Deleuze - Guattari - Año Cero - Rostridad
Habíamos encontrado dos ejes, eje de significancia y eje de subjetivación. Eran dos semióticas muy distintas, o incluso dos estratos. Pero la significancia es inseparable de una pared blanca sobre la que inscribe sus signos y sus redundancias. Y la subjetivación es inseparable de un agujero negro en el que sitúa su conciencia, su pasión, sus redundancias. Como sólo hay semióticas mixtas, o como los estratos van por lo menos de dos en dos, no debe extrañarnos que se monte un dispositivo muy especial en su intersección. Un rostro es algo muy singular: sistema pared blanca-agujero negro. Ancho rostro de mejillas blancas, rostro de tiza, perforado por unos ojos como agujero negro. Cabeza de clown, clown blanco, pierrot lunar, ángel de la muerte, santo sudario. El rostro no es una envoltura exterior al que habla, piensa o percibe. En el lenguaje, la forma del significante, sus propias unidades quedarían indeterminadas si el eventual oyente no guiase sus opciones por el rostro del que habla («vaya, parece enfadado…», «no ha podido decir eso…», «mírame a la cara cuando te hablo…», «mírame bien…»). Un niño, una mujer, una madre de familia, un hombre, un padre, un jefe, un profesor, un policía, no hablan una lengua en general, hablan una lengua cuyos rasgos significantes se ajustan a los rasgos de rostridad específicos. Los rostros no son, en principio, individuales, definen zonas de frecuencia o de probabilidad, delimitan un campo que neutraliza de antemano las expresiones y conexiones rebeldes a las significaciones dominantes. De igual modo, la forma de la subjetividad, conciencia o pasión, quedaría absolutamente vacía si los rostros no constituyesen espacios de resonancia que seleccionan lo real mental o percibido, adecuándolo previamente a una realidad dominante. El rostro es redundancia. Y hace redundancia con las redundancias de significancia o de frecuencia, pero también con las de resonancia o de subjetividad. El rostro construye la pared que necesita el significante para rebotar, constituye la pared del significante, el marco o la pantalla. El rostro labra el agujero que necesita la subjetivación para manifestarse; constituye el agujeo dero negr la subjetividad como conciencia o pasión, la cámara, el tercer ojo.
¿O acaso hay que decir las cosas de otro modo? Pues no es exactamente el rostro el que constituye la pared del significante, o el agujero de la subjetividad. El rostro, al menos el rostro concreto, comenzaría a dibujarse vagamente sobre la pared blanca. Comenzaría a aparecer vagamente en el agujero negro. En el cine, el primer plano de un rostro oscila entre dos polos: hacer que el rostro refleje la luz, o, al contrario, marcar las sombras hasta hundirlo «en la más implacable obscuridad» (1). Un psicólogo decía que el rostro es un percepto visual que cristaliza a partir «de las diversas variedades de luminosidades difusas, sin forma ni dimensión». Sugestiva blancura, agujero capturante, rostro. El agujero negro sin dimensión, la pared blanca sin forma ya estarían en principio ahí. Y en ese sistema, ya serían posibles muchas combinaciones: o bien unos agujeros negros se distribuyen sobre la pared blanca, o bien la pared blanca se estira y va hacia el agujero negro que los reúne a todos, los precipita o los «aglomera». Unas veces unos rostros aparecerían sobre la pared, con sus agujeros; otras aparecerían en el agujero, con su pared linealizada, enrollada. Cuento de terror, efectivamente, el rostro es un cuento de terror. Es cierto que el significante no construye él solo la pared que necesita, es cierto que la subjetividad no labra ella sola su agujero. Pero tampoco los rostros concretos son algo ya construido. Los rostros concretos nacen de unamáquina abstracta de rostridad, que va a producirlos al mismo tiempo que proporciona al significante su pared blanca, a la subjetividad su agujero negro. Así pues, el sistema agujero negro-pared blanca todavía no sería un rostro, sería la máquina abstracta la que lo produce, según las combinaciones deformables de sus engranajes. Pero no esperemos que la máquina abstracta se parezca a lo que produce, a lo que va a producir.
La máquina abstracta surge cuando menos se la espera, en el transcurso de un adormecimiento, de un estado crepuscular, de una alucinación, de un divertido experimento de física… El relato de Kafka,Blumfeld: el solterón regresa a su casa por la noche y encuentra dos pelotitas de ping-pong que saltan por sí solas sobre la «pared» del suelo, rebotan en todas partes, tratan incluso de alcanzar su rostro, y diríase que contienen otras pelotitas eléctricas todavía más pequeñas. Blumfeld logra por fin encerrarlas en el agujero negro del cuarto trastero. La escena continúa al día siguiente, cuando Blumfeld trata de dar las pelotitas a un niño tonto y a dos niñas que gesticulan continuamente, y luego, en el despacho, donde se encuentra con que sus dos escribientes, pusilánimes y llenos de tics, quieren quitarle la escoba al criado encargado de barrer. En un admirable ballet de Debussy y Nijinsky, una pelotita de tenis rebotará sobre la escena al crepúsculo; otra pelota surgirá de forma parecida al final. Entre las dos, ahora dos niñas y un muchacho que las observa, desarrollan sus rasgos pasionales de danza y de rostro bajo luminosidades difusas (curiosidad, despecho, ironía, éxtasis…) (2). No hay nada que explicar, nada que interpretar. Pura máquina de estado crepuscular. ¿Pared blanca-agujero negro? Pero, según las combinaciones, puede perfectamente ocurrir que la pared sea negra y el agujero blanco. Las pelotas pueden rebotar sobre una pared, o introducirse en un agujero. Incluso pueden en su impacto tener un papel relativo de agujero con relación a la pared, como también pueden en su afilado recorrido tener un papel relativo de pared con respecto al agujero hacia el que se dirigen. Circulan en el sistema pared blanca-agujero negro. Aquí nada se parece a un rostro y, sin embargo, los rostros se distribuyen en todo el sistema, los rastros de rostridad se organizan. Y, sin embargo, también esta máquina abstracta puede perfectamente efectuarse en otra cosa que en rostros; pero no en un orden cualquiera, ni sin razones necesarias.
La psicología americana se ha ocupado mucho del rostro, especialmente en la relación del hijo con su madre, eye-to-eye contact. ¿Máquina de cuatro ojos? Recordemos algunas etapas de estas investigaciones: 1) los estudios de Isakower sobre el adormecimiento, en los que se demuestra que las sensaciones llamadas propioceptivas, manuales, bucales, cutáneas, e incluso vagamente visuales, remiten a la relación infantil boca-seno; 2) el descubrimiento de Lewin de una pantalla blanca del sueño, normalmente recubierta por los contenidos visuales, pero que permanece blanca cuando el sueño solo tiene como contenidos sensaciones propioceptivas (esta pantalla o pared blanca sería todavía el seno acercándose, creciendo, aplastándose); 3) la interpretación de Spitz según la cual la pantalla blanca no deja de ser ya un precepto visual que implica un mínimo de distancia, y que como tal, más que representar el seno como objeto de sensación táctil o de contacto, hará surgir el rostro materno por el que el niño se guía para tomar el pecho. Así pues, habría una combinación de dos tipos de elementos muy distintos: las sensaciones propioceptivas manuales, bucales y cutáneas, la percepción visual del rostro visto de frente sobre una pantalla blanca, con el dibujo de los ojos como agujeros negros. Esta percepción visual adquiere muy rápido una importancia decisiva respecto al acto de nutrirse, respecto al seno como volumen y a la boca como cavidad experimentadas táctilmente (3).
Podemos, pues, proponer la siguiente distinción: el rostro forma parte de un sistema superficie-agujeros, superficie agujereada. Pero este sistema no debe confundirse con el sistema volumen-cavidad, propio del cuerpo (propioceptivo). La cabeza está incluida en el cuerpo, pero no el rostro. El rostro es una superficie: rasgos, líneas, arrugas, rostro alargado, cuadrado, triangular, el rostro es un mapa, incluso si se aplica y se enrolla sobre un volumen, incluso si rodea y bordea cavidades que ya solo existen como agujeros. Incluso humana, la cabeza no es forzosamente un rostro. El rostro sólo se produce cuando la cabeza deja de formar parte del cuerpo, cuando deja de estar codificada por el cuerpo, cuando deja de tener un código corporal polívoco multidimensional —cuando el cuerpo, incluida la cabeza, está descodificado y debe ser sobrecodificado por algo que llamaremos Rostro—. Dicho de otro modo, la cabeza, todos los elementos volumen-cavidad de la cabeza, deben ser rostrificados. Y lo serán por la pantalla agujereada, por la pared blanca-agujero negro, la máquina abstracta que va a producir rostro. Pero la operación no acaba ahí: la cabeza y sus elementos no serán rostrificados sin que la totalidad del cuerpo no pueda serlo, no se vea obligado a serlo, en un proceso inevitable. La boca y la nariz, y sobre todo los ojos, no devienen una superficie agujereada sin arrastrar a los demás volúmenes y a todas las cavidades del cuerpo. Operación digna del Dr. Moreau: horrible y espléndida. La mano, el seno, el vientre, el pene y la vagina, la nalga, la pierna y el pie serán rostrificados. El fetichismo, la erotomanía, etc., son inseparables de estos procesos de rostrificación. No se trata en modo alguno de tomar una parte del cuerpo para hacer que se parezca a un rostro, o hacer intervenir un rostro irreal como en una nube. Ningún antropomorfismo. La rostrificación no actúa por semejanza, sino por orden de razones. Es una operación mucho más inconsciente y maquínica que hace pasar todo el cuerpo por la superficie agujereada, y en la que el rostro no desempeña el papel de modelo o imagen, sino el de sobrecodificación para todas las partes descodificadas. Todo sigue siendo sexual, no hay ninguna sublimación, sino nuevas coordenadas.Precisamente porque el rostro depende de una máquina abstracta no se contentará con ocultar la cabeza, sino que afectará a las demás partes del cuerpo, e incluso, si fuera necesario, a otros objetos completamente distintos. Así pues, la cuestión es saber en qué circunstancias se desencadena esa máquina, que produce rostro y rostrificación. Si la cabeza, incluso la humana, no es forzosamente un rostro, el rostro sí es producido en la humanidad, pero por una necesidad que no es la de los hombres «en general». El rostro no es animal, pero tampoco es humano en general, incluso hay algo absolutamente inhumano en el rostro. Es todo un error hacer como si el rostro sólo deviniese inhumano a partir de un cierto umbral: primer plano, ampliación exagerada, expresión insólita, etc. Inhumano en el hombre, el rostro lo es desde el principio, el rostro es por naturaleza primer plano, con sus superficies blancas inanimadas, sus agujeros negros brillantes, su vacío y su aburrimiento. Rostro-búnker. Hasta al punto que si el hombre tiene un destino, ese sería el de escapar al rostro, deshacer el rostro y las rostrificaciones, devenir imperceptible, devenir clandestino, no por un retorno a la animalidad, ni tan siquiera por retornos a la cabeza, sino por devenires-animales muy espirituales y muy especiales, por extraños devenires en verdad que franquearán la pared y saldrán de los agujeros negros, que harán que hasta los rasgos de rostridad se sustraigan finalmente a la organización del rostro, ya no se dejen englobar por el rostro, pecas que huyen hacia el horizonte, cabellos arrastrados por el viento, ojos que uno atraviesa en lugar de mirarse en ellos o de mirarlos en el taciturno cara a cara de las subjetividades significantes. «Ya no miro a los ojos de la mujer que tengo en mis brazos, los atravieso a nado, cabeza, brazos y piernas en su integridad, y veo que tras las órbitas de esos ojos se extiende un mundo inexplorado, mundo de las cosas futuras, y que ese mundo carece de toda lógica (…). He roto la pared (…), mis ojos ya no sirven para nada, pues sólo me remiten la imagen de lo conocido. La totalidad de mi cuerpo debe devenir rayo perpetuo de luz, moviéndose a una velocidad cada vez mayor, sin respiro, sin retorno, sin debilidad (…). Sello, pues, mis oídos, mis ojos, mis labios» (4). CsO. Sí, el rostro tiene un gran futuro, a condición de que sea destruido, deshecho. En camino hacia lo asignificante, lo asubjetivo. Pero todavía no hemos explicado nada de lo que intuimos.
