Badiou, Alain - La cuestion del ser en la actualidad

Debernos sin duda alguna a Heidegger la reorganización de la filosofía en torno a la cuestión del ser. Le debemos también el que haya puesto nombre a la época del olvido de esa cuestión, un olvido cuya historia, iniciada ya con Platón, es la historia de la propia filosofía.

¿Pero cuál es, en definitiva, para Heidegger el rasgo distintivo de la metafísica, de la metafísica concebida como historia del ser en retirada? Sabemos que el gesto platónico sitúa a la ??????? (la verdad) bajo el yugo de la ???? el recorte de la idea como presencia singular de lo pensable establece que el ente predomina sobre el movimiento inicial, o inaugural, de eclosión del ser. La ausencia de velo, la desocultación, se ve de este modo asignada a la fijación de una presencia; pero sin duda lo más importante es que esa fijación expone al ser del ente al recurso de un cómputo, al contar-como-uno. Aquello por lo cual «lo que es» es lo que es, es también aquello por lo que es uno. La norma de lo pensable es la unificación del ente singular bajo la potencia de lo uno, y es esa norma, esa potencia normativa de lo uno, la que tacha la venida a sí, o el regreso a sí mismo, del ser como ?????. El tema de la quididad, en tanto determinación del ser del ente por la unidad de su quid, es aquello que sella la entrada del ser en la potencia normativa propiamente metafísica. Cosa que destina al ser a la preeminencia sobre el ente.

Heidegger resume así este movimiento en las notas que llevan por título «Proyectos para la historia del ser en tanto que metafísica», notas traducidas al final del tomo segundo del Nietzsche:

La preeminencia de la quididad conlleva la preeminencia del propio ente en lo que es en cada caso. La preeminencia del ente fija al ser en tanto que ?????? (común) a partir del ?? (lo uno). El carácter peculiar de la metafísica queda decidido. Lo uno en tanto que unidad unificadora se vuelve normativo para la ulterior determinación del ser.

De este modo, el ser se ve reducido a lo común, a la generalidad vacía, y ha de soportar la preeminencia metafísica del ente porque lo uno decide normativamente sobre el ser.

Podemos por tanto definir como sigue la metafísica: apresamiento del ser por lo uno. Su máxima sintética más apropiada es la de Leibniz, la cual establece como norma la reciprocidad del ser y lo uno: «Aquello que no es un ser no es un ser».

El punto de partida de mi discurso especulativo podría entonces formularse como sigue: ¿es posible separar lo uno del ser, quebrar el apresamiento metafísico del ser por lo uno, sin obligarse por ello al destino heideggeriano, sin confiar el pensamiento a la infundada promesa de un retorno salvador? Pues en el propio Heidegger, el pensamiento de la metafísica, en tanto historia del ser, es solidario con un anuncio cuya expresión última es, no obstante, que «sólo un dios puede salvarnos».

¿Es posible salvar al pensamiento -o acaso se habrá, en realidad, escapado el pensamiento desde el principio; quiero decir: habrá escapado a la potencia normativa de lo uno- sin que haya que recurrir por ello a la profecía del retorno de los dioses?

En la Introducción a la metafísica, Heidegger declara que «sobre la Tierra se abate un oscurecimiento del mundo». Y a continuación confecciona la lista de los acontecimientos esenciales de ese oscurecimiento: «la fuga de los dioses, la destrucción de la Tierra, la reunión gregaria de los hombres, la preeminencia de lo mediocre». Todos estos temas son coherentes con la determinación de la metafísica como exasperada potencia normativa de lo uno.

Pero si el pensamiento, entendido como filosofía, ha organizado desde siempre, en una escisión originaria de su disposición, al mismo tiempo la potencia normativa de lo uno y también el recurso contra esa potencia, es decir, la sustracción respecto de dicha potencia, entonces es preciso decir: al mismo tiempo que se avecina desde siempre un oscurecimiento del mundo, se acerca igualmente su iluminación. De modo que la huida de los dioses es también el benéfico asueto que les es concedido por los hombres; que la destrucción de la Tierra es también su acondicionamiento como lo conveniente al pensamiento activo; que la reunión gregaria de los hombres es también la irrupción igualitaria de las masas en el escenario histórico; y que la preeminencia de lo mediocre es también el brillo y la densidad de lo que Mallarmé denominaba acción restringida.

