Foucault, Michel - El Orden del Discurso
Lección inaugural en el Collège de France pronunciada el 2 de diciembre de 1970
En el discurso que hoy debo pronunciar, y en todos aquellos que, quizás durante años, habré de pronunciar aquí, hubiera preferido poder deslizarme subrepticiamente. Más que tomar la palabra, hubiera preferido verme envuelto por ella y transportado más allá de todo posible inicio. Me hubiera gustado darme cuenta de que en el momento de ponerme a hablar ya me precedía una voz sin nombre desde hacia mucho tiempo: me habría bastado entonces con encadenar, proseguir la frase, introducirme sin ser advertido en sus intersticios, como si ella me hubiera hecho señas quedándose, un momento, interrumpida. No habría habido por tanto inicio: y en lugar de ser aquel de quien procede el discurso, yo sería más bien una pequeña laguna en el azar de su desarrollo, el punto de su desaparición posible.
Me habría gustado que hubiese detrás de mí (habiendo tomado desde hace tiempo la palabra, repitiendo de antemano todo cuanto voy a decir) una voz que hablase así: “Hay que continuar, no puedo continuar, hay que decir palabras mientras las haya, hay que decirlas hasta que me encuentren, hasta el momento en que me digan –extraña pena, extraña falta-, hay que continuar, quizás, está ya hecho, quizás ya me han dicho, quizás me han llevado hasta el umbral de mi historia ante la puerta que se abre, ante mi historia: me extrañaría si se abriera así.
Pienso que en mucha gente existe un deseo semejante de no tener que empezar, un deseo semejante de encontrarse, ya desde el comienzo del juego, al otro lado del discurso, sin haber tenido que considerar desde el exterior cuánto podía tener de singular, de temible, incluso quizás de maléfico. A este deseo tan común, la institución responde de una manera irónica, dado que hace los comienzos solemnes, los rodea de un círculo de atención y de silencio y les impone, como queriendo distinguirlos desde lejos, unas formas ritualizadas.
El deseo dice: “No querría tener que entrar yo mismo en este orden azaroso del discurso, no querría tener relación con cuanto hay en él de tajante y decisivo: querría que me rodeara como una transparencia apacible, profunda, indefinidamente abierta, en la que otros responderían a mi espera, y de la que brotarían las verdades, una a una: yo no tendría más que dejarme arrastrar, en él y por él, como algo abandonado, flotante y dichoso”. Y la institución responde: “No hay por qué tener miedo de empezar: todos estamos aquí para mostrarte que el discurso está en el orden de las leyes, que desde hace mucho tiempo se vela por su aparición: que se le ha preparado un lugar que le honra pero que le desarma, y que, si consigue algún poder, es de nosotros y únicamente de nosotros de quien lo obtiene”.
Pero quizás esta institución y este deseo no son otra cosa que dos réplicas opuestas a una misma inquietud: inquietud con respecto a lo que es el discurso, en su realidad material de cosa pronunciada o escrita: inquietud con respecto a esta existencia transitoria destinada sin duda a desaparecer, pero según una duración que no nos pertenece; inquietud al sentir bajo esta actividad, no obstante cotidiana y gris, poderes y peligros difíciles de imaginar; inquietud al sospechar la existencia de luchas, victorias, heridas, dominaciones, servidumbres, a través de tantas palabras en las que el uso, desde hace tiempo, ha reducido las asperezas.
Pero, ¿qué hay de peligroso en el hecho de que las gentes hablen y de que sus discursos proliferen indefinidamente? ¿En dónde está por tanto el peligro?