Del sistema cuerpo-cabeza al sistema rostro no hay evolución, estadios genéticos. Ni posiciones fenomenológicas. Ni integraciones de objetos parciales, con organizaciones estructurales o estructurantes. Tampoco referencia a un sujeto que ya estaría presente, o que se vería abocado a estarlo, sin pasar por esa máquina específica de rostridad. En la literatura del rostro, el texto de Sartre sobre la mirada y el de Lacan sobre el espejo cometen el error de remitir a una forma de subjetividad, de humanidad reflejada en un campo fenomenológico, o escindida en un campo estructural. Pero la mirada solo es secundaria con relación a los ojos sin mirada, al agujero negro de la rostridad. El espejo solo es secundario con relación a la pared blanca de la rostridad. Tampoco debe hablarse de eje genético, ni de integración de objetos parciales. La idea de los estadios en la ontogénesis es una idea de árbitro: se piensa que lo más rápido es anterior, sin perjuicio de servir de base o de trampolín para lo que viene después. La idea de los objetos parciales todavía es peor, es la de un experimentador demente que despedaza, corta, anatomiza en todos los sentidos, sin perjuicio de volver a coserlo todo de cualquier forma. Se puede hacer una lista cualquiera de objetos parciales: mano, seno, boca, ojos… Así no se sale de Frankenstein. No hay que considerar órganos sin cuerpo, cuerpo despedazado, sino fundamentalmente un cuerpo sin órganos, animado de diferentes movimientos intensivos que determinarán la naturaleza y el lugar de los órganos en cuestión, que convertirán a ese cuerpo en un organismo, o incluso en un sistema de estratos del que el organismo sólo es una parte. Como consecuencia, el movimiento más lento no es el menos intenso ni el último en producirse o suceder. El más rápido puede ya converger con él, conectarse con él, en el desequilibrio de un desarrollo disincrónico de estratos no obstante simultáneos, de velocidades diferentes, sin sucesión de estadios. El cuerpo no tiene nada que ver con objetos parciales, sino con velocidades diferenciales.
Esos movimientos son movimientos de desterritorialización. Ellos son los que «hacen» al cuerpo un organismo, animal o humano. Por ejemplo, la mano prensil implica una desterritorialización relativa no sólo de la pata delantera, sino de la mano locomotriz. Y tiene un correlato, que es el objeto de uso o de herramienta: el bastón como rama desterritorializada. El seno de la mujer en posición vertical indica una desterritorialización de la glándula mamaria animal; la boca del niño, provista de labios como consecuencia del replegamiento de la mucosa en el exterior, indica una desterritorialización del hocico o de la boca del animal. Y labios-seno, cada uno sirve de correlato al otro (5). La cabeza humana implica una desterritorialización con relación al animal, al mismo tiempo que tiene como correlato la organización de un mundo como medio a su vez desterritorializado (la estepa es el primer «mundo» por oposición al medio forestal). Pero el rostro representa a su vez una desterritorialización mucho más intensa, incluso si es más lenta. Diríase que es una desterritorialización absoluta: deja de ser relativa, puesto que hace salir la cabeza del estrato de organismo, tanto humano como animal, para conectarla con otros estratos como los de significancia o subjetivación. Ahora bien, el rostro tiene un correlato de una gran importancia, el paisaje, que no sólo es un medio, sino también un mundo desterritorializado. Múltiples son las correlaciones rostro-paisaje, en ese nivel «superior». La educación cristiana ejerce a la vez el control espiritual de la rostridad y de la paisajidad: componed tanto unos como otros, coloreadlos, completadlos, ordenadlos en una complementariedad que refleje paisajes y rostros (6). Los manuales de rostro y de paisaje forman una pedagogía, severa disciplina, que inspira a las artes en la misma medida en que ellas le inspiran a ella. La arquitectura sitúa sus conjuntos, casas, pueblos o ciudades, monumentos o fábricas, que funcionan como rostros, en un paisaje que ella transforma. La pintura repite el mismo movimiento, pero también lo invierte, situando un paisaje en función del rostro, tratando tanto uno como otro: «tratado del rostro y del paisaje». El primer plano cinematográfico trata, fundamentalmente, el rostro como un paisaje, así se define, agujero negro y pared blanca, pantalla y cámara. Pero eso ya sucedía en las demás artes, en la arquitectura, en la pintura, e incluso en la novela: están animadas por primeros planos que inventan todas las correlaciones. Tu madre qué es, ¿un paisaje o un rostro? ¿Un rostro o una fábrica? (Godard). No hay rostro que no englobe un paisaje desconocido, inexplorado; no hay paisaje que no se pueble con un rostro amado o soñado, que no desarrolle un rostro futuro o ya pasado. ¿Qué rostro no ha convocado los paisajes que amalgamaba, el mar y la montaña, qué paisaje no ha evocado el rostro que lo habría completado, que le habría proporcionado el complemento inesperado de sus líneas y de sus rasgos? Incluso cuando la pintura deviene abstracta, lo único que hace es volver a encontrar el agujero negro y la pared blanca, la gran composición de la tela blanca y de la hendidura negra. Desgarramiento, pero también estiramiento de la tela gracias a un eje de fuga, a un punto de fuga, a una diagonal, a unos navajazos, a una hendidura o a un agujero: la máquina ya está ahí presente, y siempre funciona produciendo rostros y paisajes, incluso los más abstractos. Tiziano empezaba pintando en blanco y negro, no para trazar contornos que habría que rellenar, sino como matriz de cada futuro color.
Veamos ahora lo que ocurre en la novela. Perceval vio una bandada de ocas salvajes que la nieve había cegado (…). El halcón había encontrado una de ellas abandonada por el grupo. La atacó, chocó contra ella con tanta fuerza que cayó abatida (…). Perceval ve a sus pies la nieve en la que la oca se había posado y la sangre todavía reciente. Y se apoya en su lanza a fin de contemplar el aspecto de la sangre y de la nieve juntas. Ese color fresco le parece que es el del rostro de su amada. Olvida todo de tanto pensar en ello, pues así es como veía en el rostro de su amada el carmín sobre el blanco, igual que las tres gotas de sangre aparecían sobre la nieve (…). Hemos visto un caballero que duerme de pie sobre su montura. Todo está ahí: la redundancia específica del rostro y del paisaje, la nívea pared blanca del paisaje-rostro, el agujero negro del halcón o de las tres gotas distribuidas sobre la pared; o bien, al mismo tiempo, la línea plateada del paisaje-rostro que va hacia el agujero negro del caballero, profunda catatonía. Pero también, a veces, en determinadas circunstancias, ¿no podrá el caballero impulsar el movimiento cada vez más lejos, atravesando el agujero negro, perforando la pared blanca, deshaciendo el rostro, incluso si la tentativa vuelve a caer en la situación inicial? (7). Todo esto no señala en modo alguno un final del género novelesco, sino que está presente desde el principio, y forma esencialmente parte de él. Es falso ver en Don Quijote el final de las novelas de caballería, alegando las alucinaciones, las fugas de ideas, los estados hipnóticos o catalépticos del héroe. Es falso ver en las novelas de Beckett el final de la novela en general, alegando los agujeros negros, la línea de desterritorialización de los personajes, los paseos esquizofrénicos de Molloy o del Innombrable, su pérdida de nombre, de memoria o de proyecto. Evidentemente, existe una evolución de la novela, pero no consiste en eso. La novela no ha cesado de definirse por la aventura de personajes perdidos, que ya no saben su nombre, lo que buscan y lo que hacen, amnésicos, atáxicos, catatónicos. Ellos son los que marcan la diferencia entre el género novelesco y los géneros dramáticos o épicos (el héroe épico o dramático sufre sus ataques de locura, de olvido, etc., de otra forma). La princesa de Clèveses una novela precisamente por la razón que pareció paradójica a sus contemporáneos, los estados de ausencia o de «reposo», los adormecimientos que padecen los personajes: siempre hay una educación cristiana en la novela. Molloy es el principio del género novelesco. Desde sus orígenes, con Chrétien de Troyes, por ejemplo, la novela cuenta ya con el personaje esencial que la acompañará a lo largo de toda su evolución: el caballero del roman courtois emplea el tiempo en olvidar su nombre, lo que hace, lo que le dicen, no sabe a dónde va ni a quién habla, no cesa de trazar una línea de desterritorialización absoluta, pero también de perder en ella su camino, de pararse y de caer en agujeros negros. «Espera caballería y aventura». Abrid Chrétien de Troyes por cualquier página, siempre encontraréis un caballero catatónico sentado sobre su caballo, apoyado en su lanza, que espera, que ve en el paisaje el rostro de su amada, y al que hay que golpear para que responda. Lanzelot, ante el blanco rostro de la reina, no se da cuenta de que su caballo se hunde en el río; o bien monta en una carreta que pasa, y que no es otra que la carreta de la infamia. Hay un conjunto rostro-paisaje que pertenece a la novela, y en el que unas veces los agujeros negros se distribuyen sobre la pared blanca, y otras, la línea blanca del horizonte va hacia un agujero negro, y las dos cosas a la vez.