Mi problema es entonces el siguiente: ¿cómo puede el pensamiento designar en sí mismo el esfuerzo que siempre ha realizado para sustraer al ser del apresamiento de lo uno? ¿Cómo asumir que sin duda hubo un Parménides, pero que igualmente hubo un Demócrito, en quien se opera, por diseminación y recurso al vacío, el apartamiento de lo uno? ¿Cómo poner en juego contra el destino heideggeriano aquello que a todas luces se excluye de tal sino, como la magnífica figura de Lucrecio en quien la potencia del poema, lejos de mantener el recurso a lo Abierto en el desamparo, intenta más bien sustraer el pensamiento a cualquier retorno de los dioses y establecerlo en la firmeza de lo múltiple? Lucrecio se enfrenta directamente con el pensamiento a esta sustracción de lo uno que es la infinitud inconsistente, aquella que nada logra reunir:

Tal es pues la naturaleza del lugar, del espacio gigantesco:

Si se deslizasen indefinidamente, arrastrados por el tiempo,

Los rayos jamás verían reducirse la distancia,

Todo el enorme depósito de las cosas está abierto

En todas direcciones.

Inventar una fidelidad contemporánea a aquello que jamás se ha plegado a la coerción histórica de la onto-teología, a la potencia no razonadora de lo uno, tal fue y sigue siendo mi móvil.

La decisión inicial consiste entonces en sostener que aquello que, perteneciente al ser, resulta pensable, se halla contenido en la forma de lo múltiple radical, de lo múltiple que no se halla sometido a la potencia de lo uno, de aquello que he llamado, en Ser y acontecimiento, lo múltiple sin-uno.

Sin embargo, sostener este principio implica algunos requisitos de gran complejidad.

–En primer lugar, la multiplicidad pura, o multiplicidad que despliega el recurso ilimitado del ser como evitación de la potencia de lo uno, no puede adquirir consistencia por sí misma. En efecto, hemos de asumir, como Lucrecio, que el despliegue de lo múltiple no sufre la coerción de la inmanencia de un límite. Pues resulta más que evidente que esa coerción verifica la potencia de lo uno como fundamento mismo de lo múltiple.

Hay que dejar pues sentado que la multiplicidad como exposición del ser a lo pensable no entra en la figura de una delimitación consistente. O aún: la ontología, si existe, debe ser l teoría de las multiplicidades inconsistentes como tales. Cosa que también significa lo siguiente: lo que aparece al pensamiento de la ontología es lo múltiple, sin más predicado que el de su multiplicidad. Sin más concepto que el de sí mismo, y sin nada que garantice su consistencia.

–De modo aún más radical, una ciencia del ser en tanto que ser que fuera verdaderamente capaz de realizar la sustracción propuesta debe verificar la impotencia de lo uno desde su propio interior. El sin-uno de lo múltiple no puede conformarse con una simple refutación externa. En la propia composición inconsistente de lo múltiple se indica el desprendimiento de lo uno.

Este extremo fue comprendido, en la dificultad que aún subsistía, por Platón en el Parménides, cuando estudió las consecuencias de la hipótesis: lo uno no es. Esta hipótesis resulta especialmente interesante en relación con la manera en que Heidegger determina el carácter decisivo de la metafísica. Ahora bien, ¿qué dice Platón? En primer lugar, que si lo uno no es, se sigue que la alteridad inmanente de lo múltiple se convierte en diferenciación de uno mismo ante sí mismo sin punto final. Esto está en la sorprendente fórmula: ?? ???? ????? ?????, que podríamos traducir: los otros son Otros, con minúscula en el primer otro y una mayúscula, yo diría que lacaniana, en el segundo: resulta que respecto a aquello que lo uno no es, lo otro es lo Otro en tanto multiplicidad absolutamente pura, diseminación completa de sí. Ahí reside el motivo de la multiplicidad inconsistente.

