Schmitt, Carl - Ética de Estado y Estado Pluralista

“Staatsethik und pluralistischer Staat,” publicado originalmente en Kant-Studien, vol. 35 (Berlin: Pan-Verlag Kurt Metzner, 1930), 28-42, también recogido en: Schmitt, C., Positionen und Begriffe. Im Kampf mit Weimar – Genf – Versailles 1921-1939, Duncker & Humbolt, Berlin, 1994, pp. 151-165.

I. La valoración del Estado más extendida y absolutamente dominante hoy queda caracterizada del mejor modo mediante el título de un muy citado ensayo americano (de Ernest Barker, año 1915): The discredited state, el Estado caído en descrédito. Incluso en Estados muy fuertes cuyo poder político exterior y orden político interior no están amenazados, en los EE. UU. y en Inglaterra, las representaciones tradicionales del Estado se critican vivamente desde la guerra, y se ha quebrado la antigua pretensión del Estado de ser la unidad y totalidad soberanas. En Francia, los teóricos sindicalistas proclamaron la frase, ya en el año 1907: “el Estado ha muerto”. Aquí hay, desde hace más de 20 años, una literatura sociológica y jurídica que discute la superioridad tanto del Estado como de la ley y subordina ambas a la “sociedad”. Como nombres significativos e interesantes entre los juristas modernos pueden ser citados aquí León Duguit y Máxime Leroy. En Alemania, la crisis se manifestó por primera vez con el colapso del Reich de Bismarck, cuando se derrumbaron las representaciones del Estado y el gobierno que se tenían por inquebrantables; desde 1919 surge una abundante literatura sobre la crisis, con respecto a la cual bastará con recordar el título de un libro de Alfred Weber: La crisis del pensamiento europeo del Estado. A ello viene a sumarse un extenso conjunto de escritos referentes al derecho nacional e internacional que buscan destruir el concepto de soberanía y, con él, las representaciones tradicionales del Estado como una unidad que sobresale por encima de todos los grupos sociales.

El colapso del Estado es siempre también un colapso de la ética de Estado. Pues todas las representaciones tradicionales de la ética de Estado comparten el destino del Estado concreto, al que siempre presuponen, y caen en el descrédito con él. Cuando el “dios terrenal” cae de su trono y el reino de la razón objetiva y la eticidad se vuelve un “magnum latrocinium” [banda de ladrones], entonces los partidos sacrifican al poderoso Leviatán y cada uno se apropia de un trozo de carne del cuerpo que han despedazado. ¿Qué significa entonces ya “ética de Estado”? El golpe alcanza no sólo a la ética de Estado de Hegel, que hace del Estado el portador y creador de una ética propia, no sólo a la idea del stato etico en el sentido de la doctrina fascista: alcanza también a la ética de Estado de Kant y al individualismo liberal. Aun cuando ésta no contempla el Estado como sujeto y portador de una ética autónoma, sino que su ética de Estado consiste ante todo en vincular el Estado con normas éticas, hasta ahora ha partido siempre – con excepción de unos pocos anarquistas radicales – de que el Estado es una instancia suprema y el juez que da la pauta sobre lo tuyo y lo mío exterior, mediante el cual el estado de naturaleza, que es meramente normativo y por ello carece de juez – un status justitia (más exacta-mente judice) vacuus, en el que cada uno es juez de sus propios asuntos -, queda superado. Sin la representación del Estado como una unidad y magnitud supremas, todos los resultados prácticos de la ética de Estado kantiana resultan inválidos y contradictorios. Esto vale del modo más claro para la doctrina del derecho a la resistencia. Pese a toda relativización del Estado mediante el derecho racional, Kant rechazó un derecho a la resistencia contra el Estado directamente a partir de la idea de la unidad del Estado.

II Teorías anglosajonas más recientes sobre el Estado (aquí nos interesan sobre todo G. D. H. Cole y Harold I. Laski) se denominan a sí mismas “pluralistas”. Con ello quieren negar no sólo el Estado como una unidad suprema y abarcante, sino también, ante todo, sus pretensiones éticas de ser un vínculo social de otro tipo y más elevado que cualquiera de las muchas otras asociaciones en las que viven los hombres. El Estado se vuelve un grupo social o asociación que en el mejor de los casos existe junto a, pero en ningún caso sobre las otras asociaciones. En sus consecuencias éticas, esto conduce al resultado de que el hombre individual vive en una variedad de obligaciones sociales y de relaciones de lealtad desordenadas, válidas todas una junto a otra: en las comunidades religiosas, en las asociaciones económicas como sindicatos, consorcios u otras organizaciones, en un partido político, en el club, en círculos culturales o de sociedad, en la familia y en muchos otros grupos sociales. Por todas partes está obligado a la lealtad o a la fidelidad, por todas partes surge una ética: ética de la Iglesia, ética de la posición social, ética del sindicato, ética de la familia, ética de la agrupación, ética de la oficina y de los negocios, etc. Para todos estos complejos de deberes, para la “pluralidad de lealtades”, no hay ninguna “jerarquía de los deberes”, ningún principio que dé incondicionalmente la medida de la subordinación y la superioridad. Concretamente, la obligación ética hacia el Estado, el deber de fidelidad y lealtad, aparece sin más como un caso entre otras muchas obligaciones, junto a la lealtad a la Iglesia, al sindicato o a la familia; la lealtad hacia el Estado no tiene primacía alguna, y la ética de Estado es una ética especial junto a muchas otras éticas especiales. Si acaso hubiera además una ética- total social, no queda claro ni en Cole ni en Laski; uno habla de modo poco claro de una “society” aparentemente omniabarcante, Laski de la “humanidad”.