TEOREMAS DE DESTERRITORIALIZACIÓN O PROPOSICIONES MAQUÍNICAS
1er teorema: Uno nunca se desterritorializa solo, como mínimo siempre hay dos términos, mano-objeto de uso, boca-seno, rostro-paisaje. Y cada uno de estos dos términos se reterritorializa en el otro. Por tanto, no hay que confundir la reterritorialización con el retorno a una territorialidad primitiva o más antigua: la reterritorialización implica, forzosamente, un conjunto de artificios por los que un elemento, a su vez desterritorializado, sirve de nueva territorialidad al otro que también ha perdido la suya. De ahí todo un sistema de reterritorializaciones horizontales y complementarias, entre la mano y la herramienta, la boca y el seno, el rostro y el paisaje. — 2º teorema: De dos elementos o movimientos de desterritorialización, el más rápido no es forzosamente el más intenso o el más desterritorializado. No hay que confundir la intensidad de desterritorialización con la velocidad de movimiento o de desarrollo. Por tanto, el más rápido conecta su intensidad con la intensidad del más lento, la cual, en tanto que intensidad, no le sucede, sino que actúa simultáneamente sobre otro estrato o sobre otro plano. Así, la relación seno-boca se orienta ya en función de un plano de rostridad. —3er teorema: Se puede, incluso, concluir que el menos desterritorializado se reterritorializa en el más desterritorializado. Se establece así un segundo sistema de reterritorializaciones, vertical, de abajo hacia arriba. En ese sentido, no solo la boca, sino el seno, la mano, el cuerpo en su totalidad y hasta la herramienta están «rostrificados». Como regla general, las desterritorializaciones relativas (transcodificación) se reterritorializan en una desterritorialización absoluta en tal o cual aspecto (sobrecodificación). Ahora bien, hemos visto que la desterritorialización de la cabeza en rostro era absoluta, aunque siguiese siendo negativa, en la medida en que pasaba de un estrato a otro, del estrato de organismo a los de significancia o subjetivación. La mano, el seno,se reterritorializan en el rostro, en el paisaje: están rostrificados y a la vez paisajizados. Incluso un objeto de uso será rostrificado: de una casa, de un utensilio o de un objeto, de una ropa, etc., diríase que me miran, y no porque se parezcan a un rostro, sino porque están atrapados en el proceso pared blanca-agujero negro, porque se conectan con la máquina abstracta de rostrificación. El primer plano cinematográfico no sólo tiene por objeto un rostro o un elemento de rostro, sino también un cuchillo, una taza, un reloj, un hervidor; en Griffith, por ejemplo, el hervidor me mira. ¿No sería ,pues, lógico decir que existen primeros planos de novela, como cuando Dickens escribe la primera frase del Grillo del hogar: «¿El hervidor es quien comenzó…?» (8). Y de pintura, en la que una naturaleza muerta deviene interiormente un rostro-paisaje, en la que un utensilio, una taza sobre el mantel, una tetera, están rostrificados en Bonnard, en Vuillard. —4º teorema: La máquina abstracta no se efectúa, pues, únicamente en rostros que produce, sino también, y en grados diversos, en partes del cuerpo, ropas, objetos que ella rostrifica según un orden de razones (no según una organización de semejanza).
En efecto, la cuestión fundamental sigue siendo: ¿cuándo aparece la máquina abstracta de rostridad? ¿Cuándo se desencadena? Veamos unos ejemplos muy simples: el poder materno que pasa por el rostro de la madre en el curso del amamantamiento, el poder pasional que pasa por el rostro del amado, incluso en las caricias; el poder político que pasa por el rostro del jefe, banderolas, iconos y fotos, incluso en las acciones de masa; el poder del cine que pasa por el rostro de la estrella y por el primer plano; el poder de la tele… En todos estos casos el rostro no actúa como individual, la individuación es el resultado de la necesidad de que haya rostro. Lo que cuenta no es la individualidad del rostro, sino la eficacia del cifrado que permite realizar, y en qué casos. No es una cuestión de ideología, sino de economía y de organización de poder. Por supuesto no decimos que el rostro, la potencia del rostro engendre el poder y lo explique. Por el contrario, ciertos agenciamientos de poder tienen necesidad de producir rostro, otros no. Si consideramos las sociedades primitivas, vemos que en ellas pocas cosas pasan por el rostro: su semiótica es no significante, no subjetiva, esencialmente colectiva, polívoca y corporal, utilizando formas y sustancias de expresión muy diversas. La polivocidad pasa por los cuerpos, sus volúmenes, sus cavidades internas, sus conexiones y coordenadas externas variables (territorialidades). Un fragmento de semiótica manual, una secuencia manual se coordina sin subordinación ni unificación con una secuencia oral, cutánea o rítmica, etc. Lizot muestra, por ejemplo, cómo en esas sociedades «la disociación entre el deber, el rito y la vida cotidiana es casi perfecta (…), extraña, inconcebible para nuestros espíritus»: en un comportamiento de duelo, mientras que unos dicen chistes obscenos, otros lloran; o bien un indio deja bruscamente de llorar y se pone a reparar su flauta; o bien todo el mundo se duerme (9). Y lo mismo ocurre con el incesto: no hay prohibición del incesto, hay secuencias incestuosas que se conectan con secuencias de prohibición según tales o tales coordenadas. Las pinturas, los tatuajes, las marcas en la piel se adaptan a la multidimensionalidad de los cuerpos. Incluso las máscaras, más que realzar un rostro, aseguran la pertenencia de la cabeza al cuerpo. Sin duda, se producen profundos movimientos de desterritorialización, que trastocarán las coordenadas del cuerpo y esbozan agenciamientos particulares de poder, aunque, sin embargo, poniendo el cuerpo en conexión no con la rostridad sino con devenires animales, especialmente con la ayuda de drogas. Pero no hay realmente menos espiritualidad: pues los devenires animales se basan en un Espíritu animal, espíritu-jaguar, espíritu-pájaro, espíritu-ocelote, espíritu-tucán, que toman posesión del interior del cuerpo, penetran en sus cavidades, llenan volúmenes, en lugar de hacerle un rostro. Los casos de posesión expresan una relación directa de las Voces con el cuerpo, no con el rostro. Las organizaciones de poder del chamán, del guerrero, del cazador, frágiles y precarias, son tanto más espirituales cuanto que pasan por la corporeidad, la animalidad, la vegetabilidad. Cuando decíamos que la cabeza humana pertenece todavía al estrato de organismo, evidentemente no negábamos la existencia de una cultura y de una sociedad, tan sólo queríamos decir que los códigos de esas culturas y de esas sociedades se basan en los cuerpos, en la pertenencia de las cabezas a los cuerpos, en la capacidad del sistema cabeza-cuerpo para devenir, para recibir almas, recibirlas como amigas y rechazar las enemigas. Los «primitivos» pueden tener las cabezas más humanas, más bellas y más espirituales, pero no tienen rostro y no tienen necesidad de él.
Y eso por una razón muy simple. El rostro no es universal. Ni siquiera es el del hombre blanco. El rostro es el propio Hombre blanco, con sus anchas mejillas blancas y el agujero negro de los ojos. El rostro es Cristo. El rostro es el Europeo tipo, ese que Ezra Pound llamaba el hombre sensual cualquiera, en resumen, el Erotómano ordinario (los psiquiatras del siglo XIX tenían razón cuando decían que la erotomanía, al contrario que la ninfomanía, a menudo, permanecía pura y casta; precisamente porque pasa por el rostro y la rostrificación). No universal, sino facies totius universi. Jesucristo superstar: inventa la rostrificación de todo el cuerpo y la transmite por todas partes (la Pasión de Juana de Arco, en primer plano). El rostro es, pues, una idea de una naturaleza muy particular, lo que no le impide haber adquirido y ejercido una función mucho más general. Una función de biunivocización, de binarización. Esa función presenta dos aspectos: la máquina abstracta de rostridad, tal como está compuesta por agujero negro-pared blanca, funciona de dos maneras una de las cuales concierne a las unidades o elementos, la otra a las opciones. Según el primer aspecto, el agujero negro actúa como un ordenador central, Cristo, tercer ojo, que se desplaza sobre la pared o la pantalla blanca como superficie general de referencia. Cualquiera que sea el contenido que se le dé, la máquina va a proceder a la constitución de una unidad de rostro, de un rostro elemental en relación biunívoca con otro: es un hombre o una mujer, un rico o un pobre, un adulto o un niño, un jefe o un subordinado, «un x o un y». El desplazamiento del agujero negro sobre la pantalla, el recorrido del tercer ojo sobre la superficie de referencia, constituye otras tantas dicotomías o arborescencias, como máquinas de cuatro ojos que son rostros elementales unidos de dos en dos. Rostro de maestra y de alumno, de padre y de hijo, de obrero y de patrón, de policía y de ciudadano, de acusado y de juez («el juez tenía un aspecto severo, tenía la mirada perdida…»): los rostros concretos individuados se producen y se transforman en torno a esas unidades, a esas combinaciones de unidades, como ese rostro de niño rico en el que ya se puede discernir la vocación militar, la nuca de cadete de Saint Cyr. Más que poseer un rostro, nos introducimos en él.
