Nietzsche, Friedrich - Sobre la Música y la Palabra (Fragmento inédito de 1871)

SOBRE LA MUSICA Y LA PALABRA (Fragmento inédito del año 1871) Lo expuesto por nosotros aquí sobre las relaciones del lenguaje con la música debe también ser aplicado por las mismas razones a las relaciones del mimo con la música. También el mimo, como simbólica reforzada de los gestos del hombre, es, comparado con la significación general de la música, un símbolo cuyo sentido interior se nos revela muy superficialmente, esto es, como sustrato del cuerpo movido por la pasión. Pero si colocamos el lenguaje en la categoría de la simbólica corporal y relacionamos el Drama, según el canon expuesto por nosotros, con la música, comprenderemos claramente una proposición de Schopenhauer, de la cual hablaremos más adelante. “Podría admitirse, aunque un espíritu puramente musical quizá no lo necesite, que el lenguaje de los sonidos, aunque se basta a si mismo y no necesita de ninguna ayuda, debe ir acompañado de palabras y aun de una acción plástica, para que nuestro intelecto intuitivo y reflexivo, que no puede estar ocioso nunca, se ocupe de una manera análoga de modo que no se desvíe de la música su atención, y lo que los sonidos dicen a nuestro sentimiento vaya acompañado de una imagen intuitiva, que sea como un esquema, o como un ejemplo que se pone a un concepto general: y esto reforzará el efecto de la música” (Schopenhauer, Parega II, Metafísica de lo bello y estética). Si prescindimos de la motivación naturalista exterior, coma nuestro intelecto no puede estar completamente ocioso y el sentido de la música se penetra mejor asistidos de una acción plástica, tiene razón Schopenhauer en considerar el drama en relación con la música como un esquema, como un ejemplo de un concepto general: y cuando añade que la impresión de la música es reforzada por este procedimiento, apela a la generalidad de la música vocal, de la unión del sonido con la imagen y la palabra, para garantizar su aserto. En todos los pueblos la música apareció ligada a la lírica, y mucho tiempo antes de que se pensara en una música absoluta, realizó en aquel maridaje sus primeros progresos. Y si comprendemos esta lírica primitiva de los pueblos como debemos comprenderla, como una imitación de la naturaleza en su función artístico-creadora, deberemos considerar como el modelo primitivo de aquel maridaje de música y lírica, aquella duplicidad en la esencia del lenguaje prefigurada por la naturaleza, en la cual nos ocuparemos detenidamente después de haber fijado la posición de la música respecto de la imagen. En la multiplicidad de lenguas se hace patente el hecho de que la palabra y la cosa no tienen una relación necesaria, sino que, por el contrario, la palabra es un mero símbolo. Pero ¿qué es lo que simboliza la palabra? Pues nada más que representaciones, ya sean éstas conscientes, o, como ocurre con mayor frecuencia, inconscientes: pues ¿cómo habría de corresponder una palabra-símbolo a aquella esencia interior, cuyas copias somos nosotros así como todas las demás cosas del mundo? Esa esencia, ese meollo, no lo conocemos sino por medio de representaciones, no intimamos con ella más que por medio de imágenes exteriores: fuera de éstas no hay un lazo que nos una a ella directamente. Además, todo el conjunto de instintos vitales, el juego de los sentimientos, de los afectos, los actos de la voluntad, se nos revela – y en esto discrepo de Schopenhauer–, si examinamos el hecho atentamente, únicamente como representaciones, no con arreglo a su esencia; y también tenemos que confesar, que esa misma Voluntad de Schopenhauer no es más que la forma fenoménica más universal de algo completamente indescifrable para nosotros. Pero si, según esto, tenemos que someternos a la dura necesidad de no poder salir del reino de la representación, sin embargo, en este dominio bien podemos distinguir dos géneros principales. El primero se nos manifiesta como sensaciones agradables y desagradables que