III.

La gran impresión que deben producir hoy en día estas teorías se explica a partir de muchas y buenas razones, que son de interés también filosóficamente. Cuando los teóricos sociales pluralistas como Cole y Laski se atienen ante todo a lo empírico, lo hacen como pragmatistas y permanecen por tanto en las consecuencias de su filosofía pragmatista, a la cual Laski expresamente se remite. Éste es interesante desde un punto de vista filosófico precisamente porque, al menos según su intención y aparentemente también en sus resultados, traspone la imagen del mundo pluralista de la filosofía de William James al Estado: de la disolución de la unidad monista del universo en un multiverso extrae un argumento para disolver de modo pluralista también la unidad política del Estado. En esa medida, su concepción del Estado pertenece a la serie de fenómenos que yo he designado como “Teología Política”. La concordancia de la imagen del mundo teológica y metafísica con la imagen del Estado se deja constatar a través de toda la historia del pensamiento humano; sus ejemplos más sencillos son las conexiones ideales entre monarquía y monoteísmo, constitucionalismo y deísmo. La conexión no puede ser explicada ni de modo materialista como mera “superestructura ideológica”, reflex o “reflejo”, ni tampoco, inversamente, de modo idealista o espiritualista como “infraestructura material”.

A ello se añade otro elemento interesante en sentido histórico-espiritual, a saber, que los argumentos pluralistas en modo alguno son absolutamente nuevos, sino que se vinculan con antiguas teorías de filosofía del Estado y, en esa medida, pertenecen a una gran tradición. La ética social de Cole justifica, sin embargo, un Estado socialista de sindicatos o gremios, y la doctrina pluralista de Laski se vincula igualmente con la meta política y el ideal del movimiento sindical; también los críticos franceses de la soberanía estatal tienen en mente un federalismo sindicalista. Por lo tanto, uno tiene a primera vista la impresión de haberse topado con teorías muy nuevas, enormemente modernas. Pero lo verdaderamente asombroso de la situación teórica – en sentido histórico-espiritual – se encuentra en el hecho de que argumentos y puntos de vista, que, por lo demás, sirvieron a los filósofos sociales de la Iglesia católica romana o a otras iglesias o sectas para relativizar al Estado frente a la Iglesia, son ahora traídos a favor de un socialismo sindicalista. Uno de los argumentos preferidos de Laski es la referencia a la lucha cultural [Kulturkampf] de Bismarck, en la cual el por entonces poderoso Reich alemán no pudo derrotar a la Iglesia romana. Uno de los libros más importantes de los que nace la teoría pluralista anglosajona es (además de Gierke y Maitland) el Churches in the modern state (1913) de John Neville Figgi; y Laski se remite a un nombre que para nosotros en Alemania se ha convertido, a través del conocido escrito de Görres, en un símbolo de la lucha de la Iglesia universal contra el Estado, a saber, a San Atanasio, e invoca a las sombras de este muy militante padre de la Iglesia para su socialismo de la Segunda Internacional.