Según el otro aspecto, la máquina abstracta de rostridad desempeña un papel de respuesta selectiva o de opción: dado un rostro concreto, la máquina juzga si pasa o no pasa, si se ajusta o no se ajusta, según las unidades de rostros elementales. La relación binaria es en este caso del tipo «sí-no». El ojo vacío del agujero negro absorbe o rechaza, como un déspota medio chocho sigue haciendo un signo de asentimiento o de rechazo. Tal rostro de maestra está lleno de tics y refleja una ansiedad que hace que «eso ya no funcione». Un acusado, un subordinado, manifiestan una sumisión tan afectada que deviene insolencia. O bien: demasiado educado para ser honesto. Tal rostro no es ni el de un hombre ni el de una mujer. O también, no es ni un pobre ni un rico, ¿no será un desclasado que ha perdido su fortuna? La máquina rechaza continuamente los rostros inadecuados o los gestos equívocos. Pero sólo a tal nivel de elección. Pues sucesivamente habrá que producir variaciones-tipo de desviación para todo lo que escapa a las relaciones biunívocas, e instaurar relaciones binarias entre lo que es aceptado en una primera opción y lo que sólo es tolerado en una segunda, en una tercera, etc. La pared blanca no para de crecer, al mismo tiempo que el agujero negro funciona varias veces. La maestra se ha vuelvo loca; pero la locura es un rostro adecuado de enésima opción (no la última, sin embargo, puesto que todavía hay rostros de locos que no se ajustan a la locura tal como se supone que debe ser). ¡Ah, no es ni un hombre ni una mujer, es un travesti!: la relación binaria se establece entre el «no» de la primera categoría y un «sí» de la categoría siguiente, que puede señalar tanto una tolerancia bajo ciertas condiciones como indicar un enemigo al que hay que derrotar a cualquier precio. De todas formas te han reconocido, la máquina abstracta te ha inscrito en el conjunto de su cuadriculado. Vemos perfectamente que, en su nuevo papel de detección de las desviaciones, la máquina de rostridad no se contenta con casos individuales, sino que procede tan generalmente como en su primer papel de ordenar normalidades. Si el rostro es Cristo, es decir, el Hombre blanco medio-cualquiera, las primeras desviaciones, las primeras variaciones-tipo son raciales: hombre amarillo, hombre negro, hombres de segunda o tercera categoría. También ellos serán inscritos sobre la pared, distribuidos por el agujero. Deben ser cristianizados, es decir, rostrificados. El racismo europeo como pretensión del hombre blanco nunca ha procedido por exclusión, ni asignación de alguien designado como Otro: más bien sería en las sociedades primitivas donde se percibe al extranjero en tanto «otro» (10). El racismo procede por determinación de las variaciones de desviación, en función del rostro Hombre blanco que pretende integrar en ondas cada vez más excéntricas y retrasadas los rasgos inadecuados, unas veces para tolerarlos en tal lugar y en tales condiciones, en tal ghetto, otras para borrarlos de la pared, que nunca soporta la alteridad (es un judío, es un árabe, es un negro, es un loco… etc.). Desde el punto de vista del racismo, no hay exterior, no hay personas de fuera, sino únicamente personas que deberían ser como nosotros, y cuyo crimen es no serlo. El corte ya no pasa entre un adentro y un afuera, sino en el interior de las cadenas significantes simultáneas y de las opciones subjetivas sucesivas. El racismo jamás detecta las partículas de lo otro, propaga las ondas de lo mismo hasta la extinción de lo que no se deja identificar (o que sólo se deja identificar a partir de tal o cual variación). Su crueldad es sólo equiparable a su incompetencia o su ingenuidad.
Según el otro aspecto, la máquina abstracta de rostridad desempeña un papel de respuesta selectiva o de opción: dado un rostro concreto, la máquina juzga si pasa o no pasa, si se ajusta o no se ajusta, según las unidades de rostros elementales. La relación binaria es en este caso del tipo «sí-no». El ojo vacío del agujero negro absorbe o rechaza, como un déspota medio chocho sigue haciendo un signo de asentimiento o de rechazo. Tal rostro de maestra está lleno de tics y refleja una ansiedad que hace que «eso ya no funcione». Un acusado, un subordinado, manifiestan una sumisión tan afectada que deviene insolencia. O bien: demasiado educado para ser honesto. Tal rostro no es ni el de un hombre ni el de una mujer. O también, no es ni un pobre ni un rico, ¿no será un desclasado que ha perdido su fortuna? La máquina rechaza continuamente los rostros inadecuados o los gestos equívocos. Pero sólo a tal nivel de elección. Pues sucesivamente habrá que producir variaciones-tipo de desviación para todo lo que escapa a las relaciones biunívocas, e instaurar relaciones binarias entre lo que es aceptado en una primera opción y lo que sólo es tolerado en una segunda, en una tercera, etc. La pared blanca no para de crecer, al mismo tiempo que el agujero negro funciona varias veces. La maestra se ha vuelvo loca; pero la locura es un rostro adecuado de enésima opción (no la última, sin embargo, puesto que todavía hay rostros de locos que no se ajustan a la locura tal como se supone que debe ser). ¡Ah, no es ni un hombre ni una mujer, es un travesti!: la relación binaria se establece entre el «no» de la primera categoría y un «sí» de la categoría siguiente, que puede señalar tanto una tolerancia bajo ciertas condiciones como indicar un enemigo al que hay que derrotar a cualquier precio. De todas formas te han reconocido, la máquina abstracta te ha inscrito en el conjunto de su cuadriculado. Vemos perfectamente que, en su nuevo papel de detección de las desviaciones, la máquina de rostridad no se contenta con casos individuales, sino que procede tan generalmente como en su primer papel de ordenar normalidades. Si el rostro es Cristo, es decir, el Hombre blanco medio-cualquiera, las primeras desviaciones, las primeras variaciones-tipo son raciales: hombre amarillo, hombre negro, hombres de segunda o tercera categoría. También ellos serán inscritos sobre la pared, distribuidos por el agujero. Deben ser cristianizados, es decir, rostrificados. El racismo europeo como pretensión del hombre blanco nunca ha procedido por exclusión, ni asignación de alguien designado como Otro: más bien sería en las sociedades primitivas donde se percibe al extranjero en tanto «otro» (10). El racismo procede por determinación de las variaciones de desviación, en función del rostro Hombre blanco que pretende integrar en ondas cada vez más excéntricas y retrasadas los rasgos inadecuados, unas veces para tolerarlos en tal lugar y en tales condiciones, en tal ghetto, otras para borrarlos de la pared, que nunca soporta la alteridad (es un judío, es un árabe, es un negro, es un loco… etc.). Desde el punto de vista del racismo, no hay exterior, no hay personas de fuera, sino únicamente personas que deberían ser como nosotros, y cuyo crimen es no serlo. El corte ya no pasa entre un adentro y un afuera, sino en el interior de las cadenas significantes simultáneas y de las opciones subjetivas sucesivas. El racismo jamás detecta las partículas de lo otro, propaga las ondas de lo mismo hasta la extinción de lo que no se deja identificar (o que sólo se deja identificar a partir de tal o cual variación). Su crueldad es sólo equiparable a su incompetencia o su ingenuidad.
De una manera más libre, la pintura ha utilizado todos los recursos del Cristo-rostro. La máquina abstracta de rostridad, pared blanca-agujero negro, los ha utilizado en todos los sentidos para producir con el rostro de Cristo todas las unidades de rostro, pero también todas las variaciones de desviación. De la Edad Media al Renacimiento, se produce una gran exaltación en la pintura a este respecto, algo así como una libertad desenfrenada. Cristo no sólo preside la rostrificación de todo el cuerpo (su propio cuerpo), la paisajización de todos los medios (sus propios medios), sino que compone todos los rostros elementales, y utiliza todas las variaciones: Cristo contorsionista, Cristo manierista homosexual, Cristo negro, o cuando menos Virgen negra fuera de la pared. A través del código católico, el lienzo se puebla de las mayores locuras. Pongamos un único ejemplo entre otros muchos: sobre fondo blanco de paisaje, y agujero azul-negro del cielo, Cristo crucificado, devenido máquina cometa, envía mediante rayos estigmas a San Francisco; los estigmas efectúan la rostrificación del cuerpo del santo, a imagen del de Cristo; pero también los rayos que aportan los estigmas al santo son los hilos mediante los cuales éste mueve el cometa divino. Bajo el signo de la cruz se ha logrado pulverizar el rostro en todos los sentidos, y los procesos de rostrificación.