A continuación, Platón va a mostrar que esa inconsistencia disuelve lo uno hasta la raíz de toda potencia supuesta, ya sea la propia potencia de su retiro, o la de su inexistencia: toda exposición aparente de lo uno lo resuelve inmediatamente en multiplicidad infinita. Cito:

Al que piensa en la proximidad y con agudeza le aparece cada uno de los unos como multiplicidad sin límites, mientras que lo uno, no siendo, le falta.

¿Qué podría significar esto sino lo siguiente: liberado del apresamiento metafísico de lo uno, lo múltiple no puede exponerse a lo, pensable como múltiple compuesto de unos? Es preciso dejar sentado que lo múltiple jamás se compone de otra cosa que de múltiples. Todo múltiple es un múltiple de múltiples.

Y por lo mismo que un múltiple (un ente) no es un múltiple de múltiples, es preciso mantener la sustracción hasta el final. No habremos de conceder que un determinado múltiple sea lo uno, y ni siquiera admitiremos que se encuentre compuesto por unos. Y entonces será, inevitablemente, múltiple de nada.

La sustracción es también esto: en lugar de conceder que en ausencia de lo múltiple existe lo uno, afirmar que en ausencia de lo múltiple no hay nada. Aquí, evidentemente, volvemos a encontrar a Lucrecio. En efecto, Lucrecio había excluido la posibilidad de que entre las múltiples composiciones de átomos y vacío pudiese asignarse lo uno a algún tercer principio:

Además del vacío y los cuerpos, no existe

En el número de las cosas ninguna naturaleza

Que se ofrezca jamás a nuestros sentidos o que el entendimiento

Logre descubrir mediante el razonamiento.

Esto es por otra parte lo que organiza su crítica de las cosmologías provistas de un principio unitario, como la del Fuego de Heráclito. Lucrecio percibe perfectamente que sustraerse al temor de los dioses exige que más acá de lo múltiple no haya nada. Y que más allá de lo múltiple no haya sino más múltiples.

–Por último, una tercera consecuencia del compromiso de la sustracción consiste en excluir que pueda haber alguna definición de lo múltiple. En este punto, la disciplina heideggeriana nos ayuda: el modo propiamente socrático del aislamiento de la Idea es la aprehensión de una definición. La vía de la definición se opone al impe¬rativo del poema justamente por el hecho de que establece en la pro¬pia lengua la potencia normativa de lo uno: esto será pensado en su ser por la razón de que se halla aislado, o recortado, por el recurso dialéctico de la definición. La definición es la forma lingüística de establecer la preeminencia del ente.

Si pretendemos acceder a la exposición-múltiple del ser a través del sesgo de una definición, o por la vía dialéctica de las delimitaciones sucesivas, nos hallaremos, de hecho, originariamente instalados en la potencia metafísica de lo uno.

Se ve, pues, cómo el pensamiento de lo múltiple sin uno, o múltiple inconsistente, obstaculiza el camino de la definición.

La ontología se halla en la difícil situación de tener que exponer el carácter pensable de lo múltiple puro sin poder decir en ningún caso cuáles son las condiciones que permiten reconocer a lo múltiple como tal. Ni siquiera es posible hacer explícita esta obligación negativa. No es posible decir, por ejemplo: el pensamiento está consagrado a lo múltiple, y a nada más que a la multiplicidad intrínseca de lo múltiple. Y ello porque este pensamiento entraría ya en lo que Heidegger llama el proceso de limitación del ser, al haber recurrido a una norma delimitadora. Y de este modo lo uno regresaría.

No es pues posible definir lo múltiple ni hacer explícita esa ausencia de definición. En realidad, el pensamiento de lo múltiple puro debe ser de índole tal que el nombre «multiplicidad» no se mencione en parte alguna, ni para decir, de acuerdo con lo uno, lo que designa, ni para decir, siempre de acuerdo con lo uno, aquello cuya impotencia misma le impide designar.

