Revel, Judith - Contraimperio y Biopolítica
- Hablar de biopolítica implica antes que nada excavar en la genealogía misma del concepto, en su lenta sedimentación. Este trabajo preliminar debe consentir no sólo observar con precisión el uso –teórico y político– que queremos hacer de la palabra biopolítica, sino además encontrar algunos elementos que están dados conjuntamente o cerca de ella en el curso de los años, no siempre de modo fuertemente articulado y construido, y todavía con una insistencia que nos obliga a detenernos sobre ellos: comenzando precisamente –¿o quizás terminando?– con este contraimperio que da su nombre al seminario de hoy, y prosiguiendo poco a poco, de la distinción entre contraimperio y contrapoder a aquella entre adentro y afuera, y luego todavía desplazando el interés y la interrogación hacia multitud, masa, pueblo, singularidad, individuo y hacia ciudadano, no-lugar, común, y hacia aquella esfera pública de la cual tanto se habla y que quizás no es propiamente el común. Detrás del concepto de biopolítica se encuentra una entera renovación del vocabulario política y de la práctica política – y nunca como hoy dotarnos de una lengua nuestra ha sido un gesto más inmediatamente político– porque hablar una nueva lengua de todos significa ya experimentar una nueva política de todos, una política de la multitud.
En los medios, en los discursos filosóficos y políticos, en los discursos del movimiento, el término biopolítica viene usado hace años de modo muchas veces muy útil pero con una gran variedad de sentidos. Incluso Bill Clinton, algunos años atrás, lo ha hecho suyo: había sido decodificada y escrita la primera secuencia del ADN, y esta conquista llegaba nombrada por Clinton en vivo por la TV, ante los ciudadanos norteamericanos, como una nueva frontera biopolítica. Hace un extraño efecto el oír, después de la frontera estelar del escudo espacial reaganiano, la definición de un nuevo horizonte del poder estadounidense en esos términos. Un horizonte de expansión ahora jugado no más en el espacio sino en la vida, sobre la vida. Pero es también muchas otras cosas. Biopolítica es también Seattle, Génova, Porto Alegre. Biopolítica es el movimiento de los movimientos. Nos compete a nosotros recobrar la palabra, antes que pase a ser parte del vocabulario de los noticieros, y mientras pueda todavía ser una palabra viva, vale decir, generadora de prácticas, de subjetivaciones y de invenciones.
- ¿Qué cosa es la biopolítica? Biopolítica es un término que irrumpe en el pensamiento de Foucault a fines de los años ’70 –y la fecha no es probablemente algo debido al azar, así como no es por azar que los años ’70 hayan sido vividos por Foucault con una grandísima curiosidad por cuanto sucedía en Italia, con una preocupación y un deseo de información, de vinculaciones y de discusiones que eran permanentes, a menudo conflictivas, pero seguramente fuertes.
Delante de “biopolítica”, encontramos en Foucault toda una serie de términos que signan su recorrido dentro de la filosofía política, partiendo del concepto de “poder” –término que luego Foucault negará haberlo usado como sustantivo unívoco y unitario, prefiriendo la expresión más dúctil de “voluntad de poder”–, para arribar luego a los conceptos de “disciplina”, de “control” y de “biopoderes”. Cronológicamente, el concepto de “biopolítica” es el último de esta cadena léxica extendida a lo largo de casi diez años, del ’68 a fines de los años ’70.
Ahora, son dos motivos para usar o por el contrario dejar pasar un término, en filosofía como en otros lugares: la primera razón es que el objeto del cual se trata ha devenido otro y esto obliga a escoger otro nombre. La segunda es que el paradigma con el cual yo describo, analizo o me confronto con aquel objeto ha devenido otro: no es aquí el objeto el que ha cambiado, sino el sujeto que lo mira.
Desde este punto de vista, creo que el pasaje terminológico de la “disciplina” al “control” corresponde a un cambio de objeto: históricamente, el objeto descripto por Foucault bajo el nombre de “disciplina” –vale decir, la modalidad de aplicación del poder que aparece a fines del siglo XVIII y que es caracterizada por un cierto número de dispositivos coercitivos que juegan sobre el cuerpo y sobre la visibilidad– cambia. Ciertamente, las dos dimensiones en parte se superponen, y sería estúpido pensar a la propia distinción en la sola forma reductiva de la sucesión: así, el control es históricamente posterior al nacimiento de la disciplina, aunque disciplina y control pueden muy bien convivir y enlazarse, jugar una forma con la otra y una sobre la otra. Cambio de objeto, por consiguiente: cambio de objeto en la historia.