La teoría de la información parte de un conjunto homogéneo de mensajes significantes, construidos de antemano, que ya están incluidos como elementos en relaciones biunívocas, o cuyos elementos están organizados de un mensaje al otro según esas relaciones. En segundo lugar, el logro de una combinación depende de un cierto número de opciones binarias subjetivas que aumentan proporcionalmente al número de elementos. Ahora bien, la cuestión es la siguiente: toda esta biunivocización, toda esta binarización (que no sólo depende, como se suele decir, de una mayor facilidad para el cálculo) suponen ya el despliegue de una pared o de una pantalla, la instalación de un agujero central ordenador, sin los cuales ningún mensaje sería discernible, ninguna opción efectuable. Ya es necesario que el sistema agujero negro-pared blanca cuadricule todo el espacio, dibuje sus arborescencias o sus dicotomías, para que el significante y la subjetividad puedan tan sólo hacer concebible la posibilidad de las suyas. La semiótica mixta de significancia y de subjetivación tiene una especial necesidad de ser protegida contra cualquier intrusión del afuera. Incluso es necesario que ya no haya exterior: ninguna máquina nómada, ninguna polivocidad primitiva debe surgir, con sus combinaciones de sustancias de expresión heterogéneas. Se necesita una sola sustancia de expresión como condición de toda traducibilidad. Sólo se pueden constituir cadenas significantes que proceden por elementos discretos, digitalizados, desterritorializados, si se dispone de una pantalla semiológica, de una pared que las proteja. Sólo se pueden realizar opciones subjetivas entre dos cadenas o en cada punto de una cadena si no existe ninguna tempestad exterior que arrastre las cadenas y los objetos. Sólo se puede formar una trama de subjetividades si se posee un ojo central, agujero negro que captura todo lo que exceda, todo lo que transforme tanto los afectos asignados como las significaciones dominantes. Es más, es absurdo pensar que el lenguaje como tal pueda vehicular un mensaje. Una lengua siempre está atrapada en rostros que anuncian sus enunciados, que los lastran respecto a los significantes dominantes y a los sujetos concernidos. Las opciones se guían y los elementos se organizan por los rostros: la gramática común es inseparable de una educación de los rostros. El rostro es un verdadero porta-voz. Así pues, no sólo la máquina abstracta de rostridad debe proporcionar una pantalla protectora o un agujero negro ordenador, sino que los rostros que ella produce trazan todo tipo de arborescencias y de dicotomías, sin las cuales el significante y lo subjetivo no podrían hacer funcionar aquellas que les corresponden en el lenguaje. Indudablemente, las binaridades y biunivocidades de rostro no son las mismas que las del lenguaje, de sus elementos y de sus sujetos. No se parecen en nada. Pero las primeras sirven de base a las segundas. En efecto, al traducir contenidos formados cualesquiera en una sola sustancia de expresión, la máquina de rostridad los somete ya a la forma exclusiva de expresión significante y subjetiva. Procede a la cuadriculación previa que hace posible el discernimiento de elementos significantes, la efectuación de opciones subjetivas. La máquina de rostridad no es un anexo del significante y del sujeto, más bien es conexa a ellos, y condicionante: las biunivocidades, las binaridades de rostro refuerzan las otras, las redundancias de rostro hacen redundancia con las redundancias significantes y subjetivas. Precisamente porque depende de una máquina abstracta, el rostro no supone ni un sujeto ni un significante déjà là, sino que es conexo a ellos, y les proporciona la sustancia necesaria. Un sujeto no elige rostros, como en el test de Szondi, son los rostros los que eligen sus sujetos. Un significante no interpreta la figura mancha negra-agujero blanco, o página blanca-agujero negro, como en el test de Rorschach, es esa figura la que programa los significantes.
Hemos avanzado en la cuestión: ¿que es lo que desencadena la máquina abstracta de rostridad, puesto que no se ejerce siempre ni en todas las formaciones sociales? Ciertas formaciones sociales tienen necesidad de rostro, y también de paisaje (11). Es muy complicado. En diferentes épocas, se ha producido un derrumbamiento generalizado de todas las semióticas primitivas, polívocas, heterogéneas, que utilizan sustancias y formas de expresión muy diversas, en beneficio de una semiótica de significancia y de subjetivación. Cualesquiera que sean las diferencias entre la significancia y la subjetivación, cualquiera que sea el predominio de una o de otra en tal o tal caso, cualesquiera que sean las figuras variables de su combinación, de hecho, las dos tienen en común el destruir toda polivocidad, el erigir el lenguaje como forma de expresión exclusiva, el proceder por biunivocización significante y por binarización subjetiva. La sobrelinealidad propia del lenguaje deja de estar coordinada con figuras multidimensionales: aplana ahora todos los volúmenes, se atribuye todas las líneas. ¿Acaso es un azar si la lingüística encuentra, siempre, y muy rápido, el problema de la homonimia o de los enunciados ambiguos que va a tratar mediante un conjunto de reducciones binarias? Más generalmente, ninguna polivocidad, ningún rasgo rizomático pueden ser soportados: un niño que corre, que juega, que baila, que dibuja, no puede concentrar su atención en el lenguaje y la escritura, ni tampoco será nunca un buen sujeto. En resumen, la nueva semiótica tiene necesidad de destruir sistemáticamente toda la multiplicidad de las semióticas primitivas, incluso si conserva restos de ellas en enclaves bien determinados.
No obstante, las semióticas no se hacen así la guerra, exclusivamente con sus armas. Agenciamientos de poder muy específicos imponen la significancia y la subjetivación como su forma de expresión determinada, en presuposición recíproca con nuevos contenidos: no hay significancia sin un agenciamiento despótico, no hay subjetivación sin un agenciamiento autoritario, no hay combinación de las dos sin agenciamientos de poder que actúan, precisamente, mediante significantes, y se ejercen sobre almas o sujetos. Pues bien, estos agenciamientos de poder, estas formaciones despóticas o autoritarias son las que proporcionan a la nueva semiótica los medios para ejercer su imperialismo, es decir, los medios para destruir a las demás y, a la vez, protegerse contra cualquier amenaza procedente del afuera. Se trata de una abolición premeditada del cuerpo y de las coordenadas corporales por las que pasaban las semióticas polívocas o multidimensionales. Se disciplinarán los cuerpos, se deshará la corporeidad, se eliminarán los devenires animales, se llevará la desterritorialización hasta un nuevo umbral, puesto que se saltará de los estratos orgánicos a los estratos de significancia y de subjetivación. Se producirá una sola sustancia de expresión. Se construirá el sistema pared blanca-agujero negro, o más bien se desencadenara esa máquina abstracta que debe precisamente permitir y garantizar tanto la omnipotencia del significante como la autonomía del sujeto. Os clavarán en la pared blanca, os hundirán en el agujero negro. Esa máquina se denomina máquina de rostridad, puesto que es producción social de rostro, puesto que efectúa una rostrificación de todo el cuerpo, de sus entornos y de sus objetos, una paisajización de todos los mundos y medios. La desterritorialización del cuerpo implica una reterritorialización en el rostro; la descodificación del cuerpo implica una sobrecodificación por el rostro; el desmoronamiento de las coordenadas corporales o de los medios implica una constitución de paisaje. La semiótica del significante y de lo subjetivo nunca pasa por los cuerpos. Es completamente absurdo pretender poner en relación el significante con el cuerpo. A menos que sea con un cuerpo ya totalmente rostrificado. La diferencia entre nuestros uniformes y ropas por un lado, y las pinturas y vestimentas primitivas por otro, radica en que los primeros efectúan una rostrificación del cuerpo, con el agujero negro de los botones y la pared blanca de la tela. Incluso la máscara encuentra aquí una nueva función, justo la contraria de la precedente. Pues la máscara no tiene ninguna función unitaria, salvo negativa (la máscara nunca sirve para disimular, para ocultar, ni siquiera cuando muestra o revela). La máscara, o bien asegura la pertenencia de la cabeza al cuerpo y su devenir animal, como en las semióticas primitivas, o bien, por el contrario, como ahora, asegura la constitución, la revalorización del rostro, la rostrificación de la cabeza y del cuerpo: la máscara es, pues, el rostro en sí mismo, la abstracción o la operación del rostro. Inhumanidad del rostro. El rostro nunca supone un significante o un sujeto previos. El orden es completamente diferente: agenciamiento concreto de poder despótico y autoritario ? desencadenamiento de la máquina abstracta de rostridad, pared blanca-agujero negro ? establecimiento de la nueva semiótica de significancia y de subjetivación, en esa superficie agujereada. Por eso nosotros no hemos dejado de considerar dos problemas exclusivamente: la relación del rostro con la máquina abstracta que lo produce; la relación del rostro con los agenciamientos de poder que tienen necesidad de esa producción social. El rostro es una política.
Por supuesto, con anterioridad ya hemos visto que la significancia y la subjetivación eran unas semióticas totalmente distintas por derecho, con su régimen diferente (irradiación circular, linealidad segmentaria), con su aparato de poder diferente (la esclavitud generalizada despótica, el contrato-proceso autoritario). Y ninguna de las dos comienza con Cristo, con el Hombre blanco como universal cristiano: hay formaciones despóticas de significancia asiáticas, negras o indias; el proceso autoritario de subjetivación aparece en su forma más pura en el destino del pueblo judío. Pero, cualquiera que sea la diferencia entre estas semióticas, no por ello dejan de formar un compuesto de hecho; y precisamente al nivel de ese compuesto ejercen su imperialismo, es decir, su pretensión común de aplastar todas las demás semióticas. No hay significancia que no implique un germen de subjetividad; no hay subjetivación que no suponga restos de significante. Si el significante rebota preferentemente sobre una pared, si la subjetividad va preferentemente hacia un agujero, hay que decir que la pared del significante ya implica agujeros negros, y que el agujero negro de la subjetividad todavía incluye jirones de pared: el compuesto está, pues, bien fundado en la máquina indisociable pared blanca-agujero negro, y las dos semióticas no cesan de mezclarse por entrecruzamiento, intersección, conexión de la una con la otra, como entre «el hebreo y el faraón». Pero aún hay más, puesto que la naturaleza de las mezclas puede ser muy variable. Si es posible fechar la máquina de rostridad, asignándole el año cero de Cristo y el desarrollo histórico del Hombre blanco, es porque la mezcla deja entonces de ser una intersección o un entrecruzamiento para devenir una penetración completa en la que cada elemento impregna al otro, como gotas de vino tinto en agua clara. Nuestra semiótica de Hombres blancos modernos, la misma del capitalismo, ha alcanzado ese estado de mezcla en el que la significancia y la subjetivación se extienden efectivamente la una a través de la otra. Ahí es donde la rostridad, o el sistema pared blanca-agujero negro, adquiere toda su extensión. No obstante, debemos distinguir los estados de mezcla, y la proporción variable de los elementos. En la etapa cristiana, pero también en las etapas precristianas, un elemento puede predominar sobre el otro, ser más o menos poderoso. Nos vemos, pues, obligados a definir rostros-límites, que no se confunden con las unidades de rostro ni con las variaciones de rostro definidas precedentemente.