acompañan indefectiblemente como un bajo fundamental a todas las demás representaciones. Esa forma fenoménica universalista, por la cual y bajo la cual conocemos nosotros únicamente todo devenir y todo querer y que designamos con el nombre de Voluntad, tiene también su esfera simbólica en el lenguaje: y esta simbólica es tan fundamental en el lenguaje como aquella forma fenoménica universalísima para todas las otras representaciones. Todos los grados de placer y de desplacer – manifestaciones de algo primordial que no podemos penetrar – se simbolizan en el tono del que habla, mientras que todas las demás representaciones son indicadas por la simbólica del gesto. Como quiera que aquel fondo emotivo es en todos los hombres el mismo, también el tono fundamental, a pesar de la diversidad de lenguas, es el mismo en todos los idiomas. De él se desarrolla después la simbólica del gesto, arbitraria y no completamente adecuada a su fundamento: y de aquí nace la variedad de las lenguas, cuya multiplicidad debemos considerar, si vale la comparación, como un texto cuyas estrofas se yuxtaponen a la melodía originaria de las palabras que expresan ya el placer ya el dolor. El campo entero de los sonidos consonantes y vocales debe ser incluido bajo la simbólica del gesto –las consonantes y las vocales, sin el tono fundamental necesario no son más que posiciones del órgano del lenguaje, en suma, gestos– ; en el momento en que oímos la palabra que brota de los labios del hombre, nos imaginamos la raíz de esta palabra y el fundamento de aquella simbólica del gesto, el tono fundamental, el tono emotivo, como un eco de las sensaciones o sentimientos agradables y desagradables. La misma relación que toda nuestra corporalidad guarda con el fenómeno universalísimo y primordial de la Voluntad, guarda la palabra consonante-vocal con su tono fundamental. Pero este fenómeno de la Voluntad con su escala de sensaciones agradables y desagradables, alcanza en el desarrollo de la música una expresión simbólica cada vez más adecuada, y paralelamente a este proceso histórico se desarrolla el esfuerzo de la lírica para expresar la música en imágenes: doble fenómeno, que, como acabamos de ver, se da también en el lenguaje. El que nos haya seguido de buen grado y con la atención suficiente en estas arduas consideraciones, concentrando su fantasía –y completando nuestras expresiones cuando éstas son deficientes o demasiado absolutas– tendrá ahora, con nosotros, la ventaja de poder resolver con mejor base algunas cuestiones estéticas que hoy preocupan y que los artistas modernos se proponen seriamente. Pensemos ahora, después de sentadas estas premisas, la temeridad que supone poner en música una poesía, es decir, querer ilustrar musicalmente un poema, y, por consiguiente, querer ayudar a la música por un lenguaje conceptual: ¡un mundo invertido! ¡Temeridad que yo la compararía a un hijo que quisiera engendrar a su padre! La música puede crear imágenes que luego serán meros esquemas, ejemplos, por decirlo así, de su propio contenido universal. ¿Pero cómo podría la imagen, la representación engendrar imágenes? Aparte de la cuestión de que ésta estuviera en estado de engendrar el concepto, o como se suele decir, la idea poética. Así como del misterioso castillo del músico puede echarse un puente al campo libre de las imágenes –y el lírico pasa este puente–, el camino inverso es imposible, aunque haya algunos que crean seguir este camino. Aunque poblemos el aire con la fantasía de un Rafael, aunque contemplemos como él a Santa Cecilia, arrobada en las armonías de los coros celestiales, ningún sonido percibiremos en este mundo perdido aparentemente para la música, y si nos imaginamos que por un milagro empiezan a resonar aquellas armonías, ¡la Santa Cecilia, Pablo, la Magdalena y el mismo coro de ángeles desaparecerían repentinamente! Dejaríamos al instante de ser Rafael, y así como en aquel cuadro los instrumentos profanos yacen rotos por el suelo, se disiparía nuestra