He aquí la hipótesis que querría proponer, esta tarde, con el fin de establecer el lugar –o quizás el muy provisional teatro- del trabajo que estoy realizando: yo supongo que en toda sociedad la producción del discurso está a la vez controlada, seleccionada y redistribuida por un cierto número de procedimientos que tienen por función conjurar los poderes y peligros, dominar el acontecimiento aleatorio y esquivar su pesada y temible materialidad
En una sociedad como la nuestra son bien conocidos los procedimientos de exclusión. El más evidente, y el más familiar también, es lo prohibido. Se sabe que no se tiene derecho a decirlo todo, que no se puede hablar de todo, en cualquier circunstancia, en fin, no puede hablar de cualquier cosa. Tabú del objeto, ritual de la circunstancia, derecho exclusivo o privilegiado del sujeto que habla: he ahí el juego de tres tipos de prohibiciones que se cruzan, se refuerzan o se compensan, formando una compleja malla que no cesa de modificarse. Resaltaré únicamente que, en nuestros días, las regiones en las que la malla está más apretada, en la que se multiplican los compartimientos negros, son las regiones de la sexualidad y las de la política como si el discurso, lejos de ser ese elemento transparente o neutro en el que la sexualidad se desarma y la política se pacifica fuese más bien uno de esos lugares en que se ejercen, de manera privilegiada, algunos de sus más temibles poderes. El discurso, por más que en apariencia sea poca cosa, las prohibiciones que recaen sobre él, revelan muy pronto, rápidamente, su vinculación con el deseo y con el poder. Y esto no tiene nada de extraño: ya que el discurso –el psicoanálisis nos lo ha mostrado- no es simplemente lo que manifiesta (o encubre) el deseo: es también lo que es el objeto del deseo: y ya que –esto la historia no deja de enseñárnoslo- el discurso no es simplemente aquello que traduce las luchas y los sistemas de dominación, sino aquello por lo que, y por medio de lo cual se lucha, aquel poder del que quiere uno adueñarse.
Existe en nuestra sociedad otro principio de exclusión: no se trata ya de una prohibición sino de una separación y un rechazo. Pienso en la oposición razón y locura. Desde la más alejada Edad Media, el loco es aquél cuyo discurso no puede circular como el de los otros: llega a suceder que su palabra es considerada como nula y sin valor, no conteniendo ni verdad ni importancia, no pudiendo testimoniar ante la justicia, no pudiendo autentificar una partida o un contrato, no pudiendo ni siquiera, en el sacrificio de la misa, permitir la transubstanciación y hacer del pan un cuerpo: en cambio, suele ocurrir también que se le confiere, opuestamente a cualquier otra, extraños poderes, como el de enunciar una verdad oculta, el de predecir el porvenir, el de ver en su plena ingenuidad lo que la sabiduría de los otros no puede percibir. Resulta curioso constatar que en Europa, durante siglos, la palabra del loco o bien no era escuchada o bien si lo era, recibía la acogida de una palabra de verdad. O bien caía en el olvido –rechazada tan pronto como era proferida- o bien era descifrada como una razón ingenua o astuta, una razón más razonable que de la gente razonable. De todas formas, excluida o secretamente investida por la razón, en un sentido estricto, no existía. A través de sus palabras era como se reconocía la locura del loco; ellas eran el lugar en que se ejercía la separación, pero nunca eran recogidas o escuchadas. Nunca, antes de finales del siglo XVIII, se le habría ocurrido a un médico la idea de querer saber lo que decía (cómo se decía, por qué se decía) en estas palabras que, sin embargo originaban la diferencia. Todo ese inmenso discurso del loco regresaba al ruido: y no se le concedía la palabra más que simbólicamente, en el teatro en que se le exponía, desarmado y reconciliado, puesto que en él jugaba el papel de verdad enmascarada.
Se me puede objetar que todo esto actualmente ya está acabado o está acabándose; que la palabra del loco ya no está del otro lado de la línea de separación: que ya no es considerada como algo nulo y sin valor: que más bien al contrario, nos pone en disposición vigilante; que buscamos en ellas un sentido, o el esbozo o las ruinas de una obra; y que hemos llegado a sorprender, esta palabra del loco, incluso en lo que nosotros mismos articulamos, en ese minúsculo desgarrón por donde se nos escapa lo que decimos. Pero tantas consideraciones no prueban que la antigua separación ya no actué; basta con pensar en todo el armazón de saber, a través del cual desciframos esta palabra; basta con pensar en toda la red de instituciones que permite al que sea –médico, psicoanalista- escuchar esa palabra y que permite al mismo tiempo al paciente manifestar, o retener desesperadamente, sus pobres palabras; basta con pensar en todo esto para sospechar que la línea de separación, lejos de borrarse, actúa de otra forma, según líneas diferentes, a través de nuevas instituciones y con efectos que no son los mismos. Y aun cuando el papel del médico no fuese sino escuchar una palabra al fin libre, la escucha se ejerce siempre manteniendo la censura. Escucha de un discurso que está investido por el deseo, y que se supone –para su mayor exaltación o para su mayor angustia- cargado de terribles poderes. Si bien es necesario el silencio de la razón para curar los monstruos, basta que el silencio esté alerta para que la separación permanezca.