I. Aquí, el agujero negro está sobre la pared blanca. Pero no forman unidad, puesto que el agujero negro no cesa de desplazarse sobre la pared, y procede por binarización. Dos agujeros negros, cuatro agujeros negros, n agujeros se distribuyen como ojos. La rostridad siempre es una multiplicidad. El paisaje se poblará de ojos o de agujeros negros, como en un cuadro de Ernst, como en un dibujo de Aloise o de Wolfli. Sobre la pared blanca, se inscriben círculos que bordean un agujero: allí donde hay un círculo, se puede poner un ojo. Incluso se puede establecer como ley: cuanto más bordeado esté un agujero, mas el efecto del borde consistirá en aumentar la superficie sobre la que se desplaza, y proporcionar a esa superficie una fuerza de captura. El caso más puro quizá aparezca en los cilindros populares etíopes que representan demonios: dos agujeros negros en la superficie blanca del pergamino, o del rostro rectangular o redondo que se dibuja en él; pero esos agujeros negros se dispersan y se reproducen, entran en redundancia, y cada vez que se rodea un círculo secundario, se constituye un nuevo agujero negro, se pone en él un ojo (12). Efecto de captura de una superficie que se cierra a medida que es agrandada. Es el rostro despótico significante, y su multiplicación específica, su proliferación, su redundancia de frecuencia. Multiplicación de ojos. El déspota o sus representantes están por todas partes. Es el rostro visto de frente, visto por un sujeto que, en la medida en que no está atrapado por los agujeros negros, ve menos. Es una figura del destino, el destino terrestre, el destino significante/ objetivo. El primer plano cinematográfico conoce bien esta figura: primer-plano Griffith, de un rostro, un elemento de rostro o un objeto rostrificado que adquieren entonces un valor temporal anticipador (las agujas del reloj anuncian algo).
II. Allí, por el contrario, la pared blanca se ha afilado, hilo de plata que va hacia el agujero negro. Un agujero negro que «aglomera» todos los agujeros negros, todos los ojos, todos los rostros, al mismo tiempo que el paisaje es un hilo que se enrolla por su extremidad final alrededor del agujero. Sigue siendo una multiplicidad, pero es otra figura del destino, el destino subjetivo, pasional, reflexivo. Es el rostro o el paisaje marítimo: sigue la línea que separa el cielo y las aguas, o la tierra y las aguas. Este rostro autoritario está de perfil, y va hacia el agujero negro. O bien dos rostros frente a frente, pero de perfil para el observador, y cuya unión ya está marcada por una separación ilimitada. O bien los rostros que se desvían bajo la traición que los arrastra. Tristán, Isolda, Isolda, Tristán, en la barca que los lleva hacia el agujero negro de la traición y de la muerte. Rostridad de la conciencia y de la pasión, redundancia de resonancia o acoplamiento. En este caso, el efecto del primer plano ya no es el de aumentar una superficie que al mismo tiempo cierra, su función ya no es la de un valor temporal anticipador. Señala el origen de una escala de intensidad, o forma parte de ella, altera la línea que siguen los rostros, a medida que se acercan al agujero negro como terminación: primer plano Eisenstein frente a primer plano Griffith (la creciente intensidad de la pena o de la cólera en los primeros planos del Acorazado Potemkin)(13).También en este caso, vemos perfectamente que entre las dos figuras-límites del rostro todas las combinaciones son posibles. En la Lulú de Pabst, el rostro despótico de una Lulú caída en desgracia se conecta con la imagen del cuchillo de cocina, imagen anticipadora que anuncia el crimen; pero también el rostro autoritario de Jack el Destripador pasa por toda una escala de intensidades que lo conduce al cuchillo y al asesinato de Lulú.
Desde un punto de vista más general, habría que señalar algunos caracteres comunes a esas dos figuras-límites. Por un lado, la pared blanca, las anchas mejillas blancas por más que se esfuerzan en ser el elemento sustancial del significante, y el agujero negro, los ojos, el elemento reflejo de la subjetividad, siempre van unidos, pero bajo dos modos en los que, unas veces, unos agujeros negros se distribuyen y se multiplican sobre la pared blanca, otras, por el contrario, la pared, reducida a su cresta o a su línea de horizonte, se precipita hacia el agujero negro que los aglomera a todos. No hay pared sin agujeros negros, no hay agujeros sin pared blanca. Por otro lado, tanto en un caso como en otro, el agujero negro está esencialmente bordeado, e incluso sobrebordeado; el efecto del borde es, o bien aumentar la superficie de la pared, o bien hacer más intensa la línea; y el agujero negro nunca está en los ojos(pupila), siempre está en el interior del borde, y los ojos siempre están en el interior del agujero: ojos muertos, que ven tanto mejor cuanto que están en el agujero negro(14). Estos caracteres comunes no impiden la diferencia-límite entre las dos figuras de rostro, y las proporciones según las cuales, unas veces una, otras veces otra prevalecen en la semiótica mixta -el rostro despótico significante terrestre, el rostro autoritario pasional y subjetivo marítimo (el desierto también puede ser el mar de la tierra). Dos figuras del destino, dos estados de la máquina de rostridad. Jean París ha mostrado con toda claridad el funcionamiento de esos polos en la pintura, del Cristo despótico al Cristo pasional: por un lado, el rostro de Cristo visto de frente, como en un mosaico bizantino, con el agujero negro de los ojos sobre fondo de oro, estando toda la profundidad proyectada hacia adelante; por otro, los rostros que se cruzan y se desvían, de tres cuartos o de perfil, como en un cuadro del Quattrocento, con miradas oblicuas que trazan líneas múltiples, que integran la profundidad en el propio cuadro (se pueden poner ejemplos arbitrarios de transición y de combinación: La llamada de los Apóstoles, de Duccio, sobre paisaje acuático, en el que la segunda fórmula prevalece ya en Cristo y en el primer pescador, mientras que el segundo pescador pertenece aún al código bizantino(15).
Un amor de Swann: Proust ha sabido hacer resonar rostro, paisaje, pintura, música, etc. Tres momentos en la historia de Swann-Odette. En un primer momento, se establece todo un dispositivo significante. Rostro de Odette con anchas mejillas blancas o amarillas, y ojos como agujeros negros. Pero ese mismo rostro no cesa de remitir a otras cosas, igualmente dispuestas sobre la pared. Ese es el esteticismo, el diletantismo de Swann: una cosa siempre debe recordarle otra, en una cadena de interpretaciones bajo el signo del significante. Un rostro remite a un paisaje. Un rostro debe «recordarle» un cuadro, un fragmento de cuadro. Una música debe dejar escapar una frasecilla que se conecta con el rostro de Odette, hasta el punto de que la frasecilla ya sólo es una señal. La pared blanca se puebla, los agujeros negros se distribuyen. Todo este dispositivo de significancia, en una cascada de interpretaciones, prepara el segundo momento, subjetivo-pasional, en el que los celos, la litigancia, la erotomanía de Swann van a desarrollarse. Ahora el rostro de Odette se escapa siguiendo una línea que se precipita hacia un único agujero negro, el de la pasión de Swann. También las otras líneas, de paisajidad, de picturalidad, de musicalidad, se precipitan hacia ese agujero catatónico y se enrollan alrededor de él, bordeándolo varias veces.
Al final de su larga pasión, y es el tercer momento, Swann va a una recepción en la que lo primero que ve es el rostro de los criados y de los invitados deshacerse en rasgos estéticos autónomos: como si la línea de picturalidad recobrara una independencia del otro lado de la pared y, a la vez, fuera del agujero negro. A continuación es la frasecilla de Vinteuil la que recobra su transcendencia y enlaza con una línea de musicalidad pura aún más intensa, asignificante, asubjetiva. Y Swann sabe que ya no ama a Odette, y, sobre todo, sabe que Odette ya nunca más le amará a él. ¿Era necesaria esa redención por el arte, puesto que Swann, al igual que Proust, no será salvado? ¿Era necesaria esa manera de traspasar la pared o ‘de salir del agujero, renunciando al amor? ¿No estaba ese amor corrompido desde el principio, hecho de significancia y de celos? Teniendo en cuenta la mediocridad de Odette y del Swann esteta, ¿acaso era posible otra cosa? Y la magdalena, de alguna manera, es la misma historia. El narrador mastica su magdalena: redundancia, agujero negro del recuerdo involuntario. ¿Cómo podrá salir de esa situación? Pues, fundamentalmente, es algo de lo que hay que salir, de lo que hay que escapar. Proust lo sabe perfectamente, aunque sus comentaristas lo hayan olvidado. Pero él saldrá gracias al arte, sólo gracias al arte.