visión pictórica, empalidecida, ensombrecida, extinguida, par otra de orden más alto. ¿Cómo habría de producirse el milagro? ¿Cómo el mundo apolíneo de los ojos sumidos en la contemplación podría engendrar de si mismo el sonido que simboliza una estera en que el mundo apolíneo de la apariencia se extingue y anonada? El goce de la apariencia no puede engendrar de si el goce de la no apariencia: el deleite de la intuición el deleite porque no nos recuerda una esfera en la cual la individuación queda rota y abolida. Habiendo ya en otra parte definido lo apolíneo en oposición a lo dionisiaco, debemos aquí reputar por falsa la idea de que la imagen, el concepto, la apariencia tenga la virtud de engendrar sonidos. Y que para refutarnos no se nos oponga el músico que compone al presente poemas líricos, pues, por todo lo dicho, debemos afirmar que la relación del poema lírico con su composición debe ser siempre otra que la del padre con el hijo. ¿Pero cuál? Ahora los partidarios de una estética arbitraria nos saldrán al paso con la siguiente afirmación: «no es la poesía, sino el sentimiento engendrado por la poesía, el que determina la composición”. No estoy conforme: el sentimiento, el tono sentimental más o menos marcado, es precisamente, en el terreno del arte creador, lo no artístico, es más, sólo su completa desaparición es lo que provoca la contemplación desinteresada del artista. Pero se me podría replicar que yo mismo he hablado antes de Voluntad, la cual llega en la música a una expresión simbólica cada vez más adecuada. Mi contestación, sintetizada en un principio estético, sería ésta: “la Voluntad es el objeto de la música, pero no su origen”, es decir, la Voluntad considerada en su universalidad más extrema, como el fenómeno primordial, bajo el cual se da todo devenir. Lo que nosotros llamamos sentimiento está ya, respecto de esta Voluntad, penetrado y saturado de representaciones conscientes o inconscientes, y, por lo mismo, ya no es objeto de la música: dejada aparte la cuestión de si ésta lo puede engendrar. Pongamos par ejemplo los sentimientos de amor, de temor y de esperanza: la música no puede expresarlos por caminos directos, por lo que llena cada uno de estos sentimientos con representaciones. En cambio, estos sentimientos sirven para simbolizar la música, y esto es lo que hace el lírico traduciendo el mundo de La Voluntad inasequible a los conceptos y a las imágenes, en el mundo simbólico de loa sentimientos. Semejantes al lírico son todos aquellos oyentes musicales que descubren un efecto de la música sobre sus sentimientos: el poder remoto y escondido de la música evoca en ellos un reino intermedio que, por decirlo así, les proporciona un gusto preliminar, un concepto simbólico preliminar de la música propiamente dicha, el reino intermediario de los afectos. De él se puede decir, con respecto a la Voluntad, objeto único de la música, que se conduce con respecto a ésta como el sueño analógico de la mañana, según la teoría de Schopenhauer, al verdadero sueño. Pero de todos aquellos que sólo pueden comprender la música por sus efectos, hay que decir que se quedan siempre en el vestíbulo y no consiguen penetrar hasta el santuario: porque la música, como he dicho, no puede expresar sino sólo simbolizar las efectos. Por lo que se refiere al origen de la música, ya he declarado que éste no puede estar ni está nunca en la Voluntad, sino antes bien en el seno de aquel poder que bajo la forma de Voluntad engendra de sí mismo un mundo de visión: el origen de la música está más allá de toda individuación, afirmación que se explica por si misma con arreglo a nuestra definición de lo dionisiaco. En este punto quisiera que se me permitiera echar una mirada sobre las afirmaciones decisivas a que nos han llevado necesariamente la oposición de lo dionisiaco y lo apolíneo. La Voluntad, como forma fenoménica originaria, es el objeto de la música, y en este sentido puede ser considerada como una imitación de la naturaleza, pero