Pero, ¿qué es un pensamiento que no define jamás lo que piensa, que no lo expone, pues, jamás como objeto? ¿Qué es un pensamiento que incluso en la escritura que lo liga a lo pensable se prohíbe recurrir a cualquier nombre posible para eso que es pensable? Se trata, evidentemente, de un pensamiento axiomático. Un pensamiento axiomático atrapa la disposición de los términos no definidos. Nunca encuentra ni una definición para esos términos ni una explicitación practicable para aquello que no sean esos términos. Los enunciados primordiales de semejante pensamiento exponen lo pensable sin convertirlo en tema. Indudablemente, el o los términos buscados se hallan ya inscritos en el pensamiento. Pero no lo están en el sentido de una denominación para la que haya que representarse un referente, sino en el sentido de ser una serie de disposiciones en las que el término no se encuentra sino en el juego pautado de sus conexiones fundantes.

La exigencia más íntima de una ontología de la evitación consiste en que su presentación explícita no se encuentra en la forma de la definición dialéctica sino en la forma del axioma, el cual prescribe sin nombrar.

Y sólo partiendo de esa exigencia puede reinterpretarse el célebre pasaje de la República en el que Platón opone la dialéctica a las matemáticas.

Repasemos el resumen que Glaucón, uno de los interlocutores de Sócrates, proporciona sobre el pensamiento del maestro a este respecto:

El hecho de teorizar en cuanto al ser y lo inteligible según se desprende de la ciencia (????????) de la dialéctica es más claro que el que se desprende de lo que llamamos las ciencias (?????). Desde luego, quienes teorizan de acuerdo con las ciencias, las cuales tienen como principios las hipótesis, están obligados a proceder de modo discursivo y no empírico. Sin embargo, al quedar suspendido de las hipótesis el intuir de éstos y no disponer tú de ningún acceso al principio, te parece que ellos no poseen ninguna intelección de aquello sobre lo que teorizan, lo cual, no obstante, a la luz del principio, depende de la inteligibilidad del ente. Me parece que llamas discursivo (???????) al procedimiento de los geómetras y los que se les asemejan, pero que no le llamas en modo alguno intelección, en la medida en que ese carácter discursivo se establece entre (??????) la opinión (????) y el entendimiento (????).

Queda perfectamente claro que para Platón lo que le falta a la matemática son precisamente los axiomas. ¿Por qué? Porque el axioma se encuentra en la exterioridad de lo pensable. Los geómetras se ven obligados a proceder discursivamente, porque, justamente, no entran en la potencia normativa de lo uno, cuyo nombre es principio. Y esa obligación atestigua su exterioridad a la norma de los principios de lo pensable. El axioma se encuentra, siempre según Platón, cargado de una oscura violencia que se debe al hecho de que no se apropia de la norma dialéctica y propia de la definición de lo uno. En el axioma y la matemática existe ciertamente pensamiento, pero aún no una libertad de pensamiento, la cual se subordina al paradigma, a la norma, a lo uno.

Sobre este punto, evidentemente, mi conclusión es opuesta a la de Platón. Lo que da valor al axioma -lo que da valor a la disposición axiomática-, es precisamente el hecho de que permanezca sustraído a la potencia normativa de lo uno. Y en la obligación que implica no veo, como Platón, la marca de una insuficiencia de la elucidación unificadora y fundacional. Lo que veo en ella es la necesidad del propio gesto de sustracción, ya sea un movimiento por el que el pensamiento se separe penosamente -al precio, en efecto, de lo no explícito, o de la impotencia del nombrar- de todo aquello que la vincularía de nuevo a lo común, o a lo general, en que se sustenta su propia tentación metafísica. Y en este penoso separarse es donde veo la libertad del pensamiento respecto a lo que representa la limitación que define su destino, y que bien podríamos llamar su inclinación metafísica.

Digamos que, destinada a la disposición axiomática, la ontología, o pensamiento de lo múltiple puro inconsistente, no puede tener la seguridad de ningún principio. Y digamos también que, por el contrario, toda ascensión al principio es aquello por lo cual lo múltiple deja de estar expuesto en virtud de la sola inmanencia de su multiplicidad.