¿Cómo salir del agujero negro? ¿Cómo traspasar la pared? ¿Cómo deshacer el rostro? Cualquiera que sea el genio de la novela francesa, ese no es su problema. Está demasiado ocupada en medir la pared, o incluso en construirla, en explorar los agujeros negros, en componer los rostros. La novela francesa es profundamente pesimista, idealista, «crítica de la vida más bien que creadora de la vida». Hunde a sus personajes en el agujero, les hace rebotar sobre la pared. No concibe más viajes que los organizados, ni más redención que la que proporciona el arte. Pero esa redención todavía es católica, es decir, para la eternidad. En lugar de trazar líneas de fuga activas o de desterritorialización positiva, emplea el tiempo en puntualizaciones. La novela angloamericana es totalmente distinta. «Partir, partir, evadirse… atravesar el horizonte»(16). De Thomas Hardy a Lawrence, de Melville a Miller resuena la misma pregunta, atravesar, salir, traspasar, trazar la línea y no señalar el punto. Encontrar la línea de separación, seguirla o crearla, hasta la traición. Por eso tienen con el viaje, con la manera de viajar, con otras civilizaciones, Oriente, América del Sur, y también con la droga, con los viajes in situ, una relación totalmente distinta que los franceses. Saben hasta que punto es difícil salir del agujero negro de la subjetividad, de la conciencia y de la memoria, de la pareja y de la conyugalidad. Cómo uno está tentado a dejarse atrapar, y a abandonarse, a aferrarse a un rostro… «Encerrada en ese agujero negro (…) ella extraía de él una especie de fosforescencia cobriza, líquida (…) las palabras salían de su boca como lava, todo su cuerpo se tensaba como una especie de garra voraz que busca un asidero, un punto sólido y sustancial en el que agarrarse, un refugio en el que alojarse y reposar un instante (…). Primero pensé que eso era la pasión, el éxtasis (…), pensé que había descubierto un volcán viviente, no se me ocurrió pensar que pudiese ser un navío naufragando en un océano de desesperación, en los Sargazos de la debilidad y de la impotencia. Hoy, cuando pienso en ese astro negro que irradiaba por el agujero en el techo, en ese astro fijo que pendía sobre nuestra célula conyugal, más fijo, más distante que el Absoluto, sé que era ella, vaciada de todo aquello que, hablando con propiedad, la hacía ser ella misma, sol negro y muerte, sin forma»(17). Fosforescencia cobriza como el rostro en el fondo de un agujero negro. Lo importante es salir de él, no en arte, es decir, en espíritu, sino en vida, en vida real. No me privéis de la fuerza de amar. Los novelistas angloamericanos también saben lo difícil que es traspasar la pared del significante. Muchos lo han intentado desde Cristo, empezando por el mismo Cristo. Pero hasta Cristo ha fracasado en la travesía, en el salto, ha rebotado sobre la pared, y «como un resorte que retrocede bruscamente, toda la suciedad de la onda negativa refluyó, todo el impulso negativo de la humanidad pareció condensarse en una masa inerte y monstruosa para dar nacimiento al tipo de número entero humano, la cifra uno, la indivisible unidad» -el Rostro(18). Pasar la pared, quizá lo hayan conseguido los chinos, pero ¿a qué precio? Al precio de un devenir-animal, de un devenir flor o roca, y, todavía más, de un extraño devenir- imperceptible, de undevenir-duro que es inseparable de amar(19). Es una cuestión de velocidad, incluso in situ. ¿No es eso también deshacer el rostro, o como decía Miller, ya no mirar a los ojos ni mirarse en los ojos, sino atravesarlos a nado, cerrar los ojos y convertir el propio cuerpo en un rayo de luz que se mueve a una velocidad cada vez mayor? Por supuesto, se necesitan todos los recursos del arte, y del arte más elevado. Se necesita toda una línea de escritura, toda una línea de picturalidad, toda una línea de musicalidad… Pues gracias a la escritura se deviene animal, gracias al color se deviene imperceptible, gracias a la música se deviene duro y sin recuerdos, a la vez animal e imperceptible: amoroso. Pero el arte nunca es un fin, sólo es un instrumento para trazar líneas de vida, es decir, todos esos devenires reales, que no se producen simplemente en el arte, todas esas fugas activas, que no consisten en huir en el arte, en refugiarse en el arte, todas esas desterritorializaciones positivas, que no van a reterritorializarse en el arte, sino más bien arrastrarlo con ellas hacia el terreno de lo asignificante, de lo asubjetivo y de lo sin-rostro.
Deshacer el rostro no es nada sencillo. Se puede caer en la locura. ¿Acaso es un azar que el esquizofrénico pierda al mismo tiempo el sentido del rostro, de su propio rostro y del de los demás, el sentido del paisaje y el sentido del lenguaje y de sus significaciones dominantes? La organización del rostro es muy sólida. Se puede decir que el rostro incluye en su rectángulo o en su círculo todo un conjunto de rasgos, rasgos de rostridad que va a englobar y poner al servicio de la significancia y de la subjetivación. ¿Qué es un tic? Es, precisamente, la lucha siempre reanudada entre un rasgo de rostridad que intenta escapar a la organización soberana del rostro, y el propio rostro que se cierra de nuevo sobre ese rasgo, lo recupera, le bloquea su línea de fuga, le reimpone su organización. (En la distinción médica entre el tic clónico o convulsivo, y el tic tónico o espasmódico, quizá habría que ver, en el primer caso, el predominio del rasgo de rostridad que intenta huir, y en el segundo, el de la organización de rostro que trata de volver a cerrar, de inmovilizar). No obstante, si deshacer el rostro es algo muy importante se debe, precisamente, a que no es una simple historia de tics ni una aventura de diletante o de esteta. Si el rostro es una política, deshacer el rostro también es otra política, que provoca los devenires reales, todo un devenir clandestino. Deshacer el rostro es lo mismo que traspasar la pared del significante, salir del agujero negro de la subjetividad. El programa, el slogan del esquizoanálisis deviene ahora: buscad vuestros agujeros negros y vuestras paredes blancas, conocedlos, conoced vuestros rostros, esa es la única forma de deshacerlos, de trazar vuestras líneas de fuga(20).
Y, es que, una vez más, debemos multiplicar la prudencia práctica. En primer lugar, no se trata de un retorno a… No se trata de «volver» a las semióticas presignificantes o presubjetivas de los primitivos. Fracasaremos siempre intentando hacer el negro o el indio, incluso el chino, y un viaje a los Mares del Sur, por duras que sean las condiciones, no nos permitirá franquear la pared, salir del agujero o perder el rostro. Jamás podremos rehacer una cabeza y un cuerpo primitivos, una cabeza humana, espiritual y sin rostro. Al contrario, de esa manera sólo lograremos rehacer fotos, rebotar sobre la pared, siempre aparecerán reterritorializaciones, ¡oh, mi pequeña isla desierta en la que de pronto aparece la Closerie de Lilas!, ¡oh, mi océano profundo que refleja el lago del bosque de Boulogne!, ¡oh, la frasecilla de Vinteuil que me recuerda un dulce momento! Ejercicios físicos y espirituales de Oriente, pero que se hacen en pareja, como el que recubre un lecho conyugal con una colcha china: ¿ya has hecho hoy tu ejercicio? Lawrence sólo critica a Melville por una cosa: haber sabido atravesar el rostro, los ojos y el horizonte, la pared y el agujero, como nadie lo había hecho, pero a la vez haber confundido esa travesía, esa línea creadora con un «imposible retorno”, retorno a los salvajes en Taipi: en una palabra, una manera de seguir siendo artista y de odiar la vida, una manera infalible de alimentar la nostalgia del país natal («Melville tenía nostalgia de su Casa y de su Madre, de todo aquello de lo que había huido lo más lejos que pudo transportarle un barco (…). Regresó a puerto para afrontar su larga existencia (…). Rechazó la vida (…). Se aferró a su ideal de unión perfecta, de amor absoluto, cuando en realidad, una unión verdaderamente perfecta es aquella en la que uno acepta que en el otro existan grandes espacios desconocidos (…). En el fondo, Melville era un místico y un idealista. Se aferró a sus armas ideales. Yo abandono las mías, y digo: ¡qué se pudran las viejas armas! Haced otras nuevas, y apuntad bien»)(21).
No podemos dar marcha atrás. Sólo los neuróticos, o, como dice Lawrence, los «renegados», los tramposos, intentan una regresión. Pues la pared blanca del significante, el agujero negro de la subjetividad, la máquina de rostro son claramente callejones sin salida, la medida de nuestras sumisiones, de nuestras sujeciones; pero en medio de todo eso hemos nacido, y con ello debemos debatirnos. No en el sentido de un momento necesario, sino en el sentido de un instrumento para el que hay que inventar un uso nuevo. Sólo a través de la pared del significante podremos hacer pasar las líneas de asignificancia que anulan todo recuerdo, toda referencia, toda posible significación y toda posible interpretación previa. Sólo en el agujero negro de la conciencia y de la pasión subjetivas podremos descubrir las partículas capturadas, alteradas, transformadas que hay que relanzar para un amor vivo, no subjetivo, en el que cada uno se conecta con los espacios desconocidos del otro sin entrar en ellos ni conquistarlos, en el que las líneas se componen como líneas quebradas. Sólo en el seno del rostro, del fondo de su agujero negro y sobre su pared blanca, podremos liberar los rasgos de rostridad, como pájaros; no volver a una cabeza primitiva, sino inventar las combinaciones en las que esos rasgos se conectan con rasgos de paisajidad, a su vez liberados del paisaje, con rasgos de picturalidad, de musicalidad, a su vez liberados de sus códigos respectivos. Con qué alegría, que no sólo era la de un deseo de pintar, sino la de todos los deseos, han utilizado el rostro los pintores, incluso el de Cristo, en todos los sentidos y en todas las direcciones. Y el caballero del roman courtois, ¿quién puede decir si su catatonía es debida a que está en el fondo del agujero negro, o a que cabalga ya las partículas que le hacen salir para un nuevo viaje? Lawrence, que fue comparado con Lancelot, escribe: «Estar solo, sin espíritu, sin memoria, cerca del mar. (…) Tan solo y ausente y presente como un indígena, oscura sombra en la arena dorada. (…) Lejos, muy lejos, como si hubiese tocado tierra en otro planeta, como un hombre que pisa tierra firme después de la muerte. (…) ¿El paisaje? Se burlaba del paisaje. (…) ¿La humanidad? No existía. ¿El pensamiento? Hundido como piedra en el agua. ¿El inmenso, el brillante pasado? Empobrecido y deteriorado, endeble, endeble y translúcida concha arrojada a la playa(22).» Momento incierto en el que el sistema pared blanca-agujero negro, punto negro-playa blanca, como en una estampa japonesa, se confunde con su propia salida, su propia huída, su travesía.
Hemos visto, pues, los dos estados distintos de la máquina abstracta: unas veces incluida en los estratos, en los que asegura desterritorializaciones que tan sólo son relativas, o desterritorializaciones absolutas que, no obstante, siguen siendo negativas; otras, por el contrario, desarrolladas en un plano de consistencia que le confiere una función «diagramática», un valor de desterritorialización positiva, como la capacidad de formar nuevas máquinas abstractas. Unas veces la máquina abstracta, en tanto que lo es de rostridad, va a orientar los flujos hacia significancias y subjetivaciones, hacia nudos de arborescencias y agujeros de abolición; otras, por el contrario, en tanto que efectúa una verdadera «desrostrificación», libera, por así decir, cabezas buscadoras* que deshacen a su paso los estratos, que traspasan las paredes de significancia y hacen brotar agujeros de subjetividad, abaten los árboles en provecho de verdaderos rizomas, y dirigen los flujos hacia líneas de desterritorialización positiva o de fuga creadora. Ya no hay estratos organizados concéntricamente, ya no hay agujeros negros alrededor de los cuales se enrollan las líneas para bordearlos, ya no hay paredes a las que se aferran las dicotomías, las binaridades, los valores bipolares. Ya no hay un rostro que hace redundancia con un paisaje, un medio, una frasecilla musical, y en el que, continuamente, lo uno hace pensar en lo otro, sobre la superficie unificada de la pared o en el torbellino central del agujero negro. Pero cada rasgo liberado de rostridad hace rizoma con un rasgo liberado de paisajidad, de picturalidad, de musicalidad: no una colección de objetos parciales, sino un bloque viviente, una conexión de tallos en los que los rasgos de un rostro entran en una multiplicidad real, en un diagrama, con un rasgo de paisaje desconocido, un rasgo de pintura o de música, que son entonces, efectivamente, producidos, creados, según cuantos de desterritorialización positiva absoluta, y ya no evocados ni recordados según sistemas de desterritorialización. Un rasgo de avispa y un rasgo de orquídea. Cuantos que señalan otras tantas mutaciones de máquinas abstractas, las unas en función de las otras. Se abre así un posible rizomático, que efectúa una potencialización de lo posible, frente a lo posible arborescente que señalaba un cierre, una impotencia.