Sin embargo, la concepción pluralista corresponde ante todo a la situación empíricamente real, tal y como uno puede observarla en la mayoría de los Estados industriales. En ese sentido, la teoría pluralista es muy moderna y actual. El Estado aparece de hecho como dependiente, en una enorme medida, de los más diversos grupos sociales, ya como su víctima, ya como resultado de sus maquinaciones; un objeto de compromiso de grupos de poder sociales y económicos, un conglomerado de factores heterogéneos, partidos, uniones de interés, empresas, sindicatos, iglesias, etc., que llegan a acuerdos entre ellos. En el compromiso de los poderes sociales el Estado se debilita y se relativiza, incluso se vuelve problemático, pues se hace difícil reconocer qué significado independiente le corresponde todavía. Parece haberse convertido, cuando no directamente en el servidor o el instrumento de la clase o partido dominante, sí al menos en un mero producto del equilibrio entre varios grupos en lucha, en el mejor de los casos un pouvoir neutre et intermédiaire, un mediador neutro, una instancia de compensación entre los grupos en lucha entre sí, una especie de clearing office, un árbitro que se abstiene de toda decisión autoritaria, que renuncia por completo a dominar las contradicciones sociales, económicas y religiosas, que incluso las ignora y oficialmente no tiene derecho a conocerlas. Se convierte en un Estado “agnóstico”, el stato agnostico ridiculizado por la crítica fascista. La cuestión ética de la fidelidad y la lealtad debe responderse de otro modo cuando se enfrenta a una entidad de este tipo que cuando se enfrenta a una unidad delimitada, superior y comprehensiva. En muchos Estados, por lo tanto, el individuo singular se siente hoy, de hecho, en una pluralidad de vínculos éticos, y está atado por comunidades religiosas, agrupaciones económicas, grupos culturales y partidos, sin que pueda haber en caso de conflicto una decisión reconocida sobre la serie de las muchas vinculaciones.

Esta situación de la realidad empírica de la vida social no debe quedar desatendida por el debate filosófico. Pues, tratándose de un objeto como el Estado, la referencia a la situación de la realidad empírica es ya de suyo un argumento moral y filosófico. Para toda consideración de una filosofía del Estado – es indiferente si de dirección individualista o colectiva – el valor del Estado yace, en todo caso, en su realidad efectiva concreta, y un Estado que no sea efectivamente real no puede ser portador o receptor de pretensiones, deberes o sentimientos concretos ético-estatales. Relaciones éticas como la fidelidad y la lealtad sólo son posibles en la realidad de la vida concreta teniendo como contrapartida seres humanos o entidades existentes en concreto, no construcciones y ficciones. Por ello tampoco es indiferente, desde el punto de vista de la filosofía y de la ética de Estado, si la antigua pretensión del Estado, a saber, la de estar por encima de todos los demás grupos sociales en caso de conflicto, ahora ha caducado. También para una teoría individualista del Estado, la función de éste consiste en determinar la situación concreta sólo a partir de la cual pueden regir normas morales y legales en general. Pues toda norma, en efecto, presupone una situación normal. Ninguna norma vale en el vacío, ninguna en una situación anormal – anormal por relación a la norma. Cuando el Estado establece las “condiciones externas de la eticidad”, esto significa: crea la situación normal. Sólo por ese motivo es, para Locke como para Kant, el juez supremo. Si el Estado ya no determina esta normalidad concreta de la situación del individuo, el orden concreto en el cual él vive, sino que lo hace un grupo social u otro a partir de sí, entonces se desmorona también la pretensión ética del Estado de fidelidad y lealtad.

IV. A pesar de su concordancia con la percepción empírica y de su relevancia filosófica, un pluralismo de este tipo no puede ser la última palabra respecto al problema actual de la ética de Estado. Considerados desde un punto de vista histórico- espiritual, estos argumentos pluralistas, dirigidos contra un Estado que tiene en sí el carácter de unidad, no son en modo alguno tan extraordinariamente nuevos y modernos como aparece a primera vista, si uno, bajo la fuerte impresión de la veloz reordenación de la vida social actual, recuerda sumariamente que, a lo largo de miles de años, todos los filósofos del Estado, desde Platón hasta Hegel, asumían la unidad del Estado como el más alto valor. En realidad, hay muchos matices en todos estos filósofos, críticas muy fuertes a las exaltaciones del monismo y muchas reservas a favor de grupos sociales independientes de todo tipo. Son conocidas las objeciones aristotélicas contra la exageración platónica del monismo político: la πóλισ, cree él, debe ser una unidad, μíαν εἶναι, como también lo es la οἰκíα, pero no del todo ni enteramente, ἀλλ’ οὐ πάντοσ, (Política II 2, 19, y en muchos otros lugares del segundo libro). Tomás de Aquino, cuyo monismo irrumpe de una forma muy fuerte ya a causa de su monoteísmo, y que cifra el valor del Estado en la unidad y equipara la unidad con la paz (et ideo id ad quod tendit intentio multitudinem guber- nantis est unitas sive pax, Summa Theol. Ia. Q. 103 Art. 3), dice en conexión con Aristóteles que la unidad llevada hasta el final destruye el Estado (maxima unitas destruit civitatem). Por lo demás, para él, como para todos los filósofos del catolicismo, la Iglesia se encuentra, como societas perfecta, junto al Estado, que también debería ser una societas perfecta. Esto es un dualismo que, como todo abandono de la unidad simple, ofrece muchos argumentos a una extensión del pluralismo. A partir de esta posición peculiar respecto del Estado se aclara aquella alianza histórico- espiritual, a primera vista algo peculiar, entre la Iglesia católico-romana y el federalismo sindical que sale a la luz en Laski. Al mismo tiempo, se prueba con ello que el pluralismo en teoría del Estado requiere una mayor profundización filosófica si no quiere ser alcanzado por una objeción obvia, a saber, que los argumentos que él utiliza de la filosofía de Estado católica provienen, de hecho, de un universalismo especialmente decidido. La Iglesia católica romana no es una entidad pluralista, y en la lucha de la Iglesia contra el Estado el pluralismo se encuentra, al menos desde el siglo XVI, del lado de los Estados nacionales. Una teoría social pluralista se contradice a sí misma cuando juega contra el Estado la baza del monismo y el universalismo de la Iglesia católica romana secularizados en el universalismo de la segunda o la tercera Internacional, y, en ello, aún pretende permanecer pluralista.