El pasaje del control al biopoder por una parte, y a la biopolítica por la otra, no es sin embargo un cambio de objeto sino sobre todo un cambio de paradigma. Se trata de un cambio de paradigma en la medida en que la subjetividad que se confronta con los mecanismos del poder cambia, y es precisamente eso lo que nos interesa en el término biopolítica: hablar de biopolítica quiere decir antes que nada hablar de una modificación, de una renovación o de una producción de nueva subjetividad.
- Se sabe que Foucault no trata más el poder como una entidad coherente, unitaria y estable, sino que estudia al contrario “relaciones de poder” que por un lado suponen determinadas y complejas condiciones históricas, y por otra parte producen efectos múltiples, incluso afuera de lo que el análisis filosófico identifica tradicionalmente como el campo del poder. Aunque Foucault parece a veces haber puesto en discusión la importancia del tema del poder en su obra (“No es por lo tanto el poder sino el sujeto el que constituye el tema general de mis investigaciones”), sus análisis efectúan en realidad dos desplazamientos esenciales: si es verdad que no hay poder que no sea ejercido por unos sobre otros –los unos y los otros no siendo más fijados en un rol sino ocupando, por turno e frecuentemente simultáneamente, cada uno en los polos de la relación–, esto implica una genealogía del poder inseparable de una historia de la subjetividad; y si el poder no existe sino en acto, se vuelve central la problematización de su modalidad en ejercicio, esto es de la emergencia histórica de sus modos de aplicación, de los instrumentos que él escoge, de los campos sobre los cuales interviene, de la red que diseña y de los efectos que determina en una determinada época. En ningún caso se trata por lo tanto de describir un principio de poder que funcionaría como fundamento, sino de poner en evidencia una articulación –un agenciamiento, diría Deleuze– entre prácticas, saberes e instituciones, en los cuales el objetivo no sólo no se reduce al dominio sino que no pertenece a nadie y varía en la historia.
Este análisis del poder, como modo de aplicación o modo de acción complejo del poder sobre los otros, implica varias consecuencias. La más importante, pero sin embargo la más difícil de aceptar, es que el poder se realiza sobre sujetos (individuos o colectivos) necesariamente libres: porque si no existe la posibilidad de la elección del propio comportamiento –adelantarse o resistir, obedecer o desobedecer–, paradójicamente, el poder se agota. Foucault lo dice muy bien: “ahí donde las determinaciones [de poder] están saturadas, no hay relación de poder”. El análisis foucaultiano destruye por lo tanto la idea de una confrontación directa entre poder (un poder concebido con la P mayúscula, como una entidad) y libertad (como horizonte absoluto). Porque tenemos poder, deseamos libertad y no hay libertad que se ejerza sin poder. Este desplazamiento radical de la problemática de la resistencia al poder dentro de una esfera que es ya siempre la del poder y que no sale más de esta hacia una ideal e improbable esfera de la libertad total implica a su vez dos efectos. El primero es una crítica radical de la lectura marxista de la historia como “mecánica” dialéctica de la lucha de clase, y su resolución en un fin de la historia que es, así, desaparición de las clases, pero además desaparición de la historia misma. Y, es decir, no más conquista de la libertad como posibilidad de decisión y de transformación, de invención y de producción, sino como inmovilidad, como resolución dialéctica del conflicto. El segundo efecto es la imposibilidad de mantener la distinción entre “adentro” y “afuera”, entre poder y transgresión del poder, entre límite y pasaje del límite, entre sujeción y liberación; mejor, si la propia distinción existe, los contrarios pueden ser experimentados sólo contemporáneamente: la paradoja está en reconocer que el cerco dialéctico se cierra trágicamente cuando se busca separarlos, mientras que cuando se reconoce su fundamental articulación, ahora y sólo ahora, existe la posibilidad de sacar la mordaza.