Rostro, ¡qué horror!, por naturaleza paisaje lunar, con sus poros, sus planicies, sus palideces, sus brillos, sus blancuras y sus agujeros: no hace falta tomar de él un primer plano para hacerlo inhumano, pues por naturaleza es primer plano, y por naturaleza inhumano, monstruoso capirote. Forzosamente, puesto que es producido por una máquina y por las exigencias de un aparato de poder especial que la desencadena, que lleva la desterritorialización al absoluto, pero manteniéndolo negativo. Pero caíamos en la nostalgia del retorno o de la regresión cuando oponíamos la cabeza humana, espiritual y primitiva, al rostro humano. En verdad, sólo hay inhumanidades, el hombre sólo está hecho de inhumanidades, pero muy diferentes, y según naturalezas y a velocidades muy diferentes. La inhumanidad primitiva, la del pre-rostro, es toda la polivocidad de una semiótica que hace que la cabeza pertenezca al cuerpo, a un cuerpo ya relativamente desterritorializado, en conexión con devenires espirituales-animales. Más allá del rostro, todavía hay otra inhumanidad: no la de la cabeza primitiva, sino la de las «cabezas buscadoras» en las que los máximos de desterritorialización devienen operatorios, las líneas de desterritorialización devienen positivas absolutas, formando devenires nuevos extraños, nuevas polivocidades. Devenir-clandestino, hacer por todas partes rizoma, para la maravilla de una vida no humana a crear. Rostro, amor mío, pero, por fin, convertido en cabeza buscadora… Año zen, año omega, año… ¿Habrá, pues, que concluir hablando de tres estados, no más, cabezas primitivas, rostro-cristo y cabezas-buscadoras?
NOTAS
- El término que Deleuze utiliza, «tétes chercheuses», es el que se emplea para hablar de los cohetes con una cabeza provista de un dispositivo capaz de modificar su trayectoria hacia el objetivo. (N. del T.).
1 JOSEF VON STERNBERG, Souvenirs d’un montreur d’ombres, Laffont, págs. 342-343.
2 Sobre este ballet, cf. Debussy de JEAN BARRAOUÉ, ed. du Seuil, que cita el texto del argumento, págs. 166-171
3 Cf. ISAKOWER, «Contribution à la psychopathologie des phénomènes associés à l’endormissement», Nouvelle revue de psychanalyse, n.° 5, 1972; LEWIN, «Le sommeil, la bouche et l’ecran réve», ibid; SPITZ, De la naissance à la parole, P.U.F., págs 57-63 (trad. cast., ed. F.C.E.).
4 HENRY MILLER, Tropique du Capricorne, ed. du Chêne, págs. 177-179 (trad. cast., ed. Bruguera).
5 KLAATSCH, «L’evolution du genre humain», en L’Univers et l’humanité, por KREOMER, t. II: «En vano hemos intentado encontrar una huella del ribete rojo de los labios en los jóvenes chimpancés vivientes, que, por lo demás, se parecen tanto al hombre (…) ¿Qué aspecto tendría el más gracioso rostro de muchacha si la boca apareciese únicamente entre dos bordes blancos? (…) Por otro lado, la región pectoral, en el antropoide, tiene los dos mamelones de las glándulas mamarias. pero jamás se forman michelines de grasa comparables a los senos.» Y la fórmula de EMILE DEVAUX, L’espèce, l’instinct, l’homme, ed. Le François, pág. 264: «El hijo ha creado los senos de la madre, y la madre ha creado los labios del hijo.»
6 Los ejercicios de rostro desempeñan un papel esencial en los principios pedagógicos de J.-B. de la Salle. Ya Ignacio de Loyola había incorporado a su enseñanza ejercicios de paisaje o «composiciones de lugar» relacionadas con la vida de Cristo, el infierno, el mundo, etc.: se trata, como dice Barthes, de imágenes esqueléticas subordinadas a un lenguaje, pero también de esquemas activos que hay que completar, colorear, los mismos que pueden verse en los catecismos y manuales piadosos
7 CHRÉTIEN DE TROYES, Perceval ou le roman du Graal, Gallimard, Folio, págs. 110-111 (trad. cast., ed. Espasa-Calpe, col. Austral). En la novela de MALCOLM LOWRY Ultramarine, Donöel, págs. 182-196 (trad. cast., ed. Bruguera), encontramos una escena semejante, dominada por la «maquinaria» del barco: un pichón se ahoga en el agua infestada de tiburones, «hoja roja caída sobre un torrente blanco», que evocará irresistiblemente un rostro ensangrentado. La escena de LOWRY está incluida en elementos tan diferentes, tan especialmente organizada, que no hay ninguna influencia, sino únicamente coincidencia con la escena de Chrétien de Troyes. Lo que confirma todavía más la existencia de una verdadera máquina abstracta agujero negro o mancha roja-pared blanca (nieve o agua).
8 EISENSTEIN, Film Form, Meridian Books, págs. 194-199: «La tetera fue la que empezó… La primera frase de DICKENS en Le grillón du foyer (trad. cast., ed. Espasa-Calpe, col. Austral). ¿Puede haber algo más extraño a las películas? Pero, por extraño que parezca, el cine también se pone a hervir en este hervidor. (…) Desde el momento en que reconocemos en esa frase un primer plano típico, exclamamos: evidentemente, es puro Griffith… Ese hervidor es un primer plano típicamente griffithiano. Un primer plano saturado de esa atmósfera a la DICKENS con la que Griffith, con una maestría sin igual, puede envolver la figura austera de la vida en Lejos al este, y la figura moral helada de los personajes, que arrastraba a la culpable Ana sobre la superficie móvil de un bloque de hielo que bascula» (aquí encontramos la pared blanca).
9 JACQUES LIZOT, Le cercle des feux, ed. du Seuil, págs. 34 s.
10 Sobre la captación del extranjero como Otro, cf. Haudricourt, «L’origine des clones et des clans». en L’Homme, enero 1964. págs 98-102. Y JAULIN, Gens du soi, gens de l’autre, 10-18 (prefacio, pág. 20).
11 MAURICE RONAI demuestra cómo el paisaje, tanto en su realidad como en su noción, remite a una semiótica y a aparatos de poder muy particulares: la geografía encuentra ahí una de sus fuentes, pero también una de las razones de su dependencia política (el paisaje como «rostro de la patria o de la nación»). Cf. «Paysages», en Herodote n.° 1, enero 1976.
12 Cf. JACQUES MERCIER, Rouleaux magiques éthiopiens, ed. du Seuil. Y «Les peintures des rouleaux protecteurs éthiopiens», Journal of Ethiopian Studies, XII, julio 1974; «Elude stylistique des peintures de rouleaux protecteurs éthiopiens», Objets et mondes, XIV, verano 1974 («El ojo equivale al rostro, que a su vez equivale al cuerpo. (…) En los espacios internos están diseminadas pupilas. (…) Por eso hay que hablar de direcciones de sentidos mágicos a base de ojos y de rostros, utilizándose en los motivos decorativos tradicionales tales como cruceros, dameros, estrellas de cuatro puntas, etc.»). El poder del Negus, con su ascendencia salomónica, con su corte de magos, pasaba por unos ojos de brasa que actúa como agujero negro, ángel o demonio. El conjunto de los estudios de J. Mercier forman una aportación esencial para cualquier análisis de las funciones del rostro.
13 Sobre la manera en que Eisenstein distingue su concepción del primer plano de la de Griffith, cf. Film Form.
14 Es un tema muy corriente en las novelas de terror y en las de ciencia-ficción: los ojos están en el agujero negro, y no a la inversa (“veo un disco luminoso emerger de ese agujero negro, diríase que son unos ojos”). Los cómics, por ejemplo Circus n° 2, presentan un agujero negro poblado de rostros y de ojos, y la travesía de ese agujero negro. Sobre la relación de los ojos con los agujeros y las paredes, cf. los textos y dibujos de J. L. PARANT, especialmente Les deux MMDVI, Ch. Bourgois.
15 Cf. Los análisis de JEAN PARIS, L’espace et le regard, ed. du Seuil, I, cap. I (trad. cast. ed. Taurus, (igualmente, la evolución de la Virgen y la variación de las relaciones de su rostro con el del niño Jesús: II, cap. II).
16 D. H. LAWRENCE, Etudes sur la littérature classique américaine, ed. du Seuil, “Hermann Melville ou l’impossible retour” (trad. cast. ed. Emecé): el texto de Lawrence empieza por una hermosa distinción entre los ojos terrestres y los ojos marítimos.
17 HENRY MILLER, Tropique du Capricorne, págs. 345 (trad. cast. ed. Bruguera).
18 Ibid., pág. 95.
19 Ibid., pág. 96.
20 L’Analyse caractérielle de REICH (Payot) (trad. cast. ed. Paidós) considera el rostro y los rasgos de rostridad como una de las primeras piezas de la “coraza” caracterial y de las resistencias del yo (cf. “el anillo ocular”, luego el “anillo oral”). La organización de esos anillos se hace en planos perpendiculares a la “corriente orgonótica”, y se opone al libre movimiento de esa corriente en todo el cuerpo. De ahí la importancia de eliminar la coraza o de “resolver los anillos”. Cf. págs. 311 s.
21 D. H. LAWRENCE, Ibid.
22 LAWRENCE, Kangourou, Gallimard, (trad. cast. ed. Bruguera).