de la forma más universal de la naturaleza. La Voluntad misma y los sentimientos –como las manifestaciones de la voluntad ya penetradas de representaciones– son completamente incapaces de engendrar la música; como, por otra parte, la música es impotente para expresar sentimientos, tener por objeto sentimientos, porque su objeto propio es la voluntad. El que considera los sentimientos como el efecto de la música, ve en ellos, por decirlo así, un mundo intermedio que le puede adelantar un gusto por la música, pero que le impide llegar a su más íntimo sagrario. Por consiguiente, cuando el músico compone una canción lírica, no se siente excitado ni por las imágenes ni por el lenguaje sentimental del texto, sino que la elección del texto es determinada por un estimulo musical proveniente de otra esfera completamente distinta, siendo entonces la letra una expresión simbólica. Por lo tanto, no se puede hablar de una relación necesaria entre la canción y la música, pues estos dos mundos puestos aquí en contacto, el mundo de las imágenes y el de los sonidos, están demasiado lejos el uno del otro para poder tener más que una relación meramente exterior; el canto es sólo un símbolo y está con la música en la relación de los jeroglíficos egipcios de la valentía con los valientes guerreros. En las más altas manifestaciones musicales sentimos muchas veces la grosería de cualquier imagen y de cualquier efecto alegado analógicamente: por ejemplo, los últimos cuartetos de Beethoven, que se avergonzarían de cualquier interpretación plástica tomada del reino de la realidad empírica. El símbolo no tiene ya importancia alguna ante esta esencia divina que aquí se nos revela; más aún, nos parecería una superficialidad injuriosa. Y que no se nos reproche que colocados en este punto de vista pongamos sobre el tapete el último tiempo de la novena sinfonía de Beethoven, de encanto inexplicable, para hablar de él sin ambages. ¿Quién me podría convencer de que el júbilo redentor ditirámbico de esta música no es incongruente con la poesía de Schiller, que, como pálido reflejo de la luna, queda completamente empalidecido por aquel mar agitado? ¿Ni quién me disputaría que aquel sentimiento no puede ser expresado por la música, porque incapacitados por ésta para todo lo que sea imágenes y palabras, no oímos nada de la poesía de Schiller? Todo aquel alto vuelo, aquella sublimidad de los versos de Schiller, no hace sino estorbar, incomodar y hasta ofender a la ardorosa melodía popular de la alegría; pero como el creciente desarrollo de los coros y de las masas orquestales nos impide oírla, no sentimos la incongruencia. ¿Y qué estimación hemos de hacer de aquella superstición estética según la cual Beethoven, en este cuarto tiempo de la novena sinfonía, habría querido hacer una solemne confesión de los límites de la música absoluta, y abrir en cierto modo las puertas de un nuevo arte en el cual la música fuese capaz de expresar la imagen y el concepto por medio del espíritu consciente? Y qué nos dice Beethoven mismo cuando al empezar este coro por un recitativo: “¡Oh, amigos míos, dejad ese tono y entonad un cántico más agradable y más alegre!” ¡Más agradable y más alegre! Para ello necesitaba el eco persuasivo de la voz humana, el estilo candoroso del cántico popular. Lo que pide el sublime músico no es la palabra, sino un sonido más agradable; no es el concepto, sino un tono más íntimo y gozoso en su anhelo por despertar todas las potencias anímicas de su orquesta. ¿Cómo se pudo desconocer esto? Más bien podríamos decir de este tiempo lo que dijo Richard Wagner de su misa solemne, que era “una obra puramente sinfónica del más neto carácter beethoveniano”. (Beethoven, p. 47.) “Las voces son aquí tratadas como instrumentos humanos: el texto, en estas grandes composiciones religiosas, no está concebido según su significación conceptual, sino que sirve simplemente como material para el canto y por lo mismo no perturba el sentimiento musical, porque nunca