Ya en la ambigüedad de esta coalición histórico-espiritual se muestra que el pluralismo de esta teoría social moderna es equívoco y en sí mismo problemático. Se dirige polémicamente contra la unidad estatal existente e intenta relativizarla. Al mismo tiempo, los teóricos pluralistas hablan, la mayoría de las veces, un lenguaje extremadamente individualista en los puntos decisivos de su argumentación. En especial, a la pregunta obvia y decisiva de quién decide en el ineludible conflicto entre las distintas relaciones de fidelidad y lealtad, se da la siguiente respuesta: el individuo singular decide él mismo. Esto supone una doble contradicción. En primer lugar, se trata aquí, en efecto, de una situación social que concierne al individuo, pero que no puede ser modificada arbitrariamente por él; se trata de un asunto de la ética social, y no de la autonomía interior del individuo. Corresponde, por cierto, a un temple anglosajón el responder de este modo individualista y situar la última decisión en el individuo, pero una ética social pluralista abandona con ello justamente lo que en ésta había de interesante y valioso, a saber, la atención al poder concreto, empírico, de los grupos sociales y a la situación empírica, tal y como ella se determina por la pertenencia del individuo a varios de estos grupos sociales. Más aún, es empíricamente incorrecto que el individuo, y no un grupo social, decida. Quizás haya algunos individuos versátiles y flexibles que tengan éxito en el artificio de mantenerse libres entre los muchos grupos sociales poderosos, como uno salta de un banco de hielo a otro. Pero este tipo “equilibrista” de libertad no podría uno reclamarlo como el deber ético normal de la masa de los ciudadanos normales del Estado. Además, es todo lo contrario de una decisión acerca de los conflictos sociales. Empíricamente, si cayera la unidad del Estado, los distintos grupos sociales como tales tomarían probablemente la decisión a partir de ellos mismos, esto es, a partir de sus intereses de grupo. Sin embargo, para el individuo empírico no hay, conforme a la experiencia, ningún otro espacio de juego para su libertad que aquél que un Estado fuerte pueda garantizarle. El pluralismo social, en oposición a la unidad estatal, no significa nada más que el que el conflicto de los deberes sociales se relega a la decisión de los grupos singulares. Esto significa, entonces, soberanía de los grupos sociales, pero no libertad y autonomía del individuo singular. La segunda contradicción yace en el hecho de que el individualismo ético tiene su correlato en el concepto de humanidad. El individuo empírico no puede bastarse a sí mismo y no puede decidir los conflictos éticos de la vida social a partir de su individualidad. Para una ética individual, el único valor que tiene el individuo es como ser humano; el concepto decisivo es, según esto, el de la humanidad. Y de hecho, en Laski la humanidad aparece efectivamente como la instancia suprema, a saber, la humanidad como un todo; y con la palabra “sociedad”, si bien de forma confusa, Cole quiere decir algo bien parecido a humanidad. Pero esto supone el mayor y más amplio universalismo y monismo que se pueda pensar, y todo lo contrario de una teoría pluralista.

