófico de Bataille, el vacío en el que se derrama y se pierde pero sin dejar de hablar – un poco como el ojo interior, diáfano e iluminado de los místicos o de los religiosos señala el punto en el que el lenguaje secreto de la oración se fija y se ahoga en una comunicación maravillosa que le hace callar. Igualmente, pero de modo inverso, el ojo de Bataille dibuja el espacio de pertenencia del lenguaje y de la muerte, allí donde el lenguaje descubre su ser en el franqueamiento de sus límites: la forma de un lenguaje no dialéctico de la filosofía.

En este ojo, figura fundamental del lugar desde donde habla Bataille, y donde su lenguaje roto encuentra su morada ininterrumpida, la muerte de Dios (sol que cae y gran párpado que se cierra sobre el mundo), la prueba de la finitud (desprendimiento en la muerte, torsión de la luz que se apaga descubriendo que el interior es el cráneo vacío, la ausencia central), y el regreso sobre sí mismo del lenguaje en el momento del desfallecimiento encuentran una forma de vínculo anterior a todo discurso, que sin duda no tiene más equivalente que el vínculo, familiar a otros filósofos, entre la mirada y la verdad o la contemplación y lo absoluto. Lo que se desvela a este ojo que al pivotar se vela para siempre es el ser del límite: «No olvidaré jamás lo que hay de violento y de maravilloso en abrir los ojos, en ver de cara lo que hay, lo que ocurre.»

Tal vez la experiencia de la transgresión, en el movimiento que la arrastra hacia toda noche, alumbra esta relación de la finitud con el ser, este momento del límite que el pensamiento antropológico, desde Kant, sólo designaba desde lejos y del exterior, con el lenguaje de la dialéctica.

El siglo XX ha descubierto sin duda las categorías emparentadas del gasto, el exceso, el límite, la transgresión: la forma extraña e irreducible de estos gestos sin retorno que consumen y consuman. En un pensamiento del hombre que trabaja y del hombre productor – que fue el de la cultura europea desde finales del siglo XVIII -, el consumo se definía sólo por la necesidad, y la necesidad se medía sólo según el modelo del hambre. Prolongada ésta en la búsqueda del beneficio (apetito de aquel que ya no tiene hambre) introducía al hombre en una dialéctica de la producción donde se leía una antropología sencilla: el hombre perdía la verdad de sus necesidades inmediatas con los gestos de su trabajo y los objetos que creaba con sus manos, pero era ahí también donde podía reencontrar su esencia y la satisfacción indefinida de sus necesidades. Pero sin duda no hay que comprender el hambre como ese mínimo antropológico indispensable para definir el trabajo, la producción y el beneficio; sin duda la necesidad tiene un estatuto muy diferente o por lo menos obedece a un régimen cuyas leyes son irreductibles a una dialéctica de la producción. El descubrimiento de la sexualidad, el cielo de irrealidad indefinida en el que Sade, de entrada, la colocó, las formas sistemáticas de lo prohibido donde ahora sabemos que está presa, la transgresión cuyo objeto e instrumento es en todas las culturas, indican de un modo bastante terminante la imposibilidad de imponerle a la experiencia mayor que constituye para nosotros un lenguaje milenario como el de la dialéctica.

Tal vez la emergencia de la sexualidad en nuestra cultura es una acontecimiento de valor múltiple: está vinculada con la muerte de Dios y con ese vacío ontológico que ésta ha dejado en los límites de nuestro pensamiento; está vinculada también con la aparición aún sorda y vacilante de una forma de pensamiento en el que la interrogación sobre el límite sustituye a la búsqueda de la totalidad y donde el gesto de la transgresión reemplaza al movimiento de las contradicciones. Finalmente está vinculada a una puesta en tela de juicio del lenguaje mismo en una circularidad que la violencia «escandalosa» de la literatura erótica, lejos de romper, manifiesta a partir del primer uso que hace de las palabras. La sexualidad no es decisiva para nuestra cultura más que hablada y en la medida en que es hablada. No es nuestro lenguaje el que ha sido, desde hace casi dos siglos, erotizado: es nuestra sexualidad la que desde Sade y la muerte de Dios ha sido absorbida en el universo del lenguaje, desnaturalizada por él, colocada por él en este vacío donde establece su soberanía y donde sin cesar pone, como Ley, unos límites que transgrede. En este sentido, la aparición de la sexualidad como problema fundamental señala el desplazamiento de una filosofía del hombre que trabaja a una filosofía del ser hablante, y al igual como la filosofía durante largo tiempo ha sido segunda respecto del saber y del trabajo, hay que admitir, no en tanto que crisis sino como estructura esencial, que ahora es segunda respecto del lenguaje. Segunda no quiere decir necesariamente que esté consagrada a la repetición o al comentario, sino que hace la experiencia de sí misma y de sus límites en el lenguaje y en esta transgresión del lenguaje que la conduce, como condujo a Bataille, al desfallecimiento del sujeto hablante. Desde el día en que nuestra sexualidad se puso a hablar y a ser hablada, el lenguaje dejó de ser el momento del desvelamiento de lo infinito; es en su espesor donde en adelante hacemos la experiencia de la finitud y del ser. Es en su morada oscura donde encontramos la ausencia de Dios y nuestra muerte, los límites y su transgresión. Pero quiza ella se ilumina para aquellos que finalmente han liberado su pensamiento de todo lenguaje dialéctico como se iluminó, y más de una vez, para Bataille, en el momento en que experimentó, en el corazón de la noche, la pérdida de su lenguaje. «Lo que llamo la noche difiere de la oscuridad del pensamiento; la noche tiene la violencia de la luz. La noche es en sí misma la juventud y la embriaguez del pensamiento j.»