Esta genealogía que se va definiendo en Foucault posee finalmente una última característica. En toda la historia del pensamiento occidental, la definición de poder ha tenido constantes y variables: una de las constantes es la antinomia entre saber y poder. Donde hay ciencia/saber, no puede haber poder político –así, está claramente la fantasía recurrente de ver en los hombres de ciencia una garantía contra los excesos del poder (basta pensar que, si se mete un médico notable en la dirección del ministerio de Salud, todos nosotros estamos –estúpidamente, y al margen del color político de dicho ministro– un poco más seguros). Foucault busca por lo tanto disolver el mito de la separación entre saber y poder, y reconstruir al contrario el modo en el que –en toda época– el poder político se ha entrelazado con el saber, ha dado nacimiento a efectos de verdad, y viceversa el modo en el cual estos juegos de verdad han hecho de una determinada práctica o de un discurso una puesta en juego del poder.
Mientras la articulación entre saber y poder en el medioevo pasa a través del reconocimiento de signos de fidelidad y la extracción [PRELIEVO] de bienes (aquellos que llamamos banalmente el [RAPPORTO FEUDATARIO]), al contrario, desde el siglo XV en adelante el enlace entre saber y poder se organiza a partir de las ideas de producción y de prestación. Obtener de los individuos prestaciones productivas significa salir fuera del estrecho cuadro jurídico tradicional del poder (aquel de la soberanía moderna) para integrar la especificidad de la fuerza-trabajo en cuanto tal: el cuerpo de los individuos, sus propios gestos, su propia vida, sus enfermedades, su salud, todo lo que hace de un individuo puesto a trabajar un agente de producción y de reproducción de valor. En esto consiste la idea moderna del poder.
A este poder moderno Foucault lo describe al principio como un conjunto de “disciplinas”, vale decir como un tipo de gobernabilidad cuya racionalidad es en realidad una economía política. En realidad, se trata de constituir una “pareja” política que funcionará de fines del siglo XVIII en adelante: la pareja servidumbre-docilidad/utilidad. Todo individuo debe ser tan obediente como productivo y viceversa: y quizás debemos ser mucho más conscientes del hecho de que la desobediencia, así como viene propuesta hoy, es la tentativa reiterada para salir fuera de este tipo de disciplina.
El poder se ha pues descubierto productivo. Las disciplinas son articuladas sobre el cuerpo y no trabajan bajo represión (por lo tanto por castigo) sino bajo la prevención: el castigo es siempre rotura de la producción mientras que la prevención permite mantener la continuidad productiva. El agente/cuerpo productivo, átomo singular de esta vasta fuerza-trabajo en la que se ha convertido la población de los hombres –rápidamente devenida “poblaciones” en plural, por una gestión más holgada de los flujos, de su movilidad y de su control– pierde por lo tanto especificidad: la anticipación permite por lo tanto su absoluta sustitución en caso de necesidad. La idea de “población” permite al poder, al mismo tiempo, una mayor apropiación sobre los hombres y una más grande independencia de los individuos: en suma, una gestión perfecta de la fuerza de trabajo fordista.
- Es sobre esta base que la introducción del concepto de biopolítica representa un momento esencial en el análisis de Foucault. Técnicamente y de modo bastante escueto, el término biopolítica indica la manera en la cual el poder tiende a transformarse, entre fines del siglo XVIII e inicios del XIX, para poder gobernar no sólo los individuos a través de un cierto número de instituciones disciplinarias, sino al mismo tiempo a los vivientes constituidos en poblaciones. La noción de biopolítica implica así necesariamente un análisis histórico del cuadro de racionalidad política en el cual aparece –en la práctica, el nacimiento del liberalismo. Para el liberalismo, hace falta comprender un ejercicio del gobierno que no sólo tiende a maximizar sus efectos y a reducir sus costos, según el modelo de la producción industrial, sino que afirma además que se arriesga siempre a gobernar demasiado.