Igual de confuso que el propio pluralismo es el adversario de aquella teoría, a saber, el Estado como unidad tal como pretende aprehenderla el pluralismo. Ya a partir de las indicaciones histórico-filosóficas hechas más arriba se puede concluir lo siguiente: que la unidad política jamás puede ser y jamás fue concebida de modo tan monista y que aniquile hasta tal punto a todos los demás grupos sociales como a veces, por razones polémicas, la presentan los “pluralistas”, y como se acepta a veces según las fórmulas simplificadoras de los juristas. Cuando los juristas hablan de la “omnipotencia” del soberano, del rey o del parlamento, uno debe entender sus fórmulas, barrocamente exageradas, a partir del hecho de que en el Estado de los siglos XVI a XVIII se trataba de superar el caos pluralista de la Iglesia y los estamentos. Uno se lo pone muy fácil cuando se atiene a tales formas de hablar. Incluso el príncipe absoluto del siglo XVII y XVIII estaba forzado a respetar el derecho divino y natural, esto es, sociológicamente hablando, a la Iglesia y a la familia, y a tomar en consideración las más variadas instituciones tradicionales y derechos adquiridos. La unidad el Estado siempre ha sido una unidad a partir de multiplicidades sociales. En distintas épocas y en Estados diversos ha sido muy diferente, pero siempre compleja y en cierto sentido en sí misma pluralista. Con la referencia a esta evidente complejidad quizás se ha refutado un monismo exaltado, pero en modo alguno se ha solucionado el problema de la unidad política. Además, aparte de esta complejidad, hay en efecto muchas posibilidades y de muy variado tipo en lo que concierne a la configuración de la unidad política. Hay unidad desde arriba (a base de dar órdenes y mediante el poder) y unidad desde abajo (a partir de la homogeneidad sustancial de un pueblo); unidad a través de acuerdos y compromisos duraderos de grupos sociales o a través de un equilibrio ulterior, producido de algún modo, entre estos grupos; una unidad desde dentro y una que sólo reposa en la presión que viene de fuera; una unidad más estática y una más dinámica que siempre se integra funcionalmente; hay, finalmente, unidad a través del poder y unidad a través del consenso. Esta última contraposición simple domina la ética del pluralismo, cuyo sentido ético yace claramente en que sólo acepta como válida la unidad a través del consenso. Y con razón. Pero precisamente con ello comienza el verdadero problema. Pues todo consenso, también el “libre” consenso, está motivado y causado de algún modo. El poder produce consenso, y un consenso a menudo racional y éticamente justificado; y, viceversa, el consenso produce poder, un poder que frecuentemente resulta ser irracional y – a pesar del consenso – éticamente reprobable. Visto desde un punto de vista empírico y pragmático, se plantea entonces la pregunta de quién dispone de los medios para inducir el consenso “libre” de las masas – los medios económicos, pedagógicos y psicotécnicos del más diverso tipo con cuya ayuda, conforme a la experiencia, puede ser inducido un consenso. Si los medios están en manos de grupos sociales o individuos y sustraídos al control del Estado, entonces lo que oficialmente aún se llama “Estado” ha llegado desde luego a su fin, el poder político se ha vuelto invisible e irresponsable, pero con esta constatación no se ha resuelto el problema ético-social.

La última y más profunda razón de todas estas oscuridades, e incluso contradicciones, yace en que la representación del Estado de los teóricos pluralistas del Estado no es clara. Por lo general piensan, de modo puramente polémico, en los restos del viejo Estado “absoluto” de los siglos XVII y XVIII. “Estado” significa entonces aparato de gobierno, máquina administrativa, en suma, cosas que obviamente sólo pueden ser valoradas como instrumentales, que en modo alguno son objeto de fidelidad y lealtad y de las cuales los más distintos grupos sociales se apoderan con todo derecho, repartiéndose entre ellos los restos. Pero, al mismo tiempo, el Estado es incluso para esos pluralistas la unidad política que siempre se integra de nuevo – justamente a partir de los compromisos entre los más diversos grupos sociales, y que como tal puede tener ciertas exigencias éticas, aunque sólo sea la exigencia de que los acuerdos y los compromisos se mantengan. Esta sería una ética, si bien muy problemática, del “pacta sunt servanda” [los acuerdos deben ser cumplidos]. Naturalmente que es posible limitar históricamente la palabra “Estado” al Estado absoluto de los siglos XVII y XVIII. Entonces es fácil combatirla hoy éticamente. Pero no se trata de la palabra, que tiene su historia y que puede dejar de ser moderna, sino de la cosa, a saber, el problema de la unidad política de un pueblo. Aquí rige ahora, como en casi todas partes, también en los teóricos sociales pluralistas, un error que permanece en una inconsciencia acrítica, a saber, que lo político significa una sustancia propia junto a otras sustancias de “asociaciones sociales”, que junto a la religión, la lengua, la cultura y el derecho presenta un contenido específico, en función del cual los grupos políticos pueden coordinarse junto a los demás grupos, junto a la Iglesia, la compañía, el sindicato, las comunidades culturales o jurídicas de todo tipo. La unidad política se convierte entonces en una unidad especial que aparece junto a otras, una unidad nueva y sustancial. Todas las aclaraciones y discusiones sobre la esencia del Estado y lo político seguirán cayendo en confusiones mientras siga rigiendo esta representación tan extendida de que habría una esfera política de contenido propio junto a otras. Así se hace muy fácil reducir ad absurdum al Estado como unidad política y refutarlo hasta el final. Pues, ¿qué queda del Estado como unidad política, si uno retira todos los demás contenidos, el religioso, económico, cultural, etc.? Si lo político no es sino el resultado de tal sustracción, entonces es de hecho igual a cero. Pero justo aquí yace el malentendido. En verdad lo político sólo designa el grado de intensidad de una unidad. La unidad política puede por tanto tener y abrazar en sí diferentes contenidos. Pero ella designa siempre el grado más intensivo de una unidad, a partir de la cual también se determina la distinción más intensiva, a saber, la agrupación de amigos y enemigos. La unidad política es la unidad suprema, y no porque dictamine todopoderosa-mente o porque nivele a las demas unidades, sino porque es la que decide y porque puede evitar que dentro de ella todas los demás agrupaciones sociales se disocien hasta la enemistad extrema (esto es, hasta la guerra civil). Pues donde está ella, puede decidirse acerca de los conflictos sociales de los individuos y grupos sociales, de modo que subsiste un orden, esto es, una situación normal. La unidad intensiva, o bien está ahí, o bien no lo está; puede disolverse, y entonces se derrumba el orden normal. Pero ella, ineludiblemente, es siempre unidad, puesto que no hay una pluralidad de situaciones normales, e, inevitablemente, siempre que esté sin más ahí, la decisión sale de ella. Cualquier grupo social, es indiferente de qué tipo y con qué contenido, se vuelve político en la medida en que tome parte en la decisión o incluso concentre en sí la decisión. Como lo político no tiene ninguna sustancia propia el punto de lo político puede ganarse a partir de cualquier terreno, y todo grupo social, iglesia, sindicato, compañía, nación, se vuelve político y por lo tanto estatal cuando se acerca a este punto de la suprema intensidad. Éstos alimentan con sus contenidos y valores a la unidad política, que vive de las diversas áreas de la vida y pensamiento humanas y que extrae su energía de la ciencia, la cultura, la religión, el derecho y la lengua. Toda vida humana, también aquella de las más altas esferas espirituales, tiene en su realización histórica, al menos potencialmente, un Estado sobre sí, que se vuelve fuerte y poderoso a partir de tales contenidos y sustancias, como la mítica águila de Zeus, que se alimenta de las entrañas de Prometeo.