Este «apuro de habla» [embarrras de parole] en el que se encuentra presa nuestra filosofía y del que Bataille recorrió todas las dimensiones, tal vez no sea esa perdida del lenguaje que el fin de la dialéctica parecía indicar: es más bien el hundimiento mismo de la experiencia filosófica en el lenguaje y el descubrimiento de que es en él y en el movimiento por el que dice lo que no puede ser dicho donde se cumple una experiencia del límite que la filosofía, ahora, está obligada a pensar.

Tal vez define el espacio de una experiencia en la que el sujeto que habla, en lugar de expresarse, se expone, va al encuentro de su propia finitud y bajo cada palabra se ve remitido a su propia muerte. Un espacio que haría de toda obra uno de esos gestos de «tauromaquia» de los que hablaba Leiris, pensando en sí mismo, pero sin duda también en Bataille k. En todo caso, es en la página en blanco de la arena (ojo gigantesco) donde Bataille hizo esta experiencia, esencial para él y característica de todo su lenguaje, de que la muerte comunicaba con la comunicación y que el ojo arrancado, esfera blanca y muda, podía convertirse en un germen violento en la noche del cuerpo, y volver presente esa ausencia de la que la sexualidad no ha dejado de hablar, y a partir de la cual ella no ha dejado de hablar. En el momento en que el cuerno del toro (cuchillo resplandeciente que trae la noche en un movimiento exactamente contrario a la luz que sale de la noche del ojo) se hunde en la órbita del torero al que ciega y mata, Simone hace ese gesto que ya conocemos y traga un germen pálido y desollado, restituyendo a su noche originaria la gran virilidad luminosa con la que ha acabado su asesinato. El ojo es devuelto a su noche, el globo de la arena se vuelve blanco y cae; pero es precisamente el momento en que el ser aparece sin dilación y donde el gesto que franquea los límites toca la ausencia misma: «Dos globos del mismo color y consistencia se habían animado con movimientos contrarios y simultáneos. Un testículo blanco de toro había penetrado la carne negra y rosa de Simone; un ojo había salido de la cabeza de un joven. Esta coincidencia, vinculada hasta la muerte con una especie de licuefacción urinaria del cielo, me devolvió, por un momento, a Marcelle. Me pareció, en ese inasible instante, que la tocaba l.»

1 «Préface à la transgression», Critique, nº 195-196: Hommage à G.Bataille, agosto-septiembre de 1963, págs. 751-769. Traducción Miguel Morey.

aNotas

Bataille (G.), L´Abbé C, 2ª parte: Récit de Charles C. (París, Ed. Minuit, 1950), en Oeuvres Complètes, París, Gallimard, «Collection blanche», t. III, 1971, págs. 263-264. b. Bataille (G.), L´Érotisme, 2ª parte: Études diverses, VII: Préface de «Madame Edwarda» (París, Ed. Minuit), en Oeuvres Complètes, op. cit. t. X, 1987, págs. 262-263. c. Bataille (G.), Somme athéologique, I: L´Éxperience intérieure (1943), París, Gallimard, «Collection blanche», 6ª edición, 1954, Avant-Propos, pág. 10. d. Bataille (G.), Ibid., 2ª parte: Le Supplice, París, Gallimard, «Collection blanche», 6º edición, 1954, pág. 51. e. Ibid., pág. 74. f. Bataille (G.), Les Larmes d´Éros (Jean-Jacques Pauvert, 1961), en Oeuvres Complètes, op. cit., t. X, 1987, págs. 573-627. g. Bataille (G.), Le Bleu du ciel, en L´Éxpérience intérieure, Tercera parte: «Antécédents du supplice ou la comédie», cit., pág. 101. h. Bataille (G.), La Littérature et le Mal. Baudelaire (1957), en Oeuvres Complètes, op. cit., t. X, 1979, pág. 193. i. Bataille (G.), Le Bleu du ciel (París, Jean-Jacques Pauvert, 1957), en Oeuvres Complètes, cit., t. III, 1971, págs 481-482. j. Bataille (G.), Le Coupable. La Divinité du rire. III: Rire et Tremblement, en Oeuvres complètes, cit., t. V, 1973, pág. 354. k. Leiris (M.), De la littérature considerée comme une tauromachie, París, Gallimard, «Collection blanche», 1946. l. Bataille (G.), Histoire de l´oeil: sous le soleil de Séville (nueva versión), en Oeuvres complètes, op. cit., t. I, 1970, Apendice, pág. 598.