Según Foucault, mientras lo que llama “razón de Estado” –vale decir, la racionalidad asociada al nacimiento de la figura del Estado-nación en el siglo XVII– había buscado desarrollar su poder a través del crecimiento del Estado, la reflexión liberal no parte de la existencia del Estado sino de la de la sociedad, que se encuentra en una compleja relación de exterioridad/interioridad respecto al Estado. Este nuevo tipo de gobernabilidad (gouvernementalité), que no es reductible ni a un análisis jurídico ni a una lectura económica (a pesar de que tanto uno como la otra tengan relación con ella), se presenta pues como una nueva tecnología de poder dotada de un nuevo sujeto: “la población”. Por eso, es preciso ocuparse de un conjunto de seres vivientes y coexistentes que presentan fragmentos biológicos y patológicos particulares, y cuya vida misma es susceptible de ser controlada para asegurar una mejor gestión de la fuerza de trabajo. Como dice Foucault en el ’81, en una conferencia en Bahia, “con el descubrimiento del individuo y del cuerpo adiestrable, el descubrimiento de la población es el otro gran núcleo tecnológico en torno al cual se han transformado los procedimientos políticos de Occidente. Ha sido inventada la que llamaré, en oposición a la anatomo-política de la cual hablaba antes, la biopolítica”. Mientras la disciplina se presenta como anatomo-política de los cuerpos y se aplica esencialmente a los individuos, la biopolítica representa esta gran “medicina social” que se aplica a la población para gobernar la vida. Ahora, el concepto de biopolítica trae dos problemas. El primero está ligado a una contradicción que se encuentra en Foucault mismo: en los primeros textos en los que aparece el término, él parece relacionado a aquello que los alemanes han llamado en el siglo XVIII la Polizeiwissenschaft, el mantenimiento del orden y de la disciplina a través del crecimiento del Estado. Sin embargo, luego, la biopolítica parece al contrario señalar el movimiento de superación de la tradicional dicotomía Estado/sociedad, a favor de una economía política de la vida en general. Es en esta segunda formulación que nace el otro problema: ¿deberíamos pensar la biopolítica como un conjunto de bio-poderes, o bien (en la medida en que decir que el poder ha investido la vida significa también que la vida ha devenido poder) podríamos localizar en la vida misma –vale decir, en el trabajo y en el lenguaje pero también en los cuerpos, en los afectos, en los deseos y en la sensualidad– el espacio de emergencia de un contra-poder, el lugar de una producción de subjetividad que se afirma como momento de desujetamiento [disassoggetamento]? En tal caso, el concepto de biopolítica deviene fundamental en la reformulación ética de la relación con lo político que caracteriza los últimos análisis de Foucault. Mejor: la biopolítica representa el momento de pasaje de la política a la ética o, como dice a veces Foucault, a “una política sobrentendida como una ética”.
- Una biopolítica de la multitud significa hoy para nosotros la recuperación problematizada y consciente de tal pasaje. Significa al mismo tiempo esencialmente la voluntad de afirmar la positividad de nuestra resistencia. El contraimperio, si lo haremos, no puede limitarse a ser sólo un contrapoder, es decir, al pie de la letra, lo otro del poder. Contraimperio es éxodo y desobediencia. Es potencia de vida y de la subjetividad, es recuperación de la producción del valor y del sentido, es producción de un vocabulario conceptual y de experiencias políticas nuevas, es dimensión constituyente. Nuestra resistencia reconoce al mismo tiempo las tres dimensiones tradicionales de las luchas –resistencia, insurrección y dimensión constituyente– precisamente en el momento en el que se reconoce como biopolítica, porque deviene expresión de la potencia de la vida. Oponerse y producir, oponerse produciendo, producir oponiéndose: muchas son las dimensiones de la potencia.
Algunos problemas permanecen aún abiertos y siguen: el problema de la articulación entre singularidad y lo común, vale decir, el de la organización; el problema del lenguaje, vale decir, el de la refundación de una caja de herramientas léxica a la altura de la nueva situación imperial; el problema de la relación entre los saberes y la estrategia de desobediencia, vale decir, el del vínculo entre la vida y el biosaber. La biopolítica debe necesariamente repartirse entre la urgencia de estos nudos y nuestra práctica. Queda por lo tanto en nosotros hacer de la biopolítica no sólo un apasionante concepto teórico a comprender y a desplegar en toda su riqueza, sino el nuevo nombre común de un espacio de vida, de práctica y de invención que sea capaz de resolver estos tres puntos. Desearía que biopolítica fuese el nombre de aquel mundo que estamos inventando, el nombre de un posible que no ha sido jamás tan potente.