despierta en nosotros representaciones lógicas, sino que, con arreglo a su carácter religioso, sólo pone ante nuestra mente fórmulas simbólicas de fe, bien conocidas.” Por lo demás, yo no dudo que Beethoven, en el caso en que hubiera escrito su proyectada décima sinfonía –de la cual dejó diseños–, precisamente habría escrito la décima sinfonía y nada más. Pasemos ahora, tras esta introducción, a tratar de la ópera, para poder considerar luego su pareja en la tragedia griega. Lo observado por nosotros en el último tiempo de la novena sinfonía, es decir, en la cima del desarrollo de la música moderna, que la palabra queda por completo apagada bajo las olas de un mar de sonidos, no es nada excepcional ni singular, sino la reforma generalmente seguida en la música vocal de todos los tiempos, conforme únicamente con los orígenes del canto lírico. Ni el hombre agitado por la embriaguez dionisiaca, ni tampoco la masa orgiástica, poseen un oyente al cual necesiten comunicar algo, como el que supone el narrador épico y en general el artista apolíneo. Por el contrario, es propio del arte dionisiaco no conocer referencia alguna a un oyente: el ferviente servidor del culto de Dionisio, como ya dije en otra parte, solo es comprendido por sus compañeros. Si en aquellas endémicas explosiones de excitación dionisiaca imaginásemos un oyente le cabría la suerte que a Penteo, el es-pía descubierto; a saber: sería destrozado por las ménades. El lírico canta como canta el pájaro, por una necesidad interior, y enmudecerá si ante él se planta el oyente curioso. Por esto sería contrario a la naturaleza pedir al lírico que se preocupe de las palabras de su canción, lo que exigiría un oyente, lo que no puede pretenderse en modo alguno tratándose de la lírica. Ahora bien, preguntamos sinceramente, con las poesías de los más grandes líricos de la antigüedad, si pudieron pensar siquiera hacerse entender de la multitud por medio de imágenes y conceptos, y rogamos que se nos conteste a esta sincera pregunta recordando a Píndaro y los coros esquilianos. ¿Aquellos atrevidos y oscurísimos atracones de ideas, aquellos remolinos de imágenes eternamente renovados, aquel tono de oráculo del conjunto, todo lo cual no se puede penetrar debidamente sino haciendo callar a la música y a la orquesta, todo este mundo de milagros pudo ser, tratándose del pueblo griego, transparente como un cristal, una interpretación de la música por medio de imágenes y de conceptos? ¿Y acaso Píndaro, el maravilloso poeta, habría pensado en hacer mas clara la clarísima música de su lira con aquellos misteriosos pensamientos? ¿No debemos pensar más bien en lo que el lírico es realmente, es decir, el hombre artista que piensa en la música por medio de la simbólica de imágenes y afectos, pero que no tiene que comunicar nada a ningún oyente; que, en sus momentos de rapto, olvida todo lo que pasa a su alrededor? Y así como el lírico sus himnos, así canta el pueblo su canción, para sí mismo, por un impulso interior, sin preocuparse de si sus palabras son inteligibles para otro cualquiera que no cante con él. Recordemos nuestra experiencia personal cuando se trata del arte musical en sus manifestaciones más altas: ¿qué entendemos del texto de una misa de Palestrina, de una cantata de Bach, de un oratorio de Händel, cuando nosotros no tomamos parte en el canto, sino que simplemente lo oímos? Sólo para los que cantan hay una lírica, una música vocal: el oyente la considera como música absoluta. Pero ahora empieza la ópera, según los más autorizados testimonios con el oyente que tiene la pretensión de entender las palabras. ¡Cómo? ¿El oyente tiene pretensiones? ¿Las palabras deben ser entendidas?