Henos pues aquí en posesión de cinco condiciones para toda ontología de lo múltiple como retirada de la potencia de lo uno; o de cinco condiciones para toda ontología fiel a lo que, desde siempre, en la filosofía, ha combatido su propia tendencia metafísica.

  1. La ontología es pensamiento de la multiplicidad inconsistente, es decir, reducida -sin unificación inmanente- al solo predicado de su multiplicidad.

  2. Lo múltiple es radicalmente un sin-uno por el hecho de que él mismo no está compuesto sino por múltiples. Aquello que hay, o la exposición a lo pensable de lo que hay en la simple exigencia de «lo que hay», no son sino múltiples de múltiples.

  3. Por la misma razón que ningún límite inmanente que provenga de lo uno es capaz de determinar la multiplicidad en tanto tal, no existe ningún principio original de finitud. Lo múltiple puede ser pensado por tanto como infinito. O aún: la infinidad es otro nombre para la multiplicidad en tanto que tal. Y como tampoco hay ningún principio que encadene lo infinito a lo uno, hay que sostener que existe una infinidad de infinitos, una diseminación infinita tic multiplicidades infinitas.

  4. Por la misma razón que un múltiple es pensable como algo que no es un múltiple de múltiples, no se concederá que haya que reintroducir aquí lo uno. Diremos más bien que es un múltiple de nada. Y la nada no estará, no más que los múltiples, dotada de un principio de consistencia.

  5. La presentación ontológica efectiva es necesariamente axiomática.

Llegados a este punto, iluminados por la refundación cantoriana de las matemáticas, podemos decir: la ontología no es nada más que la propia matemática. Y esto, desde su mismo origen griego, a pesar de ¡¡tic en ese origen, y durante todo el tiempo posterior, luchando en su propio seno contra la tentación metafísica, la matemática no haya (agrado -con grandes dificultades y al precio de penosos trabajos y reorganizaciones- otra cosa que la garantía del libre juego de sus propias condiciones.

Puede decirse que con Cantor pasamos de la ontología restringida, que todavía liga lo múltiple al tema metafísico de la representación tic los objetos, lo números y las figuras, a la ontología general, que establece como base y destino para la matemática la aprehensión pensante y libre de la multiplicidad como tal. Multiplicidad que aleja para siempre de limitar lo pensable a la restringida dimensión del objeto.

Mostremos ahora de qué modo la matemática poscantoriana se vuelve en cierto modo igual a sus propias condiciones.

  1. El conjunto en el sentido de Cantor, no tiene ninguna otra esencia más que la de ser una multiplicidad; carece de determinación externa, puesto que nada en él limita en función de otra cosa que pueda ser aprehendido; carece de determinación interna puesto que aquello de lo que él viene a ser reunión múltiple es indiferente.

  2. En la elaboración establecida por Zermelo y Fraenkel, no hay ningún otro término primitivo no definido, ningún otro valor posible para las variables, como no sea el definido por los conjuntos. De este modo, todo elemento de un conjunto es a su vez un conjunto. Lo cual valida la idea de que todo múltiple es múltiple de múltiples, sin referencia a unidades de ningún tipo.

  3. Cantor no sólo reconoce plenamente la existencia de conjuntos infinitos, sino la existencia de una infinidad de tales conjuntos. Esta infinidad se encuentra a su vez absolutamente abierta, pese a estar sellada por el punto de contacto con lo imposible, y, por consiguiente, por el punto de contacto con lo real, que la vuelve incoherente y que consiste en saber que no puede existir ningún conjunto de todos los conjuntos. Cosa que representa en realidad el cumplimiento del punto de vista a-cósmico de Lucrecio.

  4. Existe efectivamente un conjunto de nada, o conjunto que no contiene ningún elemento que sea un múltiple. Es el conjunto vacío, el cual es una mera marca, una marca que sirve para mostrar que con ella se confeccionan todos los múltiples de múltiples. De este modo se establece la equivalencia entre el ser y la letra, tan pronto nos sustraemos a la potencia normativa de lo uno. Pensemos, una vez más, en la potente anticipación que expone Lucrecio en el canto I, versos 910 y siguientes:

Una pequeña transposición basta a los átomos para crear

Cuerpos ígneos o leñosos. Sucede como con las palabras:

Cuando desplazamos un tanto las letras,

Distinguimos específicamente ígneo de leñoso.