V. Las oscuridades y contradicciones que se pueden demostrar en las teorías sociales pluralistas no tienen su raíz en el pluralismo, sino solamente en el uso incorrecto de un pluralismo que es en sí correcto e inevitable en todos los problemas del espíritu objetivo. Pues el mundo del espíritu objetivo es un mundo pluralista: pluralismo de las razas y los pueblos, de las religiones y las culturas, de las lenguas y los sistemas jurídicos. No se trata de negar este pluralismo dado y violarlo con el universalismo y el monismo, sino, más bien, de situar correctamente el pluralismo.

El mundo político es por tanto esencialmente pluralista. Y los portadores de este pluralismo son las unidades políticas como tales, esto es, los Estados. En especial, los Estados modernos europeos surgieron en los siglos XVI y XVII de la disolución de un universalismo, y su soberanía se dirige polémicamente tanto contra la pretensión universal de una monarquía mundial del Imperio, como contra las pretensiones políticas igualmente universales del Papado. Es un malentendido histórico- espiritual del tipo más asombroso querer disolver estas unidades políticas plurales apelando a representaciones universales y monistas y colocar eso como pluralismo, y lo que es más, como Laski hace, apelando a William James. En el sistema de la “teología política”, el pluralismo de imágenes del mundo de James corresponde a la edad de los actuales Estados-nación democráticos, con su pluralismo de pueblos dispuestos hacia el Estado sobre la base de su nación. La monarquía, según su tendencia ideal y su argumentación, es más bien universalista, dado que debe ser justificada por Dios cuando no lo hace democráticamente mediante la voluntad del pueblo. Por el contrario, la democracia conduce al reconocimiento de cada uno de los muchos pueblos como una unidad política. Un filósofo del pluralismo dice por lo tanto con razón: “así como en la vida social ahora y para siempre el δῆμος ha aparecido en primer plano, y por lo tanto en el mundo civilizado no puede haber más reyes que no sean sirvientes del pueblo, así también en el campo de la filosofía el ente mismo en su totalidad y en toda su multiplicidad, esto es el βαθος de la experiencia, hace su aparición como legislador, y el tiempo de sus distintas esquematizaciones y nivelaciones ha quedado irreversiblemente atrás. ” (Boris Jakowenko, Vom Wesen Des Pluralismus, Bonn 1928).