Poner la música al servicio de una serie de imágenes y de conceptos, utilizarla como medio para un fin, para su mejor comprensión y para su fortalecimiento, esta singular arrogancia que hallamos en el concepto de la ópera, me recuerda la ridícula pretensión de aquel hombre que quería elevarse por los aires con sus brazos: lo que pretendía este hombre, como lo pretende la ópera, son cosas verdaderamente imposibles. El referido concepto de la ópera exige de la música no un uso indebido, sino –como ya he dicho– ¡una cosa imposible! La música no puede nunca emplear medios, aunque se la golpee, se la taladre o se la atormente; como ruido, como redoble de tambor, es decir, en sus grados más groseros y sencillos vence siempre a la poesía y la rebaja a un mero reflejo suyo. La ópera, como género artístico, según el concepto que aquí hemos traído a consideración, no es solamente una aplicación extraviada de la música, sino que supone una idea equivocada de la estética. Pero si yo trato aquí de justificar la ópera ante la estética, claro es que estoy muy lejos de querer justificar las óperas malas o los poemas musicales inestéticos. La peor música, frente al mejor poema, siempre significará el fondo dionisiaco, y el peor poema podrá ser espejo espía y reflejo de este fondo, en la mejor música: porque ya el sonido aislado, frente a la imagen, es dionisíaco, y la imagen aislada, con el concepto y la palabra, frente a la música, es apolínea. Y aun una música mala, unida a un poema malo, nos puede instar respecto a la esencia de la música y de la poesía. Por consiguiente, cuando, por ejemplo, Schopenhauer, consideraba la Norma de Bellini como colmo de la tragedia, en cuanto a música y poesía, tenía perfecto derecho a pensar así en su excitación dionisiacoapolínea y en su olvido de sí mismo, porque sentía la música y la poesía en su valor filosófico más universal, como música y poesía en general; mientras que con aquel juicio demostraba únicamente un gusto poco depurado, un gusto anacrónico. Para nosotros, que deliberadamente apartamos de nuestra consideración toda cuestión sobre el valor histórico de una obra musical y sólo estudiamos el fenómeno en si, en su significación invariable y por decirlo así eterna, y par tanto en su tipo más elevado, para nosotros la ópera como género aparece tan justificada como la canción popular, en cuanto en las dos vemos la síntesis de lo apolíneo y lo dionisiaco –nos referimos al tipo más elevado de ópera, y para las dos admitimos una misma causa de origen. Nosotros rechazamos la ópera sólo en cuanto ésta presenta un origen histórico completamente distinto del origen del lied o canción popular; esta ópera histórica es al género que nosotros defendemos como la marioneta al hombre vivo. Y así como la música nunca puede ser un medio al servicio de un texto, sino que siempre se sobrepone al texto, así, siempre se trataría de una música mala, si el compositor subordinara toda su fuerza creadora dionisíaca a cada uno de los gestos y palabras de sus marionetas. El poeta no deberá ofrecer al músico más que las usuales figuras esquemáticas con su regularidad egipcia, y el valor de la ópera será tanto más alto cuanto más libremente se desarrollen los instintos dionisiacos de la música y cuanto más desdeñosamente trate las llamadas exigencias dramáticas. La ópera será, en este sentido y en el mejor caso, buena música y sólo música; mientras que el juego escénico es, por decirlo así, un ropaje fantástico de la orquesta, y ante todo, de su principal instrumento, el cantante, del cual aparta los ojos el aficionado inteligente. Cuando la gran masa del público se complace precisamente en este ropaje tolerando simplemente la música, se conduce como aquellos que estiman el marco dorado de un cuadro más que el cuadro mismo: ¿quién se atrevería a justificar estéticamente semejante extravío? ¿Pero qué significación habremos de dar ahora a la música dramática en su mayor alejamiento posible de la música pura, de efectos propios, de la música netamente dionisíaca? Imaginémonos un drama apasionado que arrebate al espectador y que tenga ya asegurado el éxito como acción; ¿qué podrá añadir la música dramática, dado que no quite algo? Pero en primer lugar, sí quita, pues en cada momento en que la fuerza dionisiaca de la