Y es justamente en esta instancia de la letra, por retomar la expresión de Lacan, instancia acentuada aquí en la marca del vacío, donde se despliega el pensamiento «sin-uno», o sin metafísica, de aquello que se puede exponer de modo matemático como figura inmemorial del ser.

  1. La teoría de los conjuntos no es nada más, en cuanto al meollo de su presentación, que el cuerpo de los axiomas de la teoría. La palabra «conjunto» no figura en la propia teoría, y menos aún la definición de dicha palabra. Razón por la cual se descubre que la esencia del pensamiento de lo múltiple puro no requiere ningún principio dialéctico; y que por lo que respecta a la materia, la libertad del pensar que se consagra al ser se encuentra en la decisión axiomática, y no en la intuición de una norma.

Y como se ha establecido con posterioridad que la exposición cantoriana era menos una teoría particular que el lugar mismo de lo pensable matemático -el célebre «paraíso» del que hablaba Hilbert-, una retroacción general nos autoriza a decir lo siguiente: sólo .a partir de su origen griego insiste el ser en quedar inscrito en las disposiciones de la matemática pura. Por consiguiente, podemos decir también que sólo desde el origen de la filosofía puede el pensamiento sustraerse a la potencia normativa de lo uno. La sorprendente incisión de la matemática en la filosofía, de Platón a Husserl y Wittgenstein, debe descifrarse como una condición singular: la que expone a la filosofía a la prueba de una vía distinta a la de la subyugación del ser por la potencia de lo uno. La filosofía es por tanto, desde siempre, y según su condición matemática, el escenario de un miento disparatado, o escindido. Es cierto que expone la categoría (le verdad a la potencia unificadora y metafísica de lo uno. Es cierto también que a su vez expone a esa potencia a la defección sustractiva cíe la matemática. Por tanto, toda filosofía singular es menos una realización del destino metafísico que un intento, sujeto a la condición matemática, de sustraerse a él. La categoría filosófica de verdad resulta simultáneamente de la conjunción entre un carácter normativo heredero del gesto platónico y de la aprehensión de la condición matemática que deshace esa norma. Se trata, además, de algo que se cumple en el propio Platón: el progresivo incremento de la pluralidad, o de lo mixto, que se observa en las ideas supremas, tal como se expone en el Sofista o en el Filebo, al igual que el acorralamiento en un callejón sin salida de la cuestión de lo uno que se hace patente en el Parménides, muestran que la opción entre definición y axioma, entre principio y decisión, entre unificación y diseminación, sigue siendo indecisa y móvil.

Con carácter aún más general, cabe preguntar: ¿cuáles son, si la mitología, o lo decible del ser en tanto que ser, es coextensivo con la matemática, las tareas de la filosofía?

La primera es sin duda, contra su propio deseo latente, la de humillarse ante la matemática al reconocer en ella el pensamiento en acto del ser puro, del ser en tanto que ser.

Yo digo: esto sucede contra su larvado deseo porque, en su devenir real, la filosofía, cediendo en este punto a la prescripción sofística, no ha mostrado sino una excesiva tendencia a pretender que la matemática, cuyo examen era ciertamente necesario para su propia existencia, no podía acceder al estatuto de verdadero pensamiento.

La filosofía es parcialmente responsable de la reducción de la matemática a la simple condición de cálculo, o de técnica, imagen ruinosa a la que la reduce la opinión corriente, con la aristocrática complicidad de los matemáticos, que se acomodan de buen grado debido a que, de todas formas, el vulgo nunca consigue entender nada de su ciencia.

Tal como ha sido la tentativa la filosofía con harta frecuencia, aunque al mismo tiempo anulaba esta tentativa, a ella le incumbe sostener que la matemática es un pensamiento.