La pluralidad de Estados, esto es, de unidades políticas de los distintos pueblos, es, según esto, la expresión pura de un pluralismo bien entendido. Conceptos universal-monistas como Dios, Mundo y Humanidad son conceptos supremos y se entronizan por encima, muy por encima de aquella pluralidad de la realidad concreta. Conservan su dignidad como conceptos supremos solamente en la medida en que permanezcan en su puesto supremo. Ellos transforman su esencia inmediatamente y yerran su sentido y su tarea cuando se mezclan en las riñas de la vida política y reciben un falso poder y una falsa cercanía. No querría ir tan lejos como para situarlos en paralelo con la concepción del espíritu de Max Scheler y decir de ellos que son tan impotentes en contraposición con la vida concreta de los pueblos y grupos sociales como lo es en la metafísica de Scheler el espíritu en contraposición con la vida y las pulsiones. Pero son, en efecto, solamente ideas regulativas sin capacidad de eficacia directa o indirecta. Ahí yace su valor y su indispensabilidad. Ciertamente no hay vida humana, y tampoco política, sin la idea de humanidad. Pero esta idea no constituye nada, en cualquier caso, ninguna comunidad diferenciable. Todos los pueblos, todas las clases, todos los pertenecientes a todas las religiones, cristianos y sarracenos, capitalistas y proletarios, buenos y malos, justos e injustos, delincuentes y jueces, son humanos, y con ayuda de tal concepto universal se puede negar toda distinción y dinamitar toda comunidad concreta. Tales ideas supremas pueden y deben atemperar y propiciar modificaciones. Pero tan pronto como determinados pueblos y grupos sociales, o también los individuos, las utilizan para identificarse con ellas, la idea regulativa se transforma en un instrumento temible de dominio humano. Incluso en el estrecho marco de un Estado, que para los compatriotas siempre resulta abarcable – o al menos lo es por un período de tiempo más largo -, es un fraude peligroso que grupos sociales individuales persigan sus intereses particulares en nombre del todo y se identifiquen injustificadamente con el Estado. Cuando eso ocurre, el nombre del Estado sólo sirve a la opresión política y a la privación de derechos. Pero a partir del momento en que los conceptos más elevados y universales, como la humanidad, se utilizan políticamente para identificar un pueblo singular o una determinada organización social con ellos, entonces emerge la posibilidad de la más temible expansión y de un imperialismo asesino. Por lo tanto, del nombre de la humanidad se puede abusar no menos que del nombre de Dios, y pudiera ser que se extendiera en muchos pueblos y grandes masas un sentimiento cuya expresión auténtica está contenida en una variación de las terribles palabras de Proudhon: “quien dice humanidad, quiere engañar. ”

En contraposición al aprovechamiento político de tales totalidades expansivas, es menos pretencioso asumir y reconocer la pluralidad de pueblos agrupados en Estados. En comparación con aquellos universalismos que abarcan el mundo y la humanidad, esto es modesto, pero se justifica mediante la dimensión inmanente de las magnitudes sociales. Cada una de las muchas unidades políticas es por supuesto, en la totalidad del mundo y de la humanidad, sólo un pedazo de orden, sólo un fragmento. Pero es el pedazo accesible a la acción y comunidad humanas. Por mucho engaño y mentira que sean posibles en el Estado, como en todo lo humano, las dimensiones fantásticas de un engaño universal que abarque el mundo y la humanidad no son posibles aquí. En un mundo espiritual dominado por la ley del pluralismo, un pedazo de orden concreto es más valioso que las generalidades vacías de una falsa totalidad. Pues es un orden efectivamente real, no una abstracción construida y fingida, una situación de conjunto de la vida normal, en la cual pueden encontrar su existencia concreta hombres concretos y grupos sociales. Sería un falso pluralismo poner en juego totalidades que abarcan el mundo entero frente a la efectiva realidad concreta de tales ordenes plurales; es racional y tiene todo el sentido hacer valer el sucederse y el coexistir de los pueblos y los Estados, que representan el contenido de la historia humana.

Estados y pueblos surgen y perecen, y hay pueblos fuertes y débiles, Estados sanos y enfermos, majestuosos y abyectos. Mediante la referencia a lo enfermo, lo débil y lo mísero no se refuta lo fuerte y poderoso. Aquí vale la frase de Aristóteles que Rousseau puso como lema en su tratado sobre la desigualdad entre los hombres: “Non in depravatis sed in his quae bene secundum naturam se habent considerandum est quid sit naturale” [Uno debería considerar aquello que es natural no en las cosas corruptas, sino en aquellas que están bien ordenadas conforme a la naturaleza]. Con esto también queda claro en qué medida la unidad política es justamente acción y tarea humana, porque ella es la unidad que da la pauta en el marco del pluralismo general, el pedazo de orden concreto, la situación normal que se trata de realizar. Para ello se requiere un esfuerzo y rendimiento espiritual mucho mayores que para otras comunidades y unidades sociales. En concreto, es más fácil realizar una “asociación” económica que una unidad política, y es comprensible, incluso evidente, que en tiempos de fatiga y agotamiento los hombres pierdan el interés en tales esfuerzos. Cuanto más elevada e intensiva sea la comunidad, tanto más elevada será la conciencia y el acto a través del cual se hace realidad. Y tanto más alto también el riesgo del fracaso. El Estado logrado y consumado es, pues, tan grandioso como el Estado fallido es – moral y estéticamente – repulsivo y miserable. Uno puede señalar fácilmente los muchos intentos fallidos y las miserables caricaturas de Estados que hay hoy. Pero es manifiesto que eso no es ni teórica ni éticamente, ni tampoco empíricamente, un argumento ni una solución para la tarea propuesta.