música impresiona al espectador, desvía la mirada de la visión de los personajes que tiene ante si; el espectador (oyente) olvida entonces el drama, y sólo vuelve a él cuando ha cesado el encanto dionisiaco de la música. Y en cuanto la música hace olvidar el drama, no es música dramática. ¿Pero qué música es ésa que no tiene fuerza dionisiaca ninguna sobre el oyente? ¿Y cómo es posible esa Música? Es posible como mera simbólica convencional, en la que el convencionalismo ahoga toda fuerza natural; como música que se ha rebajado a la categoría de signo mnemotécnico; y su efecto tenderá a advertir al espectador de algo que ante el espectáculo del drama, si lo comprende, no puede pasar inadvertido; de igual modo que un toque de corneta es para un caballo un estímulo para trotar. Por último habría también, al principio del drama o en los entreactos o en los pasajes aburridos o dudosos para el efecto dramático, y aun para sus momentos culminantes, otra música no menos convencional, que seria como un estimulante de las personas cuyos nervios estuvieran apagados o embotados. Yo no puedo distinguir en la llamada música dramática sino dos elementos: una música retórica y convencional y una música estimulante de efectos ante todo físicos; y esta música participa del redoble del tambor y del toque de corneta, como la voz del guerrero que nos incita a entrar en fuego. Pero el sentido ilustrado que se crea en la música pura pide que estas dos tendencias abusivas sean enmascaradas, exige, sí, recuerdos y excitaciones, pero en buena música que a la vez sea agradable y variable. ¡Qué desesperación para el músico dramático, que debe enmascarar el ruido del tambor con buena música, que no ha de producir el efecto de la música pura, sino un efecto excitante! Y luego viene el público filisteo de mil cabezas y se regocija ante esta música dramática que se avergüenza de sí misma. El no nota nada de esta vergüenza y perplejidad; antes bien, siente su piel agradablemente cosquilleada. A este público se le procura complacer por todos los medios imaginables; a este público, en el que encontramos al disoluto epicúreo de ojos apagados por el vicio y que necesita excitantes; al que se imagina ilustrado y cree haberse aficionado a la buena música y al buen drama como a los buenos manjares, y que, por lo demás, no hace mucho caso de ellos; al olvidadizo y disipado egoísta, al que hay que atraer a la obra de arte por la fuerza y a toque de corneta, porque durante la representación cruzan por su cerebro planes ambiciosos de lucro o de placeres. ¡Desgraciado músico dramático! «¡Olfatea a sus mecenas que se aproximan! Sabe que son fríos e incultos.” ¿Por qué atormenta para tan torpes fines a las dulces musas? Y que las atormenta y las martiriza lo confiesa él mismo descaradamente. Hemos supuesta un drama apasionado que arrastra a los espectadores, capaz de producir sus efectos sin necesidad de música; yo temía que lo que en este drama es poesía y no propiamente acción, fuera a la verdadera poesía como la música dramática a la música general: una poesía mnemotécnica y estimulante. La poesía es empleada como medio para recordar convencionalmente sentimientos y pasiones cuya expresión es hallada normalmente por verdaderos poetas que por ello se han hecho célebres. En seguida exigimos que en las momentos peligrosos venga en ayuda de la verdadera acción, ya sea ésta una espantosa historia criminológica o una comedia de magia, para echar sobre ella una especie de púdico velo. Con el vergonzoso sentimiento de que la poesía es sólo una mascarada que no resiste la luz del día, pedimos esta poesía dramática para la música dramática; y como luego el poetastro autor de tales dramas se encuentra a la mitad de su camino con el músico dramático, con sus admirables dotes de tamborilero y trompetero y su horror por la música pura que confía en sí misma y se basta a sí misma, estas dos caricaturas apolíneas y dionisíacas se contemplan y se abrazan, ¿pobre par de nobile fratrum!