En esta conferencia tan sólo se debía aportar una breve panorámica sobre un lugar histórico-espiritual. Quiero terminar con un breve resumen en forma de tesis:

Hay ética de Estado en un sentido diverso e incluso contradictorio. “Ética de Estado” puede significar subordinación del Estado a normas éticas y entonces fundamenta, ante todo, deberes del Estado. Esto presupone, como puede reconocerse especialmente en los desarrollos de Kant acerca de la ética de Estado, un Estado existente, el “legislador actualmente existente”, como Kant se expresa, cuya existencia se toma como evidente, de modo no problemático. En su concreción sociológica, la subordinación del Estado a normas éticas no significa otra cosa, naturalmente, que control y dominio sobre aquellos hombres y grupos sociales que en la realidad concreta aparecen en oposición al Estado concreto y lo cuestionan en nombre de aquellas normas éticas. Ética de Estado puede significar, también, una ética puesta por el Estado como sujeto ético autónomo, que emana de él, y mediante la cual son fundamentados los deberes específicos para con el Estado, que van más allá de la non-resistance. También esto presupone un Estado existente. Si el Estado se convierte en un Estado de partidos pluralista, entonces la unidad del Estado sólo puede subsistir si los dos o más partidos se unen, mediante el reconocimiento de premisas comunes. La unidad reposa entonces especialmente en la Constitución reconocida por todos los partidos, que debe ser respetada incondicionalmente como fundamento común. La ética de Estado se convierte entonces en Ética constitucional. Según la sustancialidad, la distinción y la autoridad de la Constitución puede yacer ahí una unidad muy efectiva. Pero también puede ser que la Constitución se volatilice y quede en mera regla del juego, su ética en mera ética del fair play y que, finalmente, con la disolución pluralista de la unidad del todo político, resulte que la unidad ya sólo es un conglomerado de convenios variables de grupos heterogéneos. La ética de la Constitución se evapora entonces todavía más, y se vuelve una ética del principio pacta sunt servanda. En todos los casos mencionados de ética de Estado, el Estado es todavía una unidad, ya sea, como en los dos primeros casos – subsunción del Estado bajo la ética o posición del Estado como un sujeto ético supraordenado -, una unidad presupuesta como existente concretamente, ya sea [como en el tercero] una unidad contenida en el reconocimiento común del fundamento de la Constitución o de las reglas del juego, pero en cualquier caso presupuesta. Pero partiendo solamente del principio pacta sunt servanda no se puede fundar unidad alguna del Estado, pues entonces las magnitudes que dan la pauta son los grupos sociales individuales en cuanto tales, como sujetos contratantes, que se sirven del contrato y están unidos unos a otros sólo por lazos contractuales. Están puestos como entidades políticas unos frente a otros, y lo que ahí haya de unidad, es sólo el resultado de una alianza, como todas las alianzas y contratos, revocable. El contrato sólo tiene entonces el sentido de un tratado de paz entre los grupos que pactan, y un tratado de paz tiene siempre, tanto si las partes lo quieren como si no, una relación con la posibilidad, aunque sea lejana, de la guerra. En el fondo de este tipo de ética del contrato se encuentra por tanto siempre una ética de la guerra civil; aparece en primer plano la manifiesta insuficiencia del principio pacta sunt servanda, que, cuando se concreta, no puede ser mucho más que una legitimación del correspondiente status quo [sic], del mismo modo que en la vida privada llega, a lo sumo, a proporcionar una excelente ética de usureros. Si la unidad estatal en la realidad de la vida social se vuelve problemática, entonces se da un estado de cosas insoportable para todo ciudadano, puesto que con ello se volatiliza la situación normal y el presupuesto de toda norma ética y jurídica. Entonces el concepto de ética de Estado recibe un nuevo contenido, y surge una nueva tarea, la de trabajar en introducir conscientemente la existencia de tal unidad, el deber de contribuir a que se realice un pedazo de orden concreto y real y que la situación vuelva a ser normal. Entonces, entra en escena, junto al deber del Estado, que yace en su subordinación a normas éticas, y junto a los deberes para con el Estado, un ulterior deber ético-estatal conformado de un modo totalmente distinto, a saber, el deber [de una acción] por el Estado.

Traducción de Clara Ramas San Miguel